...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

martes, 26 de marzo de 2013

confidencias


(Fotografía de Jorge Molder)



"Debo perderme una vez más por los caminos", me dice cuando entro en su estudio. "Al fin y al cabo, ¿acaso no es sino lo que he hecho siempre? Mi mundo, lo que creía mi mundo, se vuelve contra mí. No me refiero al ambiente exterior, cada vez más ingrato. Ni a las personas que se me aproximaron alguna vez con afecto y se alejaron cuando yo no supe darles respuesta. Alejado de los maestros de mi propio pasado, huérfano de la protección de quienes me dieron la vida, marginado por propia voluntad de cuantas enseñanzas recibí en forma de entes que me incorporaban a mi pesar, aprovechándose de mi inconsciencia o bien llegado el momento con mi anuencia, podría decirse que solo me queda el bagaje de lo vivido". Le encuentro con la taza en la mano, la mirada congelada, sorbiendo el café, restos de espuma en su barba. Sigue pontificando como tiene por costumbre cuando se siente extremadamente alterado. "La gente acepta la cómoda fe. La que sea. Entes imaginarios de todos los mundos, hasta de los más irreales e imposibles, la seguridad tribal, el dinero, el estatus, el amor, los proyectos de futuro. Todo irrelevante y vano”. Cuando habla de este modo me siento en un rincón y le escucho, sin interferir. Sé que se siente acogido por mi presencia, aunque exhiba una dureza que no es sino reflejo de su materia interior. “Eso de los proyectos de futuro es lo más ridículo que venden los últimos epígonos del mercado. Conceptos abstractos que gustan dotarles de formas donde creen encontrar su unidad más íntima. Sin percibir que están en sus manos o, mejor dicho, que siempre son de ellos. Esa práctica debe darles seguridad. La seguridad se ofrece como garante de la orfandad del individuo, aunque siempre implica un coste. Yo nunca logré ratificarme en esa seguridad, ni siquiera cuando me amparaba bajo alguna de sus formas. Me confirmaba sin embargo en la disidencia. Un resquicio por donde escapar era un pequeño trozo del camino que me enseñaba algo de mí”. 

A medida que avanzaba en su soliloquio me he espantado. Sonaba con un elevado tono dramático, como si invocara algún tipo de ruptura que no hubiera deseado anteriormente. Pero no he podido parar la amargura de sus palabras. “Tal vez por eso me dediqué a pintar. No me exigía llegar a parte alguna, ni pensar en unos ciclos que otros mortales se empeñaban en ir asegurando a lo largo de su vida. Pintaba y yo mismo me abstraía de la vida a medida que acababa un lienzo. Pintaba y veía el mundo conforme es, no de acuerdo a como quiere la gente que sea. Eso no me ha dado riqueza ni he sido acogido por los círculos ilustres, a los que maldigo. Porque ellos no quieren encontrar la belleza donde late, ni comprender la inteligencia espontánea de las formas, ni reconocer el carácter caótico que una composición retiene entre sus colores. Los pintores académicos y su corte de rebozados mercachifles solo buscan la transacción. Yo no he querido vender jamás mis obras al precio de un negocio vulgar, por mucho dinero que me ofrecieran, pero donde no existía un interés real por mi trabajo ni por las ideas que yo avanzaba en mis cuadros”. Me he acercado hasta él. Le he cogido su mano tibia: “¿Preparo más café?”. Pero no me ha oído, se ha puesto en pie, ha frotado su camisa donde unos lamparones aún húmedos amenazan con extenderse. “Eso que otros llaman edad yo lo llamo equipaje. Andar el camino ligero de equipaje es una idea que cuesta entender. Tiene resonancias antiguas y lejanas. Tomar lo experimentado como último recurso para sentirme atraído por la mera supervivencia es un desafío. Sublimar mi trabajo no me es suficiente. No son tiempos que nos den respuestas. Y no puedo seguir la ceguera de los hombres. Debo perderme una vez más para preguntarme si mereció la pena todo este recorrido”. Se echa una bufanda por el cuello, tantea los botones del chaquetón. Al pisar la calle ha sentido un escalofrío. No me cabe duda de que volverá tarde y ebrio.

