...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

domingo, 30 de diciembre de 2012

el novel


(Fotografía de Martin Stranka)


Las cosas importantes siempre ocurren de madrugada. Un cólico, una idea estimulante, un parto, el tarareo interno de una canción, la muerte. Es un paisaje que aún no tiene luz pero en el que la oscuridad ya no se siente victoriosa. Una zona imprecisa, que coge lo mejor y lo peor del resto de las horas. Fue en uno de esos espacios fronterizos cuando el poeta anónimo extrajo de sus ensoñaciones unos versos que le parecieron luminosos. Trató de retenerlos y con labios débiles los recitó varias veces. Incapaz de sobreponerse al combate con la modorra, dar la luz y escribir en el cuaderno, el poeta en ciernes convirtió sus confusas palabras en un salmodio que fue evaporándose a medida que el sueño le volvía a poseer. 

Pero soñó que declamaba en la tertulia de los renombrados escritores de la ciudad. Entusiasmado por el silencio y la expectación con que era escuchado, el vate primerizo no advirtió que los papeles que debían contener sus poemas aparecían en blanco. Él seguía recitando de memoria, poniendo un énfasis conmovedor, y se crecía a medida que concitaba más y más admiración. Cuando terminó su lectura, el maestro de poetas, un hombre ya en la edad provecta y torpe de movimientos, le dijo: “Joven, me ha cautivado. Su obra es una revelación. En el futuro se dirá que hay un antes y un después de su largo poema. Es preciso publicar inmediatamente ese cuaderno”. 

El poeta novel se despertó justo a tiempo de no ver que el poeta que llevaba dentro entregaba un cuaderno sin textos al maestro de poetas de la ciudad. En el clarear lento del día le pareció ver los pergeños del poema completo. Acto seguido se puso a transcribirlo desde el vacío. Tal es el poder de la madrugada.



jueves, 27 de diciembre de 2012

el asceta


(Fotografía de Ueno Hikoma)



En su enésima crisis de hastío Kuichi Ogawa decidió desaparecer. Le buscaron entre los bosques de bambú de los alrededores, por las riberas de los arroyos, en los viejos molinos abandonados. Registraron con pértigas los pozos en desuso y prospectaron las ciénagas. Preguntaron a los caminantes y a los viajeros de la recién inaugurada línea de ferrocarril. Como quiera que las autoridades locales y los vecinos no tuvieran pista alguna de su paradero, dieron aviso a las autoridades superiores. Estas, desbordadas por casos diversos de desapariciones, corruptelas y delitos de toda clase, cursaron oficialmente el asunto pero poco a poco fue cayendo en una investigación lenta y definitivamente en una demora interminable. Y de la demora pasó al olvido.

Los familiares de Kuichi se dividieron entre los que opinaban que puesto que el hombre ya había vivido otras situaciones difíciles anteriormente no había por qué preocuparse,  que siempre había salido de circunstancias análogas por más graves que fueran, y quienes pensaban que había sucedido un fenómeno extraño, cuya explicación nadie tenía pero que podía remontase a su infancia. Alguien recordó que la abuela solía decir acerca del carácter travieso e inquieto de Kuichi: a este niño le matarán los nervios. Tal comentario jocoso de la anciana venía a tenerse en consideración ahora como justificación de algún desconcertante estado de desequilibrio que Kuichi Ogawa arrastrara ocultamente desde la niñez. 

Vino la guerra y, por lo tanto la movilización. Creció el control férreo del gobierno para garantizar la colaboración sumisa de la población y, tras muchos avatares, miserias y sufrimientos de varios años, la rendición definitiva y el sometimiento al vencedor. Un día, al volver los moradores de la casa Ogawa de sus quehaceres encontraron a Kuichi sentado sobre el tatami, bastante más asténico que cuando desapareció. Daba la impresión de haberse convertido en un asceta. Fue el hermano pequeño, que no había sido movilizado, el que le increpó: “¿Dónde has estado todo este tiempo? Nosotros sufriendo aquí, primero por tu desaparición y luego por la maldita guerra, donde han muerto nuestro padre y nuestros hermanos, y tú apareces ahora como si fueras un monje por encima del bien y del mal”. La madre anciana y las hermanas de Kuichi Ogawa ya se habían sentado alrededor de él, emocionadas y con deseos de abrazarle, pero ni Kuichi alteró su gesto relajado ni el hermano cesó en su conminación. “Dinos algo. Hemos padecido mucho. No puede ser que no nos merezcamos una respuesta. Si te ocurrió una desgracia debemos saberlo. Ahora que casi todos nuestros vecinos han perdido a familiares en el baño de sangre vamos a ser la vergüenza. Aunque nadie pueda hacerte ya nada, todos te señalarán como un desertor oportunista y tramposo.” Kuichi alzó su rostro envejecido, agitó su coleta y le respondió a su hermano con modo calmo pero firme: “Solo deserta el que se deja llevar a la muerte por una causa innoble. No lo tomes como blasfemia. Hemos vivido resignados al destino de siervos y hemos pagado un alto precio. Yo también.” Entonces se levantó, se subió su larga camisa y mostró una cicatriz deforme que le recorría desde la nalga en vertical toda la espalda. Luego se arrodilló e invitó a sus hermanos y a su madre: “Ahora, vamos a recordar a nuestros antepasados. En sus padecimientos, en sus humillaciones e incluso en sus errores”.



