...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

miércoles, 29 de mayo de 2013

la audición


(Fotografía de Vivian Maier)


La chica no respondió al saludo del hombre cuando éste se sentó frente a ella en el autobús. La cortesía habitual en él tropezó con la abstracción de la joven. Llevaba puestos unos auriculares y él dedujo que era una más de esta gente moderna que se traslada a todas partes oyendo su música elegida. La chica cerró los ojos. El hombre contempló su ausencia expresiva, apenas quebrada por unas manos que se deslizaban tenues una sobre otra, sin agitación ni brusquedad alguna. En vano esperó un gesto más vivo. Un tamborileo de los dedos, la vocalización imperceptible de los labios, una oscilación rítmica y prudente de los pies. Algo que delatara qué música podía estar escuchando. La chica solo abría lo ojos cuando se producía algún movimiento de viajeros que bajaban o se acomodaban. Luego retornaba a aquella concentración que la aislaba del mundo. En uno de los frenazos del vehículo la joven pareció despertar de su enajenación. Él aprovechó la circunstancia. “Este recorrido depara siempre muchos sustos”, dijo afable. “Sí”, respondió la chica, sin mayor calidez pero con suavidad. Al hombre la parecía que la dulzura de un monosílabo suele hacerlo atractivo pero también equívoco. Aun sabiéndolo no pudo resistirse a la tentación de complacerse en iniciar una conversación. Arriesgándose insistió. “Debe ser bonita la música que escuchas, vas tan concentrada…” La joven le miró con unos ojos claros que traslucían la humedad de una ausencia. “Sí, lo es”, contestó escuetamente. El hombre entendió el mensaje y buscó la manera de corregir. “Bien, disculpa, te dejo que sigas empapándote de ella”, y renunció de este modo a no inmiscuirse más. Entonces observó que la chica se frotaba las yemas de los dedos, como si desmenuzara partículas invisibles. ¿Trataba de aprehender el aire? La mujer se llevó las manos a la altura de las orejas y se quitó los cascos. “Mira, a ti también te gustará”, le dijo mientras se los acercaba al hombre. Él los tomó cuidadosamente y se dispuso a oír lo que emitían. Aún dijo ella: “¿A que no puedes evadirte de lo que sale de ahí dentro?” El hombre cerró los ojos, sintió en su rostro la humedad del viento y que sus labios ardían como si los recorriera una extraña oleada de sal. Por inercia sus dedos se buscaron entre sí, percibiendo el punto de fricción que había visto antes en la joven. Siguió frotándolos en un juego que le enmudecía y le apartaba del viaje, de la gente que le rodeaba y de su propio acompañamiento interior. “¿De qué océano se trata? Solo siento viento, espuma y arena por todas partes”, dijo a la chica en un acceso de vuelta al mundo de los vivos. Y ella: “Solo hay un océano, pero está por todas partes; lejos y cerca, alrededor y muy dentro de nosotros. Nos golpea y nos engulle. Nos mece y nos saca de quicio. Son sus movimientos los que nos vuelven vulnerables”. La chica vio que al hombre también se le mojaba la mirada. Le percibió tan náufrago que temió por su vida. 


lunes, 20 de mayo de 2013

el deán


(Fotografía de Ralph Gibson)