Le esperé en vano. De par de mañana tomé el tren para Bohemia. No le volví a ver vivo.


domingo, 17 de marzo de 2013

suicidio de un pintor


(Fotografía de Anders Petersen)



La víspera de tirarse desde el último piso del edificio singular, Heinrich Weiss, apodado el pintor rojo, por los colores intensos que usaba en sus cuadros, soñó que se arrojaba al vacío. Se lo había confiado a una vieja amiga a la que telefoneó aquella mañana aciaga. La mujer no pudo aclarar nada más. Weiss solo le habló de un sueño y en ningún momento se refirió a que tuviera intención de convertirlo en realidad. Nadie supo si el sueño se impuso a la conciencia. O si alguna droga le hizo desvariar de manera fatal. El psicoanalista Joachim Liendlt, que le había tratado en ocasiones alternas, afirmó que probablemente había madurado durante un tiempo su determinación, y que en su obsesión por buscar el modo de quitarse la vida se le generaron pesadillas. “No, no tomaba últimamente ningún antidepresivo”, manifestó ante el forense que ordenó el levantamiento del cadáver. “No, que yo sepa no debía nada a nadie”, testificó su amigo Petrus, abogado. “En todo caso le debían a él, pero no tanto como para dejarle en la ruina y causarle una sensación de agobio que justificara su impulso destructivo”. Hellen Müller, la camarera del bar Die Meere, que había pasado tres días antes la noche con el artista, confirmó a la justicia que se encontraba muy animado. “Preparaba una exposición retroactiva de su obra. Muchos compradores habían cedido trabajos de Weiss el Rojo, simplemente a cambio de que constase su nombre bajo los cuadros. A la sombra de la creatividad de Weiss se sentían a su vez reconocidos”. El juez ordenó presentarse a la amiga que había recibido la llamada del pintor de par de mañana. “Sí, el sueño que me contó Heinrich era extraño y bastante enrevesado. Me dijo que había soñado que acababa con su vida, pero que desestimaba hacerlo en solitario. Que arrastraba a la muerte con él a otro hombre, al que achacaba de sus males.” El funcionario la interrumpió: “¿Le dio detalles? ¿Le habló de ese hombre?”. La mujer continuó: “Sí, me dijo que se trataba de un hombre anciano, que andaba tropezando contra las paredes. Alguien con el que ya había estado alguna vez y que le reprochaba constantemente conductas. Heinrich me dijo que en el sueño llegó a temer a aquel viejo, que sintió una mezcla de indignación, asco y miedo porque no podía librarse de su oneroso acompañamiento. Llegó a ser conmigo muy cruel, me matizó Heinrich”. 

Una vez tomado testimonio a los conocidos más próximos al desdichado Heinrich Weiss el juez cerró el caso. Firmó el acta donde hizo figurar lo siguiente: “El fallecido ha encontrado la muerte instantánea a causa de la caída sufrida desde una altura considerable, producida de modo voluntario, sin conocerse los motivos que pudieron haberle conducido a tomar esa determinación. No ha dejado carta alguna ni ha hecho declaraciones a amigos y familiares que pudieran arrojar luz sobre el caso ni si cabe la sospecha de que pudiera haber tenido lugar la intervención de otra u otras personas en el suceso. Por lo que procede y ordeno se siga el curso legal en orden a su exhumación. Etcétera”. 

Algunas revistas de arte de corte convencional y la díscola publicación Arbeiter Zeitung hablaron de la muerte y sobre todo de la vida del pintor rojo. Llamado así, aclararon una vez más, por la utilización intensa de ese cromatismo con que impregnaba todos sus trabajos. Al entierro no asistieron ni pocos ni muchos. La mujer que aquella mañana del trágico final de Weiss había recibido la confidencia de su sueño y que resultó ser la galerista Agniezska Ebin, leyó al pie de la tumba un escrito en memoria del fallecido. Destacó un texto que hizo vibrar a los presentes: “Tus colores ardían y toda la mirada acerca de lo que esperabas del mundo y de tu tiempo se fundió en uno solo en tu obra. Allí donde se fragua siempre la vida. Allí donde se preserva el magma de la Tierra. Allí donde nadie puede penetrar salvo los audaces como tú”. 

