...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

martes, 26 de febrero de 2013

inconclusa


(Fotografía de Jorge Molder)



“Ya sé que no tiene usted por qué creer a un desconocido, y mucho menos quererlo”. Así empezó la carta. “Creer y querer son dos verbos a cual más disputados. Como si entrañaran dificultad en conjugarse. Son dos verbos que probablemente engañan a primera vista. Todos nos apuntamos a creer y a querer por inercia. Ciertamente eso sucede de modo más enfático cuando se es joven. A cierta edad te atreves menos a pronunciar con contundencia un yo creo o un yo quiero…Pero ambos términos nos persiguen. ¿Beberán de la misma fuente?, me pregunto con frecuencia. ¿Se puede querer sin conceder un mínimo de credibilidad a la persona? ¿Se puede creer en ella sin sentir, de algún modo, interiormente, un acercamiento? Las palabras no existen en una naturaleza abstracta. Se interiorizan para expresar nuestro instinto profundo. Y lo que llevamos dentro es, probablemente, otra cosa. Sentimientos, apetencias, atracción. ¿Más palabras?, me diría usted. Ya ve, tengo la impresión de que es su ausencia la que las convoca. Esta especie de desazón que me va embargando al no saber nada de usted. Saber. Otro verbo crucial en nuestras vidas. Con todas sus direcciones y sus sentidos, con todas sus intenciones y límites. He preguntado algunos días por la mujer del perrito al camarero del café; lo he hecho discretamente. El último día no tuvo reparos: qué más quisiera uno que darle satisfacción, señor. Eso me dijo. El último día fue ayer. Sentarme en ese lugar era antes algo ocasional. Ahora soy un asiduo. A veces tengo la sensación de que todo el mundo está pendiente de mí que, no obstante, mantengo las formas. No soy un adolescente para mostrar nerviosismo. Además, puedo asegurarla que no pierdo el tiempo. Repaso la prensa, avanzo en alguna de mis últimas lecturas, tomo notas de mis propias ocurrencias. Hoy he querido dar un paso más. Escribirle esta carta. Sin saber bien qué decir, sin estar seguro de que pueda ser enviada, puesto que desconozco una dirección. Pero queriendo que usted entienda las acechanzas que van rodeándome. Que a estas alturas me inquiete una presencia no real, pero deseada, tiene algo de espectro que intenta apoderarse de mí, ¿no? Usted me diría ahora mismo: desear, he ahí otro verbo con su matiz, que a veces es un saco roto y otras una sugerencia muy precisa. Deseamos para cubrir carencias y acaso deseamos para destrozar las pertenencias. Oh, no quería decir esto. Llega un momento en que las experiencias vividas en el pasado se mezclan y perturban. No voy a borrar, no obstante, lo dicho. Que sepa usted que detrás de mi apariencia también hay un margen de confusión y de debilidad. Reconocerlo, ¿no es una manera de brindarle una aproximación? Tal vez usted prefiera ignorarme al hacerle estas confidencias. Correré el riesgo. Pero hágame saber…” 

Llegado a este punto dudó si seguir o romper la carta. Pidió un calvados para paliar su desconcierto. Estaba escribiendo a un fantasma.


jueves, 21 de febrero de 2013

monólogo


(Fotografía de Saul Leiter)