El deán Arcimboldo Pastrani fue interrogado por la pecadora uno de esos días de debilidad del clérigo. “Dime, Archi, ¿es verdad lo que dijo el Señor de que entraremos nosotras en su reino antes que los hacendados?”, le preguntó. Arcimboldo Pastrani, ilustre responsable de la catedral de la ciudad alta, entregado pletóricamente al fervor de la sangre incesante no quiso tomar en consideración su pregunta. Siguió jadeando frenético, removiendo agitadamente las carnes de su constitución obesa, olvidado de toda otra vocación y ministerio que no fuera entregarse en ese momento al logro de la mayor de las eucaristías. La del placer. Asunción se dejaba hacer, conocedora exhaustiva de los puntos débiles del hombre sacro. Aquel ofertorio del deán, empeñado en convertir en sacrificio el cuerpo de la puta, dejando de lado complejos de culpabilidad para los que él tenía en sus manos el poder carismático de exorcizar posteriormente, no había sino comenzado. ¿Cómo iba a interrumpir la ceremonia para la cual se había revestido con todos los atributos que la lascivia había ungido dentro de él? Ella insistió. “Lo dijo, en no sé qué sitio está, pero lo dijo. Y yo quiero saber si tendremos prioridad para entrar al cielo no solo por encima de los hacendados o los comerciantes ricos, sino también sobre los generales, los arzobispos y los policías chungos que suelen venir por aquí”. El respetable deán Pastrani, con la mirada en blanco y  voz entrecortada respondió: “Luego te digo, luego te explico”. Asunción simuló apaciguar su curiosidad y puso en su ficción mayor empeño. Algo que no pasó desapercibido al buen clérigo. Incluso musitó con melosidad en los oídos del cura ciertas palabras obscenas, lo que desató la espiral de pasión del hombre augurando el pronto desenlace. “Dime que llegaremos antes y que seremos perdonadas”, insistió Asunción. “Dime que seremos acogidas y estaremos a la diestra del que manda allá arriba. Asegúramelo o tú te apeas ahora mismo y te quedas en tu purgatorio”, le dijo con una energía que sobreexcitó al padre. Arcimboldo Pastrani se encontraba en un punto en que había perdido la noción del bien y del mal, consagrando aquel instante como una ascensión irreprimible al cielo prometido. La afanosa Asunción comprendió que su quehacer estaba a punto de finalizar pero a la vez trató de chantajearle y sacar de él una respuesta satisfactoria sobre el tema de catequesis que solicitaba. “¿Verdad que haya sido yo lo puta que haya sido seré perdonada en las mismas puertas del paraíso, padre mío?”, clamó con tal entidad que desgarró al clérigo. El deán se estremeció de pies a cabeza, hincó su masa sobre la delicada llanura de la mujer y agitó aquel cuerpo deforme en medio de brutales convulsiones. Inmediatamente exhaló con un coraje verbal incontenible: “Bendita mía, tú desplazarás a Dios”.


viernes, 17 de mayo de 2013

pesa el crepúsculo


(Fotografía de Anders Petersen)



Ha sentido un cansancio general en todo el cuerpo. Será una gripe ordinaria, se ha dicho a sí misma La Guajira, con un tono de excusa tópica. El recurso a lo comúnmente admitido suele justificar cualquier incidencia de la vida. Sirve como exorcismo, para dar margen a que el cuerpo se manifieste más allá o que el malestar se repliegue en retirada. Sudar y quedarte fría, tenía que ocurrir, sigue dándole vueltas. El desayuno le ha entrado de mala gana. Hubiera vuelto a la cama, pero debe trabajar. Ha ventilado la habitación, cargada de miasmas, propios y ajenos. Está harta de esta actividad. ¿Harta? No sabría qué hacer y a estas alturas tiene categoría. Todos se lo reconocen. Vienen a visitarla desde lugares apartados de la región. Distingue entre su clientela a tres o cuatro artistas por sus manos y aspecto desgarbado. A varios curas, a los que su actitud inicial, pusilánime y dubitativa, les delata. A unos pocos hacendados, a los que se ve llegar ya de lejos. Hay también un sector de hombres difíciles de ubicar. Tipos comunes, de esos que te puedes encontrar por la calle habitualmente, piensa La Guajira. Son los más extraños, los que te exigen discreción una y otra vez, como si fueras poco menos que una chivata, cuando ellos no son nadie. También los más cobardes. Tíos que fantasean en sus actitudes y a su vez las reprimen. Hay ocasiones en que rozan lo absurdo, pero ¿acaso no están repletas las conductas de los hombres de gestos incoherentes? 

Ha salido a la terraza y nota que la fragilidad de su cuerpo es zarandeada por una suerte de melancolía. El recuerdo de la otra tarde. Tal vez el crepúsculo fue una señal, medita; un aviso de que la belleza nos acompaña y que la perdemos si no la tomamos de frente. 

