(Fotografía de Dieter Appelt)
Nunca se supo por qué en las ciudades cundió aquel hedor. Las calles y plazas olían mal. Las gentes olían mal. Los desperdicios resultaban insoportables. Desde los basureros de extramuros una invisible masa fétida se desparramaba sobre las poblaciones. Las albercas se mostraban pútridas y los ríos no generaban corriente limpia. Los enfermos redoblaban sus miasmas hasta hacerse insoportable respirar. Muchos morían porque el oxígeno no les llegaba a los pulmones. Las viviendas permanecían clausuradas para que no entraran los efluvios desde fuera y a su vez se generaba en ellas un hálito irrespirable. Las emanaciones fecales se concentraban por cualquier espacio de las casas y la falta de lluvias agravaba la situación. Algunos habitantes se iban acostumbrando, al precio de ver alterada su capacidad olfativa. Comían por comer, bebían sin gusto, no distinguían los olores tradicionales de las cocinas. Los mercados suministraban verduras y frutas y carnes que o bien ya desprendían un olor corrupto o bien los vecinos no sabían apreciar por carecer de su olfato habitual. Proliferó la venta de productos de limpieza y artículos odorantes, cuyo abuso no hizo sino aumentar el almizcle de animales y humanos. Nada distraía aquella mezcla tóxica de olores. La gente se refugiaba en el sueño. Y los que podían dormir varias horas sin despertarse inquietos o fatigados contaban. Que habían ascendido a un monte donde todo era claro y se percibía el frescor de los juníperos y las sabinas. Que corrían por la vega de un arroyo cuyo curso aumentaba limpio y rápido. Que subían y bajaban de los cerros percibiendo la brisa refrescante y amable de la lavanda y la melisa. Que cuidaban un establo donde el olor a la ganadería era el que había sido siempre y su mensaje era de vida. Que los niños correteaban por las calles y los ancianos salían al relente de la tarde. Pero al despertar se sentían nuevamente presos del desconcierto, que es de por sí algo pestilente y mórbido que envenena las mentes de los hombres. Y aquella otra oleada que sacudía los cerebros era tan hedionda como la que respiraban los pobladores. Y decían: todo esto sucede por la llegada en masa de extranjeros. Y otros: que los sistemas de higiene, con tanta restricción de agua y la limpieza deficitaria, son la antesala de las enfermedades. Y algunos más: nunca debimos aventurarnos a importar productos que no eran de nuestro suelo. Nadie quería mencionar la palabra clave. Desde el gobierno de las ciudades insistían una y otra vez que la peste era algo que pertenecía al pasado, y que la situación era estacional, transitoria. “Parece que hoy huele menos”, decían los optimistas. “Somos muy negativos, no es para tanto”, comentaban los más fieles a las autoridades de la comunidad. “No es constante, seguro que cesa pronto”, aseveraban aquellos que habían perdido del todo el olfato. Cada ciudadano se aferraba a una explicación que diera pábulo a sus deseos, y se rendían a sus obsesiones o se dejaban regir por los prejuicios. Empezaron a comer alimentos que olían mal y cuyo estado era deplorable, porque no habían previsto las dificultades de su conservación. A veces no sabían si lo pestilente procedía de los productos o eran sus bocas las que emitían suciedad. Las vísceras de los habitantes formaban parte ya de la cadena hedionda que dominaba la vida de las ciudades. Entrampados en sus propios límites, muchos procuraban alejarse de su ciudad pero volvían al poco tiempo porque, decían, no había hallado otra donde recuperar la saludable vida anterior. “Estábamos acostumbrados a los propios olores y a compartirlos con nuestros vecinos, y los asimilábamos mejor”, afirmaban resignados. Y añadían: “Si no hay otra solución siempre será más aceptable preservar el olor de la costumbre, por muy extremo y agudo que sea. Los olores de otras regiones son más difíciles de soportar que los que nosotros hemos generado”. Aun no creyendo nadie en la adaptación definitiva a la podredumbre, la idea de que su mierda era protectora porque era suya fue cundiendo entre los habitantes. Surgieron detractores de la situación, profetas oportunistas, charlatanes que pregonaban la salvación ocasional. Pero fue un ciudadano ordinario el que tuvo la ocurrencia de decirlo en público: “Si todo se corrompe es porque nuestra materia contiene esa posibilidad. Si nos abandonamos, nuestra salud decaerá. Si no indagamos las causas que han llevado a este desastre pereceremos todos.” Los regidores de la ciudad ordenaron encarcelarlo porque sus palabras producían inseguridad.
Para su sorpresa, en aquel calabozo oscuro y húmedo el hombre percibió el fondo de la tierra. Olía la entraña, respiraba el aire limpio que emergía de ranuras apartadas, saboreaba territorios distantes no contaminados por el tufo de la superficie de la que había sido secuestrado. Fue allí dentro donde concibió esperanza.