...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

martes, 18 de noviembre de 2014

no un Sísifo cualquiera


(Fotografía de Lee Jeffries)




Le pusieron de nombre Sísifo por un capricho. Su abuelo, insigne archivero emérito, consideró que el personaje mitológico se merecía un hueco entre los humanos modernos. Cuando el nieto llegó no se anduvo con vacilaciones: todos sois unos sísifos y no os queréis enterar, sermoneó a la familia. Y añadió: Aquel hombre fue un héroe, mayor que todos los que lucharon en Troya y mucho más merecedor de reconocimiento que los dioses haraganes. Porque, a ver, si tuvierais que salvar a uno solo de toda aquella legión de mitos, ¿elegiríais entre los que se encontraron todo hecho o a quien no ve fin en el esfuerzo de seguir viviendo? No hubo cumplido dos años cuando Sísifo tuvo que escuchar de labios de su abuelo la historia del personaje que llevaba su nombre. A los seis ya preguntaba: abuelo, ¿toda la vida tendré que subir con la piedra a la montaña, tirarla al abismo, recogerla y volver a cargar con ella? Entonces, ¿de qué voy a vivir? En su mirada de niño creía que la piedra era tal, una roca inmensa con la que tendría que perjudicar la espalda, sin márgenes para otro quehacer. Cuando inició la pubertad, su abuelo le fue aleccionando en secreto: Te he puesto Sísifo pero no para que seas Sísifo, al menos no uno cualquiera, le informó un día con solapada complicidad. Pero todos creen que voy a ser como ellos, le respondió el niño. Que lo crean, pero tú huye a la primera que veas el camino expedito, le increpó el abuelo con rabia. En la familia, que quien más o quien menos se sentía burro de carga de las circunstancias que implican la supervivencia, confiaban en que Sísifo les superase y llegara a ser alguien. Los más egoístas incluso soñaban con que les redimiese de aquella vida de dificultades, siquiera para sobrellevar la vejez con cierta holgura. Con vistas a ello y puesto que el chico era despierto e ingenioso se plantearon darle estudios, hiciera falta el sacrificio que fuera. Por lo menos este chico llegará a catedrático, decían las visitas. O a juez, apostaban otras. ¿Por qué no a ministro?, llegó a pontificar a la ligera un pariente clérigo al que se le hacía la boca agua solo de pensarlo. Y Sísifo los miraba con ojos sumisos, ruborizándose y soplando el flequillo revoltoso que le cosquilleaba las cejas. El abuelo murió un mediodía gris de otoño, tras haber echado un trago de vino peleón al que era aficionado. Sísifo, antes de poner en aviso a la familia, limpió el hilillo granate que caía sobre el cuello del abuelo. Luego musitó un juramento furtivo, tal como el anciano le había enseñado que también había hecho Aníbal en la muerte de su padre. Con la mano en los labios del cadáver, dijo a modo de gesto solemne: No me quitaré jamás el nombre, pero en cuanto pueda tiraré la piedra para no volver a cargar con ella en esta vida. Apenas había cumplido los diecisiete años cuando Sísifo fue reclamado por una leva que movilizaba a los jóvenes de toda la comarca con objeto de defender no se sabía bien qué intereses de la nación. Se separó de la familia entre lloros de ésta pero nunca llegó a presentarse en el acuartelamiento. Un hortelano de las afueras de la pequeña ciudad, que fue el último en verle, contó unos días después que Sísifo le había comentado: No voy a dejar de llevar el pedrusco de mantener a la familia para tener que echarme encima una roca tan pesada y peligrosa que defienda a los señores. Muchos años después se habló de que en un país transoceánico había prosperado un comerciante de especias llamado Sísifo, del que los viajeros contaban que era atacado de manera cíclica por cólicos traviesos de riñón.



miércoles, 5 de noviembre de 2014

el arquitecto


(Fotografía de Joachim Malik) 


