...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

lunes, 14 de abril de 2014

insolación


(Fotografía de Tina Modotti)


Tanta luz cenital nos abduce. Las demás mujeres ríen y se gastan bromas unas a otras. Hablan de un toro que han matado al otro lado del río, entre varias. La que baja corriendo por la cuesta trae un trofeo. Las risas se multiplican, yo me apeno. Nunca me ha gustado que maten a un animal y menos a uno de esa envergadura. No es que el tamaño me impresione más por sí mismo, tampoco me gusta que se aplaste a un ratón. Pero no sé qué tiene un toro ni desde cuándo lo admiro que saber de su caída me produce náuseas. Una de las mujeres dice que era un semental viejo, inservible. Eso dice del toro muerto. Yo la replico: "¿Y mientras sirvió?" Las demás corean con carcajadas mi salida. "Eres una ingenua, se nota que no eres de aquí." Eso me dicen, mientras desmenuzan los atributos del animal. La cebada está muy alta, demasiado madura. Desde esta parte del llano, si estás echada, no alcanzas a ver las casas blancas ni la fábrica de harinas. Me entretengo acariciando las espigas, pellizcando los granos en sus vainas, haciéndolos saltar. No corre aire y muchas nos protegemos con sombreros que hace el artesano de la aldea próxima. Otras con pañuelos estampados. Aquí todo es de la tierra. Las briznas de rastrojos que se meten en el pelo, las manos ásperas de las mujeres, los sudores, el agua fresca que se sube desde el pozo que hicieron a la sombra del cerro. Hasta el sol pertenece a la tierra. Allí arriba lo que hay es un dibujo cegador que se expande y que a la vez extravía sus contornos. Solo color inamovible. Su fuerza, sin embargo, está aquí, agitándose entre nosotras y el suelo. Siendo la hora del descanso casi ninguna duerme. Quien más o quien menos charla, provoca a otras, algunas se tiran pequeños terrones resecos, juegan a pelearse con complicidad. "Te acostumbrarás a esto", me dicen al verme pensativa. "A las costumbres, al trabajo, al desasosiego, a las bromas. Aquí no nos molestan ni los hombres", me asegura una de las más avejentadas. Iba a preguntarle por qué no había ningún hombre por esta zona, pero yo no hacía sino pensar en el toro. Me puse de pie, anduve en dirección a la parte alta. Pronto se me acercó una de las segadoras más jóvenes. "Sé lo que piensas", dijo divertida pero no burlona. "Cuando te cuenten la historia del pintor que apareció por aquí entenderás muchas cosas." Me sentí excitada por la novedad. Me planté ante la chica. "Dímelo tú. Qué pasó, quién era, a qué vino a este lugar tan ardiente." Ella, entonces, me adelantó y subió la loma a zancadas. El azul de sus pantalones me deslumbraba y la camisa, zarandeada a medida que aceleraba su carrera, parecía despegarse de su cuerpo. "Espera", le grité. Cuando llegamos al nivel en que el páramo formaba una remontada, la mies tapaba prácticamente la visión del paisaje, apenas unos metros. La luz extrema junto con el fulgor de su rostro por la fatiga me desconcertó. Me vi en su juventud y no vi más allá. Toda aquella luminosidad áurea se iba volviendo poco a poco morada. "¿Ves allá abajo?", dijo. El terreno comenzaba a rebajarse y agucé la mirada. "Solo árboles, muy lejanos, encinas o acaso nogales, no sé", dije. "No, más a la derecha", y sujetó mi cuello y lo ladeó en la dirección avisada. Quién sabe de dónde provenía aquella brisa estremecedora. Respondí mecánicamente. "Sí, allí..."