Qué sabe nadie de nuestro sufrimiento. No saben pero bien lo causan. Echan tanta leña al fuego. Por qué tenemos que vivir conforme a sus reglas. El chico merecía que le dejara la bici en condiciones. No es como los otros. Se le nota en la mirada, en la actitud. No me ve como el pobre hombre que dicen los demás que soy. Si este chico estuviera aquí todo el año probablemente sería de la misma ralea. No sé. Es difícil saber si uno es como es por su propia naturaleza o por el influjo de los demás. Me pregunto si se acordará de mí cuando se vaya. Si me cae bien no es por su familia. Ni su familia ni las demás del barrio son justas conmigo. Pusilánime: eso es lo que me llaman. El chaval no. Él es tan diferente. Está siempre pendiente de mis palabras. Observa los trabajos que hago. El otro día me dijo que podía enseñarle a arreglar bicicletas. Le contesté que este oficio no lleva a ninguna parte. Él no se mete en mi vida. Me habla de la ciudad de donde viene a pasar todos los veranos. Una ciudad del sur de la que yo no había oído hablar mucho. Allí son otros aires. Puede que haya de todo, pero tanta hipocresía como aquí lo dudo. Cuánto oprobio, disimulado con parabienes falsos y acompañado de sonrisas y chanzas, hemos tenido que aguantar. Qué saben ellos de lo que mi hermana y yo hemos padecido. Ser diferentes no estuvo bien visto nunca. Tener que aparentar y vivir una vida en secreto es duro. No se hacen idea. Ser consecuentes con nuestro fuero íntimo ha sido también nuestra condena. ¿Se podrá llegar a vivir alguna vez como uno quiera? Tanto ocultar nuestras creencias sobre la vida y sobre los sentimientos pesa demasiado. Esta tensión entre preservar nuestra intimidad y tener que mostrar por ahí otra cara desquicia. A mí se me da mejor; a ella no. Cuesta dejar a salvo la creencia más profunda: la de la atracción, la del deseo. Nuestra supervivencia hubiera sido más cómoda si no hubiera ocurrido lo del hijo. Desde que mi hermana tuvo el niño y a continuación dejó de tenerlo todo ha sido tormento. El niño que ambos deseamos pero que era imposible reconocer. Qué saben todas las familias de por aquí. Ella no pudo con la presión. Se aisló para protegerse de los demás pero no pudo hacerlo de sí misma. Luego las habladurías. Es fácil llamar loco a alguien. No te adaptas a lo estipulado y estás loco. Se admiten las rarezas si cumples sus preceptos. Si no lo haces, los otros dan por hecho que has traspasado el margen de la cordura. Como si ellos pudieran hablar en voz alta. Pueden porque mandan, no porque les asista la razón. Dicen que ha desaparecido. Mi hermana dejó de estar hace mucho tiempo. Su mente la secuestró. Su alma la devoró en la oscuridad. Para la autoridad y los vecinos es ausencia. Que lo sigan creyendo.


domingo, 17 de febrero de 2013

la bicicleta


(Fotografía de Cartier-Bresson)



El chico ha ido a que Rufino le arregle el piñón de su bicicleta. Tanto subir y bajar la cuesta y en una de esas no se matado de milagro. Desde que desapareció su hermana encuentra a Rufino más hablador y, acaso, menos triste. “Te pondré uno nuevo”, le dice Rufino, y añade: “No es una bici de competición precisamente pero lo importante es que tú te lo creas”. El chico está eufórico y se queda allí; quiere ver las manos de artista de un mecánico de bicicletas. “Porque tú eres un artista, ¿verdad, Rufino?” le da palique a éste. “Mi padre dice que todo el que hace algo con la mente o con las manos es un artista. A ti te va más esto que la fábrica, ¿a que sí?” Rufino asiente. Luego, con las manos ennegrecidas de grasa, entra al trapo: “Cree a tu padre, sabe lo que dice. Hay gente que es artista sin abrir la boca y no decir ni pío. Y cuando habla sus palabras son tan exactas como un engranaje, mismo como esta cadena que te va a dejar pedalear de primera. Luego hay otras personas que tienen manos especiales, muy hábiles. Tienes el caso del alfarero que hay a la salida del pueblo. Y el no va más son aquellos que suman cabeza y brazos, pero de estos quedan pocos por aquí. Son los que más piden desde el extranjero”. “Yo creo que tú eres de estos, Rufino, y no te has ido”, le replica el chico. “No pude irme antes y no puedo irme ya ahora. Mi hermana puede aparecer en cualquier momento”, responde el hombre con una cadencia lenta, casi apagada. Y él: “Los guardias creen que no volverá, y la gente dice más, dice que acaso no estaba…” Le corta el mecánico: “¿Tan loca?”. “Eh, que no lo digo yo, lo dicen por ahí, ya sabes qué lengua tan venenosa tiene la gente”, se sonroja el chaval. Rufino se explaya: “Ya sé que tú no eras de los que se metían con ella. No te preocupes. El vecindario no sabe de qué habla. ¿Quién conoce lo que pasa realmente en cada familia? ¿Las expresiones que se exteriorizan? ¿Las cosas raras que todo el mundo hace? ¿Las apariencias? Conozco a algunos de la zona que han hecho verdaderas barbaridades y no solo nadie se mete con ellos sino que van de modélicos, y se les reconoce, y hasta tienen cargos. Pero precisamente por esto, porque han caído bien a los de arriba nadie dice ni mu de ellos.” El chico calla y se queda abstraído; rompe el silencio: “Pero eso no está bien, no sé, nunca he sabido porqué la vecindad la cogió con vosotros”. “Muy fácil”, dice el arreglador de bicicletas, “los pobres somos siempre la diana de los falsos, de los mediocres, de quienes se creen que son alguien en la escala social y no pasan de ser sino meapilas y correveidiles de los que tienen la fuerza”. Rufino se calló de pronto. “Perdona, probablemente no entiendas bien lo que te digo, pero alguna vez tenías que oírlo.” 

