Nadie que no haya pasado nunca una noche en un cementerio o en un museo o simplemente en una fábrica abandonada puede intuir las sensaciones cruzadas que se perciben. No, no teman quienes odian los tópicos o los relatos rancios. No voy a hacer una relación grotesca invocando horrores o transmitiendo escalofríos. Siempre sospeché que sería un mal guionista de películas de serie B, algo que considero un despropósito. Esta va a ser la cuarta noche que me dispongo a pasar en el museo, atrincherado en el tedio, con pocas esperanzas de resolver la fantasiosa situación que me ha tenido obsesionado. Empiezo a tener la convicción de que el asunto es una ruda invención a la que hemos entrado al trapo. Todos, la dirección del museo, la policía, el alcalde, el público. ¿No será acaso lo que se persigue sino una puesta en escena gratuita que mantenga entretenida y en vilo a la ciudadanía? Algo, al fin y al cabo, inocuo, sin sangre, sin perjuicios, sin costes aparentes. Si fuera así, las investigaciones habría que dirigirlas hacia otro lado, y tendrían que llevarse a cabo fuera de las salas de las estatuas, tal vez en los despachos de alguna autoridad o en la redacción de los periódicos amarillos, pero no me contrataron para eso. He decidido, por lo tanto, salvo que esta noche obtenga una pista nueva y clarificadora, abandonar el caso y largarme lejos. El clima de la ciudad me hastía.
Algo he sacado en limpio de mi permanencia estas noches en la más absoluta soledad entre las imágenes antiguas. El descubrimiento de éstas a través de luces mortecinas, en medio de la oscuridad más o menos total y bajo el silencio más profundo. Acostumbrados como estamos a contemplar las estatuas potenciadas por la luz, entre la algarabía de turistas y escolares, no valoramos lo que realmente ocultan. Porque ¿qué ven de día los visitantes? Simples alegorías y unas formas clasicistas que consideran excesivamente sagradas y carentes de alma. Los visitantes contemplan las imágenes valorando la perfección de las formas, o al menos eso dicen. Ven la expresión de alegría, dolor, poder o sumisión como la narración continuada del mito. Pero siempre algo ajeno a ellos mismos, sin que casi nadie se sienta afectado o simplemente rozado por lo que contienen. Todo el mundo dice valorar la imaginería clásica, pero nadie se da por aludido en sus emociones. De día, la galería es una verdadera sede de espectros cuya contemplación es vacía. Y si las estatuas no comunican, si no llegan a los vivos, miles de años después de estar talladas, ¿con qué fin han sido ejecutadas?
Pues bien, he descubierto que sí, que su mensaje permanece vivo, pero que somos nosotros quienes no sabemos percibirlo. Ellas están cargadas de movimiento, de acción, de revelaciones. ¿Por qué nos parecen, no obstante, tan hieráticas? Yo, que ahora mismo no veo apenas nada ni escucho sino lejanas corrientes de aire golpeando las vidrieras altas de las salas, estoy teniendo la sensación de que hay otras vidas más allá de la exhibición a que se ven sometidas las imágenes. No me cabe duda de que la serpiente está desgarrando el esfuerzo del Laocoonte y su prole, que la Venus salta de alegría al mirarse en el espejo, que el niño se resiente al quitarse la espina del pie o que el efebo apolíneo se despereza para contemplarse en su propia belleza canónica. Pero ¿cómo podría yo demostrarlo? La gente no tiene imaginación y, debido a ello, pide pruebas. Pues bien, tal vez las pruebas son las que eliminan la fantasía y, por lo tanto, la capacidad del hombre para entender lo que expresan las estatuas. ¿Pasarían los escultores largas noches a oscuras con sus obras, a medida que las iban finalizando o una vez acabadas? ¿Sería ese acompañamiento en tinieblas lo que haría que al día siguiente los artífices corrigieran una expresión, reactivaran un movimiento en el cuerpo o redujeran el volumen?
La noche me está permitiendo ver lo que no muestra la luz del día. No lo inmediato ni lo que me ha traído en principio hasta aquí, sino lo inesperado. Aquello que siempre intuía en la obra de arte antiguo pero no llegaba a entender. El interior del hombre que se manifiesta discreto pero intenso en las estatuas. Que se oculta a los que desprecian el saber, a los que no se aventuran a descubrir la vida a fondo, a los que no se apasionan. Quiero creer que las noches pasadas aquí dentro me están sirviendo no solo de lecciones sobre el legado de los creadores clásicos, sino también de conocimiento de mí mismo. Porque, ¿no puedo ser una de estas imágenes apuradas por la desesperación, ahítas de belleza o atrevidas en las propuestas del instinto? Día a día me he mirado a mí mismo y he tenido la sensación de ser una estatua rígida y hueca. Sin embargo, la compañía nocturna y entrañable de estas otras me abren, me cambian, se apoderan de mí. ¿Y si cuando abandone el caso no me reconozco en el hombre que fui antes?