"Vamos señorita, no se quede de esa manera", escuchó Adelina Aguinaga la voz de la patrona a su espalda. "Es muy peligrosa una insolación a estas horas." Adelina despertó rígida y le pareció que el cuadro se había alterado de pronto. Buscó con la vista enmarañada entre las figuras de las mujeres. Se sintió confusa. La cabeza le ardía, tan pesada. Era como si el cuadro se fuera apagando lentamente.



martes, 8 de abril de 2014

las segadoras


(Fotografía de Sally Mann)


Tras el crujido de la puerta, un apartamento pequeño y oscuro, aunque no demasiado polvoriento. “Déjeme sola”, pidió Adelina Aguinaga a la patrona. Un dormitorio, una habitación como para estar y una cocina diminuta donde no se veían apenas huellas de haber sido usada, salvo el leve goteo de un grifo no bien ajustado. Abrió los cuarterones de la ventana del cuarto principal, si a este angosto espacio se le podía denominar así. Miró con desconcierto y tristeza los escasos objetos. Recontó sin apresuramiento, con devaluado interés. Un hallazgo que contrastaba con el resto de cosas le reclamó. En la pared, exuberante y de tamaño considerable, un cuadro de Ernesto Wilson Eguiagaray, el pintor que dicen que fue hecho preso por los rebeldes del Mato y del que no se supo más nunca. El óleo representaba un trío de mujeres de mediana edad que reían sentadas o encorvadas sobre el suelo de rastrojos de una era. Una cuarta mujer, más joven, venía saltando hacia ellas con los genitales de un toro en la mano. Al fondo campos de cereal sin segar. Mucha intensidad de luz, primando de modo extensivo los amarillos, en combate con los azules de los pantalones de las mujeres que pronunciaban voluptuosamente sus caderas y nalgas. Adelina juega con la luz de la habitación para observar el cuadro. El juego lo hace cambiante. Abre y cierra varias veces las contraventanas. Le parece que al proyectar la luz exterior sobre la pintura, de manera más o menos abierta, los colores se modifican sustancialmente. Los azules se diluyen ocultando parte del cuerpo de las mujeres. Los amarillos colapsan casi toda la superficie del óleo. Incluso las formas y los volúmenes se alteran. La paja se asemeja a un oleaje y la zona de mies no recogida recuerda a un acantilado. Las mujeres crecen o disminuyen en función de los colores. Como si hubiera una mano secreta e invisible que modificara la representación. “No puede ser”, piensa según proyecta la luz del ventanal como si se tratara de una linterna. “Aunque todo es posible. La luz obra milagros, pero esta obra es como si aún se estuviera formando. ¿Cómo habrá llegado hasta aquí? ¿Quién ha habitado de manera modesta este antro?” Se siente enajenada y sus preguntas parecen olvidar el objetivo por el cual ella se halla en aquel cuchitril. No sabe con quién asociar todo lo que se le ofrece a la vista y cuya inspección demora. Solamente el cuadro de Ernesto Wilson Eguiagaray, también llamado el insurrecto en los anales del arte y nadie sabe por qué, alguna historia de juventud posiblemente, le remite a una asociación de ideas que no lograr estructurar. “Papá y Wilson debían conocerse, ya sé que es una intuición mía. Pero un pintor conoce a mucha gente y a ello se debe que venda lo que pinta. Tal vez todo sea pura casualidad. Ni siquiera sé si por aquí ha pasado mi padre.” El lugar era angosto y el silencio abrumaba. De pronto la mujer se relaja, corre una de las sillas y se sienta de espaldas a la ventana abierta al aire y al mundo, frente a la escena de las segadoras que ríen. El sol que penetra potencia los colores. Bebe a morro de una botella de coñac que ha encontrado demediada. Siente la quemazón paulatina en la espalda y una extraña agitación. Se desabrocha los botones superiores de la camisa, descubre sus hombros, estira los brazos, expande la cabellera. Sabe que la somnolencia producida por el sol y el alcohol suele ser fatal. Asume el riesgo de dejarse perturbar allí mismo, ante una escena de segadoras. No entiende por qué no hay hombres en el cuadro, ni siquiera en la zona periférica. Cada vez las mujeres de la escena ríen más divertidas y sudan en exceso. “Si al menos diera con Wilson”, se le ocurre mientras lame sus labios que se van resecando.