Él había ido solo a que le arreglaran el piñón, y está contento porque Rufino haya terminado la tarea. “Ya la tienes. Ah, y no me debes nada. Me has pagado sobradamente al escucharme. Y alguien que escucha atentamente como tú es de fiar”. El chico salió contento. “Dos pájaros de un tiro”, pensó. “La bici en forma y la humanidad de Rufino.” Ni el mecánico ni él volvieron a mencionar a su hermana desaparecida. Aquel día, al bajar la cuesta, le paró la guardia: “¿Vienes del taller del hermano de la loca, ¿eh? Ten cuidado, no vaya a ser que esté tan pirado como ella. Tal vez no lo sepas, pero Rufino tiene ideas muy raras; no hay que hacerle caso”. Al ponerse a pedalear de nuevo, el chico sintió hervir su sangre. No había ganado una bicicleta casi nueva únicamente, sino la complicidad de alguien que era un artista de las manos y sobre todo de la cabeza. Alguien a quien la gente no quería comprender. O no podía entender.


jueves, 14 de febrero de 2013

silábica


(Fotografía de Saul Leiter)




Al principio resulta tan lejano su rumor. Emerge como la corriente menuda y fina de una fontana. Allí bebo, allí veo por primera vez su rostro. Su asonancia fluye como un aura en torno a mi silueta. Prevé la distancia y aguarda. Aún no distingo con claridad cómo acecha. Opiácea sensación. Prurito que se instala lentamente sobre mi piel. Fruto silvestre que crece sobre mis pasos ingenuos. Tibia y húmeda eclosión de mis raíces. Agarrotado crecimiento que cierra el perímetro de mis ansias. Vértigo amargo en cuya espiral me enredo. Las  primeras heridas desnudan mis entrañas. Extrema ductilidad que me aparta inexplicablemente del mundo. Brindas por mi disolución apenas alzas tu copa invisible. Me ofreces renacer como la floresta que me rodea. Sinuosa constricción de todos mis órganos. Perversa voluntad que va ocupando cada hueco que he dejado al descubierto. Me rindes atrapándome en tu amable reverberación. Unísona llamada que se desplaza bárbara sobre cada defensa que voy abandonando. Yo, que no creo en los nombres, agudizo los sentidos ante tus arcanas sílabas. No me resisto a tu sonido frágil que, al impactar sobre mis vísceras, se vuelve oneroso. Empiezo a advertir tu faz. Extiendo las manos y casi descubro tus facciones. Con trazos ágiles de carboncillo difuminas mi perfil. Es tarde para que yo emprenda la retirada. Ay, impía sustancia que me salpicas. Blasfemo goteo que se derrama por cada fisura que ha abierto la fiebre. Dime, dime dónde habitas cuando no te manifiestas. Áspid mórbido que engulles mi boca hasta ahogar las palabras. Epílogo de mi límite que te extiendes a través de mis grietas. Me derribas sobre una nube y allí, sometido, exiges que deletree tu nombre: las-ci-via.



domingo, 10 de febrero de 2013

la partida


(Foto de álbum familiar)


