(Fotografía de Martin Stranka)
Insomne. Así transcurría su noche. Aprovechó el martirio para hacer de él una agenda. Repasó los quehaceres para el día siguiente. El gimnasio, el desayuno con colegas, la mañana de hospital. Luego la comida también compartida para preparar una Semana de previsión de la salud mental. Por la tarde, su consulta privada recargada con los pacientes especiales. Todo lo cotidiano, sin estímulos, planificado por inercia. “¿Por qué tengo que repasar lo que ya es un reflejo de lo monótono y habitual?”, se preguntaba en esas horas oscuras en que no conciliaba el sueño. No quería dar la luz, en parte por ver si se quedaba dormida, en parte porque prefería no buscar más motivos de tensión.
El insomnio llevaba camino de ser largo. De pronto cayó en la cuenta de que tenía que verse también al atardecer con una vieja amiga, no frecuentada últimamente, pero que padecía una crisis de ansiedad porque el matrimonio le agobiaba. “Hoy todo son crisis de ansiedad”, se encontró de pronto reflexionando. “Como si la gente no durmiera nada”. Se puso a pensar en los típicos consejos que le daría, lo había hecho ya tantas veces y con tantos pacientes…Esa consideración y el insomnio que no le abandonaba le condujeron inevitablemente a pensar en el último hombre que le había interesado, pero repudió de inmediato la idea y alejó las imágenes para no perturbarse. “Me he dicho mil veces que no debo pensar en amores por la noche, que es insano… y también incoloro e insípido”, añadió provocando su propia hilaridad.
La conciencia de la vigilia forzada le volvió a colocar en guardia y malhumorada. Podía haber tomado un relajante, pero ella, que era partidaria de aplicar los ansiolíticos más densos a sus pacientes evitaba incluso los más suaves para sí misma. Hubo unos instantes de duermevela en que ya se veía atrapada definitivamente por el sueño, pero un ruido la despejó. Aguzó el oído, dio la luz, miró alrededor; todo en orden. “Maldito ruido, maldito desvelo”, bramó ya en voz alta. “No cené tanto como para que me pase esto”, siguió pensando, buscando la explicación que al menos le proporcionara un equilibrio. Sintió un cosquilleo atroz y desasosegante que le atravesaba en sentido axial todo el cuerpo. Estiró sus extremidades, se rascó por todas partes, cambió de postura varias veces. El insomnio no se manifestaba solo como carencia de sueño. Se trataba ya de una creciente incomodidad, de una molestia arraigada, de una hiriente desazón. “Me levantaré y haré algo”, se consoló en medio del agotamiento latente. Pero al ir a tirarse de la cama una extrema pesadez sujetó su cuerpo y lo hundió de nuevo en el colchón. “No, una parálisis no, ahora no”, se escuchó a sí misma con lamento. Entonces se abandonó a una confusa fuerza que le obligaba a mantenerse postrada. Le pareció que la cama crecía en dimensiones y una improvisada alucinación le hizo creer que se alejaba de los objetos que había alrededor. Se vio empapada en sudor y en lo más profundo sintió que algo le desgarraba y se imponía a su conciencia. “Si por lo menos me quedara dormida”, anheló angustiada.
Fue entonces cuando un batallón de imágenes cayó con desmesura sobre su pensamiento obnubilado. Aún tuvo una pizca de humor agrio para pensar: “Van a ser los íncubos. Pero eso es cosa de leyendas y supersticiones, ¿no?”. Presintió la proximidad de unas sonrisas sardónicas, de oscuras voces que se desplomaban como alaridos sobre su sien, y que unas manos sujetaban sus hombros, el torso, la pelvis. Se despertó en plena agitación, sin saber si iba o venía, si era ella o si la habían convertido en otro ser monstruoso. Miró el reloj.