Mientras el contingente de deudos permanecía concentrado en el homenaje a Weiss, un anciano, achacoso y enfermo, se mantuvo a distancia del grupo, apoyándose de manera quebradiza en las lápidas del cementerio civil de la pequeña ciudad.


domingo, 10 de marzo de 2013

el trueque


(Fotografía de Anders Petersen)


Le pagaba en relatos y ella le daba, a cambio, placer. Con aquella actitud abrían un territorio que solamente ellos ocupaban. Lo llevaban en secreto. A veces improvisadamente. No mediaba sino una especie de trueque. La forma de intercambio menos tangible que cupiera imaginar. Ni siquiera podría denominarse transacción, aunque de algún modo lo fuera. Y ese mismo acuerdo les blindaba, tornándoles invisibles a los ojos ajenos. Les protegía. De los lugares lóbregos obtenían luz. Del encuentro casual hacían eternidad. Al principio se sentían guiados por la idea de un mero yo te doy, tú me das. Hasta conocerle a él ella solo había vivido la forma tradicional de lograr dinero de un hombre. No la manera más sucia: sabía de los chantajes que abundaban bajo la institución sacramental del matrimonio. Su oficio, al menos, dejaba las cosas claras desde el principio. Ahora se sentía dividida. No porque no obtuviera el valor usual, que cada vez le interesaba menos. Sino porque no percibía que el hombre le estuviera pagando al narrarle sus relatos. Con él no se sentía mercancía. En aquella fluctuación de concesiones, ¿qué pesaba más? ¿El relato subyugante que entregaba uno o las sutiles artes del amor que ella practicaba sobre el cuerpo de él? Tampoco el cuentista percibía en la actitud de la mujer una condescendencia obligada. Ambos se daban cuenta y lo comentaban. “Lo nuestro es raro, porque tampoco es amor, ¿verdad?”, decía ella. En realidad no preguntaba, sino que establecía conclusiones parciales que le permitieran seguir indagando, intrigada como se sentía con aquella relación extraña, pero sumamente grata. “Si no es amor, puede estar en camino”, respondía el hombre con ironía. “Enséñame a contar”, le pedía la mujer mientras mordisqueba el pecho velloso de su amante. “Enséñame tú a amar”, le replicaba él. Y el hombre seguía narrándole cuentos de matrimonios sospechosamente felices y obviamente infelices, de niños soldados que no querían guerrear, de amantes que huían para poder amarse mejor, de mujeres que se habían dado a la calle por despecho, de obreros de corazón noble que se rebelaban hastiados de sus tribulaciones . ”Cuéntamelo de nuevo", le pedía ella si le había gustado. Y él reiniciaba la fábula, introduciendo variaciones, añadiendo matices y en ocasiones imponiendo finales diferentes, espectaculares, enigmáticos. Sin exigirle por ello compensación. 

Un día él describió a la mujer del placer una historia semejante a la que estaban viviendo. Ella reconoció enseguida el argumento, se vio con claridad en él, comprobó la distancia recorrida en su vida desde que se encontrara con aquel hombre especial. De pronto le interrumpió. “No sigas la historia. Sáltala casi toda. Cuéntame solo el final”. Él calló, puso las manos sobre el rostro de la mujer y cerró sus párpados. La fue enterneciendo lentamente. Ella se deslizó bajo las caricias del hombre. Solo acertó a decir: “Has aprendido bien. No pongas punto final”.


miércoles, 6 de marzo de 2013

la expulsión


(Fotografía de Jorge Molder)


Fue a finales de primavera cuando mi madre echó de casa a mi padre. Aquel día, a la hora de comer, mi padre se levantó de la mesa, se dirigió a la letrina que hay en un rincón del patio y vomitó amplia y sonoramente. Mi madre había parado la comida con un golpe enérgico, muy en línea con las crisis repentinas que solían acecharla. Descargó sobre la mesa con una fuerza inusual la enorme fuente repleta de pimientos asados rojos y verdes, cebollas cocidas y berenjenas aderezadas abundantemente con aceite y vinagre, entre el susto y la sorpresa de todos. Al lado, el asado de cordero esperaba humeante a que el ritual de la fiesta diera cuenta de él. O mejor dicho, a que todos los chicos nos cebáramos en el festín. Pero mi padre sintió la ira de mi madre como un aviso decisivo. Hizo del trastorno de su cuerpo un argumento poderoso e imprevisto, y se ausentó. 