Hablaban poco y en voz baja. Sabían que incluso el murmullo era un riesgo. Respiraban como seres acuáticos, tragando quedamente la saliva, sin expectorar ni su miedo ni su rabia. Dispersados por los rincones de la choza, aguzaban el oído. El día y la noche recorrían sus sombras, arropándoles. Agazapados sobre sí mismos, saboreaban la hiel de la resistencia ya inútil que les tornaba incorpóreos. De aquella situación inhóspita emergía una vez más el antiguo clamor de los desesperados. Sus manos se agarrotaban sobre el arma. Solo el más asténico del grupo había dejado imprudentemente a un lado su fusil para manejar un arma más letal. Con trazos firmes y silenciosos de carboncillo iba dibujando a cada uno de sus compañeros. “¿Por qué haces eso ahora? ¿No ves que nos pueden cazar de un momento a otro?”, susurró el más tosco. No respondió. Querrían contarse historias de sus vidas, pero la vigilia tensa no les permitía el mínimo despiste. Hubieran deseado reír con humoradas de sus respectivos pasados, si bien debían contener cualquier pensamiento hilarante. Al fin y al cabo ya se lo habían dicho todo a lo largo de aquella convivencia forzosa que les había descabalgado de la vida ordinaria. Solo los ojos les comunicaban. Los ojos, que hacían de su agudeza cómplice una mirada única. Colores y geometrías diferentes, miradas generosas o torvas, la oscuridad y la tensión del ámbito hacían que todos los ojos confluyeran como un solo ojo vigía. Sus miradas se coordinaban con todos los sentidos, reduciendo al mínimo los movimientos, simplificando los cuerpos. Solo algunos leves gestos con las manos. Apenas ciertos estremecimientos reprimidos. Tanta reducción de lo vivo no era encogimiento ni rendición. Aquella invisibilidad de los cuatro se configuraba como una fortaleza. Cualquier sonido exterior les excitaba más. Un ruido no localizado les predisponía ante lo inesperado. Todos sabían a qué atenerse. Tenían claro que en algún momento de su vida sonó una llamada. Las llamadas no se eligen, se imponen. Y hay que apostar, incluso sabiendo que se puede perder. Habían compartido anteriormente circunstancias análogas, en otros lugares, en otros tiempos que también les habían conducido al fracaso. Desde aquel cubil veían que la historia era una mala madre. Que las presuntas tareas de salvación que a veces emprenden los hombres no habían jugado a su favor. 

Sonó una detonación cercana. Luego, tras un silencio histérico, se multiplicó la descarga. Se astillaron las maderas del piso, saltaron las fallebas, quebraron los marcos de las ventanas y la caída de la encaladura de las paredes dejó al descubierto un ladrillo rojizo mordido. Es densa y negra la sangre que ahoga los cuerpos. Cuando los invasores dieron el alto el fuego recogieron el cuaderno del dibujante de la partida. “Mira en qué se entretenían estos perdedores”, dijo el que parecía el más culto del comando asaltante. “¿Serán sus cómplices?”, comentó otro al mirar los dibujos. Cada página del cuaderno representaba a uno de los cuatro hombres haciendo el amor con una mujer. Como si el último fogonazo de la partida fuera el recuerdo de lo mejor de su vida perdida.



martes, 5 de febrero de 2013

borrado

(Fotografía de Jorge Molder)



Al girar la mano vio con asombro que se habían borrado las lineas de su palma. “Tiene que ser solo un epílogo del sueño”, pensó entre dos luces. 

A veces al despertar hay un tiempo breve en que titubeamos y nos embarga la sensación de estar todavía al otro lado. En que nos cuesta ubicarnos en la conciencia. Se frotó los ojos, abrió el grifo del lavabo y expuso sus manos al agua gélida. “La circulación se activará”, se animó. Pero ni rastro de las rayas, ni huella de los pliegues más acusados ya por la edad. Acercó las manos a la lámpara y lo que se le mostró fue una superficie pulida, con una palidez que le espantó y cuya textura sintió rígida. "Si no fuera por el tamaño de mis manos pensaría que estoy naciendo de nuevo", se increpó. Siempre se había mostrado orgulloso de la arqueada diagonal que le garantizaba una existencia longeva y no menos contento había sentido por el trazo que le hablaba de fortuna. Aquella fe en los signos de sus palmas no había nacido de un día para otro, ni del tiempo en que necesitó probar creencias y explorar sendas esotéricas. Había sido su abuela la que de niño le fue enseñando. “Esta raya significa suerte con el dinero. Esta otra dice que vas a amar mucho y que las mujeres se te van a entregar. Esta de aquí que te van a reconocer como un artista con mucha imaginación. Y esta tan marcada que vas a ser eterno”. Poco a poco fue comprobando que cuanto le había pronosticado su abuela se iba realizando a lo largo de su vida. 

