...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

jueves, 20 de marzo de 2014

las indagaciones


(Fotografía de Agustín Víctor Casasola)



A raíz de la desaparición de su padre, Adelina Aguinaga Mucientes pidió explicaciones al destino. Buscando pistas sobre el paradero de su progenitor, Adelina Aguinaga Mucientes registró palmo a palmo cada una de las propiedades. El amplio despacho en la Avenida del Libertador, la finca de descanso de los veranos tórridos en el llamado Oasis Beach, la confortable vivienda familiar con azotea en pleno ensanche de la ciudad moderna. Por buscar pidió permiso, y le fue concedido con total comprensión, para registrar la sede de la Sociedad de Cazadores, de la que su padre era secretario. Igualmente accedió, a través de un amigo clérigo, eterno enamorado en secreto de ella, a las dependencias de la Cofradía del Santo Misterio, cuya actividad era escasa pero en la que Agustín Aguinaga figuraba como Cofrade Mayor. Contactó también con el patrón del yate Iskra , de eslora pequeña, compartido de mutuo acuerdo entre las familias Aguinaga y Mucientes, y cuya navegación se reducía a un gasto anual de mantenimiento considerable y a un limitado periplo por aguas de las islas cercanas a la costa peninsular. En aquella tarea de indagación Adelina perdió o, mejor dicho, ocupó semanas enteras. Obsesionada por buscar una razón al incidente más que por hallar al protagonista del mismo bajó cajas, abrió armarios, descerrajó mesas, forzó pupitres contables, ordenó vaciar habitaciones y levantar tarimas, hizo desmontar estanterías cargadas de libros y prospectar oquedades de paredes y falsos techos. Hasta que un día, en las profundidades de un trastero vulgar, cuya inspección casi le pasa desapercibida, saltó un destello. Allí, entre algunos recuerdos de infancia de Agustín y los primeros libros de su aprendizaje escolar apareció un antiguo contrato de arrendamiento. Y en él una dirección: Paseo de los Rosales 555. Cuando Adelina Aguinaga Mucientes se personó en el caprichoso número 555 halló un inmueble deteriorado, en el que había un patio interior a través del cual se comunicaban viviendas de familias modestas. Llamó en la vivienda de la patrona y preguntó, exhibiendo una fotografía de buen tamaño de su padre: “¿Conoce a este hombre?” La mujer del 555 miró la fotografía y miró a Adelina. Tardó en responder: “No estoy segura. Se parece a un hombre apuesto y enigmático que venía por aquí hace tiempo. Pero este hombre parece más joven. No sé, tal vez no sea quien parece.” Adelina Aguinaga se incomodó. “Mírela bien –dijo- es muy importante para mí. Es mi padre, está gravemente enfermo y ha desaparecido.” “Si es idéntica persona, una de dos: o el hombre que venía por aquí, y usted dice que puede ser el de la fotografía, ha envejecido o se trata de otro individuo. Me cuesta reconocerle, no puedo saber si se trata del mismo”, dijo la mujer de la finca, y añadió: “De todos modos, puedo mostrarle el cuarto donde se alojaba aquel hombre que no ha vuelto por aquí. No volvió a alquilarse jamás y no por falta de inquilinos. El hombre que venía dejó pagado el arrendamiento por muchos meses.” Adelina Aguinaga Mucientes palideció. Respondió sin fuerza que sí, que se lo mostrara. Por primera vez empezó a sospechar de una doble vida de su padre.




sábado, 1 de marzo de 2014

el paciente fugado


(Fotografía de Sally Mann)