Como todos estábamos acostumbrados tanto a los silencios como a las descargas emocionales de nuestros padres no lo consideramos sino un episodio más de sus rencillas soterradas. Así que en cuanto pasó el fragor inicial, no secundado, como he dicho, por mi padre, seguimos comiendo ávidamente y jugando como si no hubiera pasado nada que no sucediera habitualmente. Nos atropellamos unos a otros, mientras nuestra madre, tensa y con ademanes bruscos, nos servía a cada uno la comida en el plato. Entre risas y apetito, todos los hermanos llenamos la mesa de griterío y empellones, sin dejarnos afectar por las discusiones de los mayores. 

Nuestra madre no comía. Nos recorría a cada uno con su mirada inmóvil, callada, mientras su rostro se mostraba cada vez más lívido. Trenzaba los dedos de ambas manos sin parar, unas veces en posición orante, otras chasqueando los nudillos. Hipnotizada, ausentada de la alegría de los niños, hincaba sus codos robustos sobre el tablero de la mesa como un símbolo de su arraigo en la casa. Pero como aquella era una actitud ya sabida, la respuesta a un agotamiento pasajero por el desfogue colérico que de ordinario duraba poco rato, nosotros no le dimos importancia. Fue cuando bajó del piso superior nuestro padre, embutido en su traje de los domingos, con una maleta en la mano, cuando todos comprendimos inmediatamente que sí, que en aquella ocasión nuestra madre había expulsado a nuestro padre de casa. 

Creo que ella no se lo esperaba. No habían mediado palabra y sin embargo ambos movían sin reserva ficha, y pulsaban una jugada de difícil ganador. No entendimos el juego. Sin embargo ellos actuaban en consecuencia. Y de qué manera. Mi padre fue hacia la puerta, serio y altivo. Interrumpió por un instante su pose para sonreírnos y se refugió nuevamente en su ceño. Aparentemente no dejaba traslucir enojo. Incluso su porte emitía una majestuosidad contenida como si se hallara ante una autoridad poderosa y no ante mi madre. ¿O tal vez no había nada más omnipotente que ella? La tenue pero franca sonrisa que nos dirigió nuestro padre la agradecimos todos, pero a mí me dividió. Por un lado, admiré su decisión contundente. Me agradaba que por fin él viera la situación con claridad. Probablemente yo era el único de todos los hermanos que supo captar su mundo interior vibrante y viajero. Muchos años después me confesó que no podía estar reprimiendo permanentemente sus sueños. Que se sentía agotado por su propia conducta, encauzada siempre a través de desiguales y efímeras apetencias. Que no podía soportar más los límites de sus propias actividades desordenadas. 

Fue un clamor impetuoso el que tuvo que escuchar mi padre a sus espaldas al llegar al zaguán. “Vete de una vez", bramó mi madre. "Que te mantengan tus sueños. Que te enriquezcan tus inventos. Que te den de comer tus bondades para con otros. Que te hagan feliz tus amantes. Ya volverás con la cabeza gacha cuando te apagues “. Nunca regresó mi padre. A partir de aquel día todos crecimos más deprisa.


sábado, 2 de marzo de 2013

el mutilado


(Fotografía de Dieter Appelt)