Sus manos eran su libro sagrado. Todo estaba, pues, escrito en aquellas líneas que, formando triángulos y trapecios, ganaban en lenguaje y en maleabilidad. Pero todo operaba también desde ellas. La agilidad, la calidez, la pericia. Temió entonces que con aquel borrado misterioso mermara su habilidad para la talla, en la que era un renombrado escultor. Y que su creatividad entrara en una parálisis. Sufrió al pensar que, como consecuencia de ello, su fortuna podría cambiar rotundamente. Y por último le invadió una angustia considerable al advertir que podía perder la sensibilidad con la que trataba a sus amantes. ¿Cómo iba a tomar otros cuerpos si sus manos quedaban desprovistas de destreza? ¿De qué manera iba a acariciar si sus dedos perdían calor? La simple idea de que las mujeres apenas percibieran la presión de sus manos hacía batir en retirada la disposición del resto de su cuerpo. Él se sentía extremadamente sensorial en el amor, y en absoluto soportaba la idea de ser considerado zafio. Pero ahora, ¿cómo podría trasladar sus sentimientos si había perdido el mapa que le indicaba la ruta? ¿De qué forma podría estimular y hacer partícipe a otra persona de sus pasiones si le abandonaba el tacto?

Dio un brinco cuando sintió que abrían la puerta de su habitación y escuchó que le decían: "Vas a llegar tarde. ¿Por qué no dejas tus fantasías amorosas para otro rato?".



sábado, 2 de febrero de 2013

un día cualquiera



(Fotografía de Jorge Molder)



Pruebo a abrir los ojos en la obscuridad. A apartar las mantas en la obscuridad. A ponerme en pie y extender las manos hacia el entorno invisible para no tropezar en la obscuridad. He aguzado la vista sin conseguir ver nada a través de la impenetrable obscuridad. He tenido la extraña y estúpida sensación de que la obscuridad me liberaba: no ver la geometría del espacio ni la limitación de los objetos ni los pasillos por donde desplazarme hace creer que todo ha desaparecido. He sentido el calor que se fugaba de mi cuerpo desnudo en medio de la obscuridad. El frío exterior iba llegando con su obscura impunidad. Ha habido un instante en que el choque de temperaturas sobre la superficie de mi piel me ha sobrecogido. He pulsado con las manos cada zona de mi cuerpo que iba enfriándose desigualmente. Me he vestido a obscuras, palpando los pliegues y las líneas de la ropa para no errar. He subido la persiana ante la obscuridad de fuera. He abierto la ventana y entraba más obscuridad. Qué hacer en medio de la obscuridad. No se puede uno mover sin riesgos en medio de la obscuridad. Los recorridos son titubeantes y cortos. Los movimientos se efectúan tan excesivamente prudentes como inútiles. Hay una cierta placidez protectora que llega desde la obscuridad. Engañosa o efímera, llegas a creer que estás seguro en la obscuridad. Pero acabas sintiéndote cansado rodeado por su inclemencia. Pregunta torpe que suena a traición: ¿Debería volver a la cama? Pero nada sería igual a un momento anterior. El hábitat no es solo el espacio de un jergón. La morada no existe sin el animal que la ocupa. El animal no es el mismo porque ha perdido su sueño, donde veía, y ahora todo se limita a esta maldita obscuridad. Debo estar de pie, me estiro para confirmarlo. Los sentidos ven cuando tú no ves. He cerrado los ojos, acto a través del cual todo es posible. Ha pasado tiempo y el tiempo también es obscuro. Y de pronto el resquicio ¿de una luz?, que aun proveniente de la obscuridad, quiere ser otra cosa, o quieres pensar que es otra cosa. Pero la obscuridad es como el desierto: te proporciona espejismos. Para qué abrir los ojos. Pongo los dedos en los párpados para tener la certeza de que aquella luz no se va a escapar. La luz se confirma. Quiere creer que desafía la obscuridad que todo lo expone, lo tiñe, lo ocupa. Debe haber una esquina de la noche donde se produzca el encuentro. Y luzca la luz.