...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

domingo, 9 de febrero de 2014

el otro perplejo


(Fotografía de Robert Capa)


Nos han despertado con brusquedad y pocas palabras. El día aún oscuro y los hombres moviéndonos al son de las órdenes. Es un ejercicio, ha dicho un oficial. Hemos formado en el patio. Un cabo ha repartido armas y munición. Luego hemos subido a unas camionetas sin que supiéramos el destino. Nos mirábamos entre nosotros, nadie se atrevía a hacer preguntas. El viaje ha sido corto. Hemos llegado a la zona industrial abandonada, en el linde de la carretera que separa el extremo de la ciudad del bosque. Allí había un retén y varios hombres sin abrigar, tiritando y maltrechos, sentados en el suelo. Detrás, la instalación inhabilitada de los hornos donde se fabricó durante décadas el ladrillo para toda la región. Sus paredes, pura albañilería de la mejor calidad, están salpicadas de metralla. Más allá, las dos chimeneas, inútiles testigos de un tiempo desaparecido, despertando de la noche. Los del retén fuman y ofrecen cigarrillos a los detenidos. Nadie habla. Las únicas comunicaciones son el vaho y la desazón. Entre los detenidos he reconocido a un hombre con el que he compartido muchas vivencias en el pasado. No sé cómo ha podido llegar hasta este lugar, ni cómo se halla en esa situación penosa. Él no me ve a mí. Apenas hay luz. Tiene la cabeza hundida y la mirada absorta en el pavimento. Prefiero que no me vea. Las amistades en este momento no deben existir. Ya me lo habían advertido: encontrarás a viejos conocidos, tal vez a amigos que fueron íntimos, incluso a familiares. Haz como si no los reconocieras, eso me dijeron. La visión del hombre –no me atrevo en mi interior ni a llamarlo amigo- me ha puesto extremadamente nervioso. Lo disimulo hablando con el resto de la tropa. No hay duda alguna de que voy a formar parte del piquete. Sobran soldados, pero saben que tengo buen tino. No me libro. Trato de evitar los recuerdos. Las aventuras que compartimos ese hombre y yo, las inquietudes confesadas, las rebeldías arriesgadas. Cuanto menos recuerde mejor cumpliré las órdenes. Al fin y al cabo, yo no las he decidido. Maldito pensamiento con el que trato de justificarme. El miedo me sacude. Esto es una barbaridad, pero no tengo escapatoria. Como no la tienen toda esa fila de condenados sin aplicación de justicia alguna. Ellos dejarán de vivir. Yo saldré adelante, estoy con los que ganan. Los males de la conciencia siempre se superan. Eso dicen. Pero cuanto aprendimos juntos ese hombre y yo, como si fuéramos a levantar el mundo, no se olvida fácilmente. Ni los amores por los que apostamos. Cómo ignorar cuanto él hizo por mí, facilitándome relaciones con mujeres. No lo hubiera logrado con facilidad, debido a mi manera de ser callada y retraída. Todo eso no tiene precio. Maldita retentiva cuyo vuelo demoledor me alcanza. De pronto veo el rostro de su madre en la puerta de su casa, y a su padre llegando de la jornada agotadora de la usina, y los hermanos corriendo calle arriba del arrabal, y los tragos de clarete por las tabernas. Basta. No debo ejercitar la memoria. 

Empieza a dolerme la tripa. Un soldado de la compañía, que debe sentirse como yo, hace chascarrillos inocentes para distraernos. Va clareando. El oficial ordena que los vencidos se levanten. Algunos de ellos no lo hacen. Uno replica: tú no me mandas. El oficial no responde. Ordena al retén que les pongan en pie. Hay demasiadas armas para que ellos intenten un forcejeo estéril. La mayoría adoptan una actitud de indolencia. El que ha saltado antes arrastra a unos pocos a manifestar el desprecio y la insumisión. Pronto están todos de espaldas a la cerámica. Uno decide de pronto que no quiere ser ejecutado así. Lo expresa: si me matáis no quiero veros, me dais asco. Otro dice que él sí, que quiere mirar con odio a los verdugos. Lo dice de este modo retórico, como si se tratara de un mitin. En cierto modo lo es. Son las últimas palabras que puede permitirse. Me he colocado bastante atrás del piquete, quiero evitar que mi amigo me identifique. 

El alba permite ya el acto luctuoso. Es triste que algo tan bello y estimulante como un amanecer, símbolo siempre de la vida natural que nace cada día, se frustre con este crimen. Me bloqueo. He pensado en la palabra crimen, luego me estoy diciendo a mí mismo que eso es lo que vamos a cometer. Y yo, el soldado de mejor puntería, seré un asesino. Aunque luego me alaben los compañeros y hagan figurar el gesto del deber cumplido en mi hoja de servicios. La fila de los condenados es desigual. Todos tiemblan. Nosotros también, pero para ellos no hay esperanza. Un hombre en el extremo solloza, algunos escupen amargamente, varios más mascullan insultos. De frente o de espaldas, el frío ya les derriba antes de que suene la descarga. Mi amigo ha dado un paso al frente. Me mira fijamente. Sus labios pronuncian algo imperceptible, solo destinado a mí. El pelotón se ha preparado. El oficial, con voz aguardentosa, decide. Pronuncia el ritual fatídico de estos casos. Todos apuntamos. Mi amigo me sigue mirando. Desearía gritar, reclamar mi intervención. Tiene los ojos brillantes pero no emiten odio. Me protege y tengo la sensación de que siente lástima por mí. La descarga abate a todos los hombres. Mi amigo cae también. Yo no he disparado. Mi dedo ha traicionado al gatillo.