(Fotografía de Vivian Maier)
La chica no respondió al saludo del hombre cuando éste se sentó frente a ella en el autobús. La cortesía habitual en él tropezó con la abstracción de la joven. Llevaba puestos unos auriculares y él dedujo que era una más de esta gente moderna que se traslada a todas partes oyendo su música elegida. La chica cerró los ojos. El hombre contempló su ausencia expresiva, apenas quebrada por unas manos que se deslizaban tenues una sobre otra, sin agitación ni brusquedad alguna. En vano esperó un gesto más vivo. Un tamborileo de los dedos, la vocalización imperceptible de los labios, una oscilación rítmica y prudente de los pies. Algo que delatara qué música podía estar escuchando. La chica solo abría lo ojos cuando se producía algún movimiento de viajeros que bajaban o se acomodaban. Luego retornaba a aquella concentración que la aislaba del mundo. En uno de los frenazos del vehículo la joven pareció despertar de su enajenación. Él aprovechó la circunstancia. “Este recorrido depara siempre muchos sustos”, dijo afable. “Sí”, respondió la chica, sin mayor calidez pero con suavidad. Al hombre la parecía que la dulzura de un monosílabo suele hacerlo atractivo pero también equívoco. Aun sabiéndolo no pudo resistirse a la tentación de complacerse en iniciar una conversación. Arriesgándose insistió. “Debe ser bonita la música que escuchas, vas tan concentrada…” La joven le miró con unos ojos claros que traslucían la humedad de una ausencia. “Sí, lo es”, contestó escuetamente. El hombre entendió el mensaje y buscó la manera de corregir. “Bien, disculpa, te dejo que sigas empapándote de ella”, y renunció de este modo a no inmiscuirse más. Entonces observó que la chica se frotaba las yemas de los dedos, como si desmenuzara partículas invisibles. ¿Trataba de aprehender el aire? La mujer se llevó las manos a la altura de las orejas y se quitó los cascos. “Mira, a ti también te gustará”, le dijo mientras se los acercaba al hombre. Él los tomó cuidadosamente y se dispuso a oír lo que emitían. Aún dijo ella: “¿A que no puedes evadirte de lo que sale de ahí dentro?” El hombre cerró los ojos, sintió en su rostro la humedad del viento y que sus labios ardían como si los recorriera una extraña oleada de sal. Por inercia sus dedos se buscaron entre sí, percibiendo el punto de fricción que había visto antes en la joven. Siguió frotándolos en un juego que le enmudecía y le apartaba del viaje, de la gente que le rodeaba y de su propio acompañamiento interior. “¿De qué océano se trata? Solo siento viento, espuma y arena por todas partes”, dijo a la chica en un acceso de vuelta al mundo de los vivos. Y ella: “Solo hay un océano, pero está por todas partes; lejos y cerca, alrededor y muy dentro de nosotros. Nos golpea y nos engulle. Nos mece y nos saca de quicio. Son sus movimientos los que nos vuelven vulnerables”. La chica vio que al hombre también se le mojaba la mirada. Le percibió tan náufrago que temió por su vida.