(Fotografía de Jorge Molder)
“Ya sé que no tiene usted por qué creer a un desconocido, y mucho menos quererlo”. Así empezó la carta. “Creer y querer son dos verbos a cual más disputados. Como si entrañaran dificultad en conjugarse. Son dos verbos que probablemente engañan a primera vista. Todos nos apuntamos a creer y a querer por inercia. Ciertamente eso sucede de modo más enfático cuando se es joven. A cierta edad te atreves menos a pronunciar con contundencia un yo creo o un yo quiero…Pero ambos términos nos persiguen. ¿Beberán de la misma fuente?, me pregunto con frecuencia. ¿Se puede querer sin conceder un mínimo de credibilidad a la persona? ¿Se puede creer en ella sin sentir, de algún modo, interiormente, un acercamiento? Las palabras no existen en una naturaleza abstracta. Se interiorizan para expresar nuestro instinto profundo. Y lo que llevamos dentro es, probablemente, otra cosa. Sentimientos, apetencias, atracción. ¿Más palabras?, me diría usted. Ya ve, tengo la impresión de que es su ausencia la que las convoca. Esta especie de desazón que me va embargando al no saber nada de usted. Saber. Otro verbo crucial en nuestras vidas. Con todas sus direcciones y sus sentidos, con todas sus intenciones y límites. He preguntado algunos días por la mujer del perrito al camarero del café; lo he hecho discretamente. El último día no tuvo reparos: qué más quisiera uno que darle satisfacción, señor. Eso me dijo. El último día fue ayer. Sentarme en ese lugar era antes algo ocasional. Ahora soy un asiduo. A veces tengo la sensación de que todo el mundo está pendiente de mí que, no obstante, mantengo las formas. No soy un adolescente para mostrar nerviosismo. Además, puedo asegurarla que no pierdo el tiempo. Repaso la prensa, avanzo en alguna de mis últimas lecturas, tomo notas de mis propias ocurrencias. Hoy he querido dar un paso más. Escribirle esta carta. Sin saber bien qué decir, sin estar seguro de que pueda ser enviada, puesto que desconozco una dirección. Pero queriendo que usted entienda las acechanzas que van rodeándome. Que a estas alturas me inquiete una presencia no real, pero deseada, tiene algo de espectro que intenta apoderarse de mí, ¿no? Usted me diría ahora mismo: desear, he ahí otro verbo con su matiz, que a veces es un saco roto y otras una sugerencia muy precisa. Deseamos para cubrir carencias y acaso deseamos para destrozar las pertenencias. Oh, no quería decir esto. Llega un momento en que las experiencias vividas en el pasado se mezclan y perturban. No voy a borrar, no obstante, lo dicho. Que sepa usted que detrás de mi apariencia también hay un margen de confusión y de debilidad. Reconocerlo, ¿no es una manera de brindarle una aproximación? Tal vez usted prefiera ignorarme al hacerle estas confidencias. Correré el riesgo. Pero hágame saber…”
Llegado a este punto dudó si seguir o romper la carta. Pidió un calvados para paliar su desconcierto. Estaba escribiendo a un fantasma.