Asunción ha entrado de sopetón y la ha pillado expuesta al aire que empieza a soplar desde Levante. “¿Quieres ponerte mala del todo?”, la ha reprochado. Pero la mujer se ha desabotonado con parsimonia la camisa y expone los pechos a una furia invisible que empieza a hacerse notar. “Estás loca, Guajira, ganas tienes de acabar en el hospital”. Ella solo piensa en el crepúsculo que fue. En el hombre que no retuvo. En la decisión que le faltó.


miércoles, 8 de mayo de 2013

el idealista


(Fotografía de Anders Petersen)



“Los hombres amamos a las putas”, dijo el hombre con voz templada. “Sí, os amamos aunque vosotras penséis otra cosa”, insistió. La Guajira asintió calladamente. Ella estaba allí para escuchar lo que fuese. De ordinario no estaba acostumbrada a oír nada especial. Solo obscenidades torpes y jadeos atropellados. Y aguantar, a ser posible a la mayor brevedad, movimientos mecánicos de cuerpos pesados y sudorosos. Las reglas marcaban que cada una de ellas debía conceder amablemente y dejar lo más satisfecho posible al cliente. El hombre temió el silencio de La Guajira. “¿No quieres que hable?”, dijo. “Di lo que quieras; total todo va por el mismo precio”, respondió tajante la puta. Luego se arrepintió del tono empleado. En cierto modo le gustaba que apareciera por allí un hombre que hablase con ella. Si todo aquello era una ceremonia contractual, ¿por qué no hacerla más entretenida y menos rígida?, pensó. Cambió el punto. “¿Por qué nos amáis?”, dijo a lo tonto pretendiendo tender un puente a la conversación. Pero no le dejó hablar. “Me cuesta creerlo. La mayoría de los que vienen por aquí solo muestran exigencias y que seamos para ellos una máquina de fantasías. Tú no tienes ni idea de a qué vienen por aquí los hombres”, y volvió a darle la sensación de haber utilizado con aquel idealista un estilo brusco. Pero no podía evitarlo. Ella no estaba allí para ser amada sino para cubrir el cupo diario. “Además, no me has visto antes nunca. Anda, cumple y déjate de historias”. Pero el hombre no se movió. Se había apoyado sobre el codo en aquella cama que más bien era una masa informe y antigua. Chirriaban los muelles y el cuerpo se hundía con desagrado. De pronto recuperó la iniciativa. “¿No os dais cuenta? Los hombres vienen a vosotras necesitados. Aman en vosotras a la madre perdida, a la esposa inexistente, a la novia que no alcanzan. A lo que no poseen ya o a lo que tienen pero no son capaces de mantener. Ellos llegan cargados de amor.” La Guajira le miró perpleja y saltó. “Sí, claro, y al pisar el umbral de la casa cambian. Ahora dirás que nosotras somos las diosas que vosotros perseguís. A las que tenéis que rendir culto para a cambio ser purificados, ¿verdad?” A cada intervención de la mujer se sucedía un silencio. Y a cada silencio, el hombre se distanciaba del acto para el que había pagado. “Se te pasa el plazo”, dijo ella. “Cumple o te echarán”. El cliente se puso en pie. “¿Aún tengo tiempo?”, preguntó. Ella afirmó con un gesto. “Ven, salgamos a la terraza”, propuso el hombre. “Mira que eres raro. Como quieras”, replicó La Guajira. Salieron y era la hora del atardecer. “¿Te gusta la puesta de sol?”, preguntó el cliente a la puta. Entonces ella olvidó por un instante la casa, la habitación fea, la cama desvencijada. Borró la imagen de sí misma para la ocasión. Ignoró olores del cuarto cerrado, la presión de otros músculos que trataban de tomar posesión de su cuerpo, la humedad de la piel de los machos, la dispersión precipitada de su líquido.  El hombre puso su mano en el talle de la chica. “¿Cómo algo que pasa tan veloz puede ser tan intenso?”, dijo mirando el crepúsculo. Entonces ella entendió que aquel hombre amase a las putas. 

La Guajira no le volvió a ver más. Recordarlo siempre tuvo algo de lamento. Pero su presencia efímera la reconfortó.