Cuando a Agustín Aguinaga le hicieron saber de su mal se quedó en blanco. Esa fue la impresión que causó al equipo médico, a su mujer y a los hijos, que fueron testigos de la aciaga noticia. Pero aquella ausencia repentina de la realidad por parte de Agustín Aguinaga no era bloqueo, ni shock, ni siquiera desconcierto. Antes de que procediera a racionalizar cuanto le habían informado su mente fue más sabia y le evitó el trago de una muestra de desesperación. Él, en aquel espacio blanco y luminoso de la consulta, sonrió levemente. El escenario no era en absoluto dramático. Los ventanales comunicaban la visión de una ciudad en pleno apogeo, una idea que siempre se asocia con la garantía del vivir. Las radiografías dibujaban un cráneo que parecía una obra de arte y que al mismo paciente le recordaba las calaveras en cristal de roca tallados bellamente por los aztecas. Las pruebas nucleares ofrecían un mapa de colores cuya belleza plástica estaba fuera de toda duda. La simpatía de la enfermera ofreciendo un café a los convocados en la consulta superaba cualquier protocolo formal. Una música relajante y medida se sumaba de manera benefactora al trago de la situación. El ambiente invitaba a una aproximación entrañable entre los reunidos y todos los elementos estaban dispuestos para proporcionar calma y evitar excitaciones siempre esperables. Los doctores adoptaban una actitud laxa y cordial. La esposa de Agustín Aguinaga permanecía expectante y lívida, pero mantenía una conversación que pretendía distendida. Los dos hijos no pudieron contener su afección y salieron de modo discreto, pero con cierta precipitación. 

El paciente permaneció reservado, sin ofrecer muestras de incomodidad ni desasosiego. Tras su aparente rigidez, Aguinaga se había abstraído del instante, del diagnóstico y hasta de la valoración del caso. Cuanto había escuchado momentos antes lo había aparcado en algún espacio secreto de su cerebro. Nadie de los presentes forzó la situación. Él dirigía su mirada a un territorio interior que preservaba de siempre y al que recurría en los momentos de confusión o de crisis circunstancial. Pensaba en aquel ámbito que protegía con fuerza dentro de sí y que a su vez le amparaba de un sufrimiento innecesario, al menos durante un cierto tiempo. Rescataba determinados momentos felices de su pasado, no los que ofrecían imágenes de movimientos y ajetreo, sino los que le aportaban el disfrute de la quietud. Se recreó especialmente en la arboleda de su infancia y se veía nuevamente contemplado absorto el curso del arroyo. Aquella actitud solitaria le proporcionaba bienestar entonces y le enajenaba ahora. Envidió aquella época en que las preocupaciones apenas existían y todo estaba pendiente de ser trazado. Enrocado en la contemplación de su paisaje íntimo y acogedor, se alejó de la conciencia. Los que le rodeaban dieron muestras de impaciencia y turbación. Con delicadeza trataron de atraer la atención del paciente. “Entonces, Agustín, ¿qué le parece que hagamos?”, oyó que le preguntaba afable pero apremiante el jefe del equipo médico. “Hay muchas probabilidades de éxito. La zona afectada está muy localizada y es fácil de aislar. La técnica es avanzada. La reposición será rápida. Los tratamientos posteriores están garantizados prácticamente al cien por cien para que eliminen cualquier posibilidad de recidiva. No tenemos la bola de cristal, pero, ah, disponemos de algo más perfecto: la capacidad de entrar en su cuerpo y corregir el mal y cualquier añadido que podamos encontrar por el camino.” La mera idea de que otras manos intervinieran sobre Agustín Aguinaga irritó sobremanera a éste. Él, que siempre había concebido unas manos para la caricia o para el arte, no podía soportar la idea de que entraran a saco en su cuerpo con todo el utillaje, como si fuera un automóvil o una lavadora. Se levantó, miró a los médicos, a los ayudantes, a su mujer. Se arrimó al amplio ventanal del edificio inteligente y dijo: “Mirad la nube de smog que va llegando. ¿Cómo vais a curar eso?” Luego se volvió a todos y sonrió con apacibilidad y bonhomía. “Dejad que lo piense”, comentó concisamente. Y se fue. 

El expediente médico donde se describía el mal de Agustín Aguinaga fue archivado provisionalmente. Nadie supo dar razón de él y nadie se presentó a pagar los gastos de las complejas y costosas pruebas a que le habían sometido. Alguien dijo que había sido visto en el valle de una región remota, en una choza a la orilla de un río. Pero las autoridades de la zona nunca dieron con él.