“Los vivos se apoyan en los vivos. ¿Se ha visto alguna vez que los muertos respalden a los que se quedan en esta orilla?”, solía responder el antiguo fresador Herman Oder a quienes se compadecían de su estado. No obstante, se consideraba a sí mismo un mutilado afortunado. Podía caminar, si bien con lentitud y un movimiento algo exagerado del cuerpo, e incluso exhibir cierta altivez. Piernas acortadas. Bastones de cada mano. Precisión quebradiza en sus pasos. Era como reaprender lo funcional de la vida. No podían otros decir lo mismo. Mancos que deambulaban amargados, llevando colgado del cuello un cajetín con cigarrillos y caramelos de menta. Amputados de medio cuerpo que parecían guiñoles sobre pequeñas plataformas con ruedas, apostados a la entrada de los teatros o de los túneles. Monstruosos bultos que en el buen tiempo eran sacados a pasear por algún familiar, envueltos en una sábana, sobre una carretilla adaptada para la circunstancia. Había un caso extremo -¿acaso alguno de ellos no era sino una desgracia excesiva?- particularmente abominable y de difícil aceptación. El mutilado de rostro,  cuyas facciones se habían borrado  de tal modo  que se juntaban las huellas de unos ojos casi desaparecidos con lo que quedaba de unas orejas o con el residuo de una boca achicada. Desfigurados por los ácidos de las bombas más macabras, eran conocidos como los fantasmas, sufriendo también el rechazo de los demás lisiados. 

Aunque a las autoridades les molestaba cada vez más la imagen que ofrecían por las calles los mutilados, condescendían de mala gana. Les venía muy bien utilizarlos para los discursos como ejemplo de heroicidad en una guerra que se había perdido. El agradecimiento por los servicios prestados se quedaba en una vacua exaltación que nada aportaba a los forzados indigentes. Una guerra ganada habría proporcionado también seguramente este tipo de vidas infaustas, pero percibirían al menos una pensión menos mísera y probablemente unos cuidados que hicieran más digna su existencia. Herman, desde su posición más privilegiada, se creía en la obligación de erigirse en portavoz de las voces que no pronunciaban los demás. Incluso de la queja y la denuncia. No soportaba el lamento y mucho menos la resignación. “Las familias han agradecido más recibir a sus muertos”, decía con tono de imprecación. “Al menos, en medio de esta escasez, ya no tienen cargas que cuidar ni inútiles que alimentar”. Para muchos de sus colegas de la desgracia se había convertido en un profeta, no solo poniendo el dedo en la llaga de la abyección de una guerra, sino advirtiendo sobre la propia humillación que les castigaba con la dureza de las privaciones de los años posteriores . 

Herman el fresador no se andaba con tapujos. Muchos le consultaban, acuciados entre la miseria y la desesperación. “Voy a pedir que me tiren al tren”, le decían unos. “O ya he hablado con mis hermanos acerca de si están dispuestos a ahogarme en el río”, le hacían otros la confidencia. Él los entendía, pero se resistía a animarles a dar el paso. Consideraba que si la gente se suicidaba constituiría un triunfo más del Estado que les había conducido a aquel oprobio. La policía sabía de aquellas consultas al improvisado líder de los tullidos. Muchos ya habían desaparecido pero la racha de suicidios había disminuido considerablemente desde que se acercaran a él. Era como si de pronto aquella legión de desecho humano quisiera vivir. De mostrarse hasta entonces amargados, huidizos y violentos en ademanes y en palabras, incapaces de concebir una sonrisa franca, en poco tiempo manifestaban una mayor locuacidad, cierta bondad inédita y hasta un punto de concupiscencia que por sí misma daba idea de que recuperaban ganas de vivir. Se sentían capitaneados por un hombre cuya esperanza parecía consistir en no perder la esperanza. Algo ilusorio tras tantas desdichas en sus cuerpos y en su entorno. 

Una mañana, el fresador tullido no fue visto por las avenidas ni por las callejuelas que solía transitar para encontrarse con los mutilados. Al cabo de dos días corrió la voz de que su cadáver había aparecido con heridas recientes flotando en uno de los canales que recorren la parte oeste de la ciudad. No salió nada en los periódicos porque estos prestaron mayor atención a dos líderes políticos, un hombre y una mujer, que también habían sido hallados asesinados en las aguas del río principal. La ingente horda de los minusválidos desfiló ante la casa de Herman el fresador casi paralelamente a la que tuvo lugar ante los revolucionarios muertos. Fue una lenta y zarrapastrosa procesión de la indigencia y de la mutilación. También de la dignidad y del clamor antibélico. Sabían que aquel día habían perdido a tres líderes. Pero sobre todo sentían el suyo propio como solo quienes han sido engañados en los frentes de batalla pueden comprender.