Dicen que ha sobrevivido a todos los vecinos del pueblo. Que un día, nadie sabe ya cuándo fue, se presentó en el lugar advirtiendo que su oficio era cuidar de los muertos. Enseguida se apresuró a aclarar que no tenía que ver con los trabajos funerarios ni con los enterramientos ni con las almas en pena, de lo cual ya se encargaban otros. Que él era simplemente un esteta, un recuperador de la imagen de los difuntos, y no solo de restos. Oficio que solo es posible tras una labor prudente y distanciada del tiempo, decía. El tiempo es el gran hacedor - pontificaba en ocasiones- y los humanos son sus acólitos. Se hizo cargo de un pequeño osario cuyos restos procedían de viajeros y peregrinos extraviados en la ruta. Allí, en el reducido cubículo abovedado situado sobre un leve promontorio, proyectó su visión personal del mundo de los vivos sobre el mundo de los muertos. Desde el zigurat de la memoria, como solía denominar al osario, ordenó y reordenó aquella dispersión de tibias, fémures, cúbitos, vértebras, pelvis, costillas, infinidad de huesecillos menores y, finalmente, calaveras. No trató jamás de ningún modo de reconstruir con aquel material disperso esqueletos completos porque, afirmaba severo, no es misión del hombre restaurar lo que no tiene vida. Él simplemente limpiaba el sarro de los huesos, los apilaba, entrecruzaba unos con otros, daba prioridad a los más representativos, aseguraba la estabilidad de los débiles a través de descargas ingeniosas que se apoyaban en los más sólidos. En fin, formaba con ellos arquitecturas, que en modo alguno se correspondían con la configuración anterior de un esqueleto. Éste era su humilde propósito, realzar el valor de todo aquel continente de los cuerpos, proyectándolos más allá de su dimensión en vida. Cuando le preguntaban de dónde le había venido aquel arte él respondía: el cuerpo humano es arquitectura dinámica, espacio en continua renovación sobre sí mismo. Soporta todos los ciclos de la existencia y se modifica y adapta en función de las necesidades que los años imponen a los hombres. Al ver que sus interlocutores asentían con sorpresa y, a su vez, reconocían su pizca de sabiduría aquel hacedor de arquitecturas humanas se extendía aún más en sus observaciones. El cuerpo humano -comentaba exultante- es la edificación más consecuente y completa porque reúne todos los elementos: la materia prima que es y no es solo la bruta, la técnica de depuración sobre sí mismo, la disponibilidad pausada de los días, los mecanismos adecuados de levantamiento del edificio carne, el ajuste dinámico de las fuerzas que lo erigen y, naturalmente, el sentido final para el cual es levantado. ¿Quieres decir que con ese objetivo persigues el reconocimiento eterno y la gloria de Dios?, le provocaban los más clericales. Pero él no se achicaba, sino que peroraba seguro de sí mismo: Quiero decir que el cuerpo es el más excelso templo de la materia, la mayor gloria que el azar y la confluencia de las fuerzas físicas han podido disponer para el disfrute de nuestros días pero que también, desgraciadamente, padece nuestros descuidos y limitaciones. Aún le daban la vuelta de tuerca sus oponentes. Pero lo que haces es una arquitectura destinada a ser ceniza, le respondían tratando de apuntillar sus argumentos. Y el arquitecto de muertos aseveraba sin perder los papeles: ¿Os parece polvo y olvido toda esta construcción donde los hombres que fueron antes han dado paso a ser un hombre único? ¿Hay mayor gloria que reconstruir para nuestros antepasados otra dimensión con sus huesos antes de que se pudran en la tierra? Fue entonces cuando el viejo herrero de la aldea, solitario y de vuelta de todas las ingratitudes de la vida, habló: Nunca fui bello ni letrado ni creí en las promesas sobre una eternidad por parte de aquellos que han vivido cómodamente de hacer promesas. Lo mío fue golpear el yunque y poco más. Estoy enfermo y apenas me queda algo por ver. Apúntame para esa otra existencia que tú creas y que, al menos, puedo saber cuál va a ser.