lunes, 24 de diciembre de 2012

la indígena


(Fotografía de Graciela Iturbide)



Viene sentada frente a mí. Me ignora. Yo miro su boca. Sería mentira si dijera que veo a una viajera ordinaria, a una mujer común, a una persona habitual. No solo miro, sino que además busco. Cierto que lo hago con delicadeza. Como si no pareciese que la miro. Incluso trato de desviar mi atención contemplando el exterior desde el autobús. Sus proporciones menudas, y no obstante muy medidas, suscitan que me recree. Esas facciones reclamando que se las analice detalladamente. Frente grande, pelo atezado y liso, desperdigado, ojos almendrados y amplios, nariz prudente, cuello esbelto. Su boca encarrila mi mirada. Sus labios no tienen una carnosidad excesiva, pero sí muy marcada. Pienso en los desconocidos arqueros que hayan tensado aquellos labios. El conjunto de su rostro se muestra prieto, nada distendido. Su ceño, una máscara. De cualquier otra mujer hubiéramos creído que se trataba de un rostro enfermo. En ella parece solamente cólera. Pero, ¿acaso es poco mal sentirse dominado por la ira? 

No centra su mirada en nadie. Sé que me desprecia y, a su vez, que no le importa que la observe. Quiero pensar que no es un desprecio irreversible, sino un mensaje que dice: no estoy, no recibo; pero que sepas que puedo estar. Un desplazamiento en autobús no da sino para repasar los quehaceres pendientes, calcular los tiempos, adivinar qué dejaremos para otro día. Pero a mí me gusta imaginar que un viaje de una hora puede ser más largo y abrir otros viajes. “No la he visto otros días. ¿No es usted de aquí?”, la pregunto con desenfado. "No, soy de Coyoacán, no vengo mucho por esta parte”, y en su respuesta hay al menos dos datos, que en realidad es uno, que tal vez no sea sino cero, lo que no cuenta. Se entrega al paisaje de las casas bajas de la avenida interminable. La curva de su boca es menos rígida. Son dos curvas en realidad, pero en aquella armonía la línea fronteriza se me antoja imprecisa. Al no estar tan contraída yo la miro más, la sigo palmo a palmo, con sus altibajos y sus desniveles. “¿Usted vive en Coyoacán también?”, me sorprende la mujer. “Oh, no, yo vivo en Las Lomas; vine a ver a un amigo. Ayer enterraron a su padre”, le respondo. Y ella: “Vaya. La gente se sigue muriendo. Vaya”. Y este segundo vaya no sé si significa lo mismo que el primero: qué mala suerte la de ese hombre, porque la muerte sigue, y no los libra, todo eso. O bien: qué mala suerte que usted no viva en Coyoacán porque yo vivo allí y allí todo está más cerca y vernos es menos difícil y…¡Basta! Me digo a mi mismo basta porque puesto a soñar no hay quien me supere. “¿Sabe? -y tiendo un puente- Es fácil que en breve tenga que volver, la madre de mi amigo está también próxima a la fatalidad”. Ella fija por una vez su mirada en la mía. “Vaya - vuelve a decir- Qué mala suerte es morirse”. Y permanece callada un rato. Luego: “¿Se ha dado cuenta que morirse es siempre una excusa?”. Me siento agitado y solo sé decir: “¿Usted cree?”. La mujer matiza: “Naturalmente. Una dispensa para abandonar el aburrimiento banal y una coartada para los que siguen vivos”. En sus ojos de indígena se contempla el paisaje que vamos dejando atrás. En su boca antigua se adivina una fertilidad que resulta difícil soslayar.


jueves, 20 de diciembre de 2012

último café en Alexanderplatz


(Fotografía de Martin Stranka)



La última vez que le vi fue en Alexanderplatz. Se presentó en el café con retraso, algo inhabitual en él. Manchas rojas y azules en la pechera y las mangas de la camisa. También en los zapatos. Parecía abatido, descuidado. No se trataba del premeditado aire bohemio que algunos de su oficio habían exhibido como seña de identidad. Me saludó severo pero con afecto. Luego pidió un capuchino, depositó un cartapacio de bocetos en el banco y permaneció callado. Imaginé que aquel estado podía ser causado por su trabajo, cuya orientación venía cambiando confusamente desde hace tiempo. Puede que también por las acusaciones tendenciosas que algunos críticos mediocres habían vertido sobre él, juzgándole de manera gazmoña y moralista, sin considerar la nueva expresión de su obra. Acaso hubiera padecido un desamor. Mi amigo siempre había sido un apasionado de los sentimientos. Lo demostraba en el empleo de los colores, pero también en las conversaciones ordinarias, si bien no era hombre de gastar demasiadas palabras. También se manifestaba cálido en los afectos. Se entregaba con sinceridad pero recogiendo a cambio desgaste. Incapaz de llevar a buen puerto los compromisos las mujeres le acababan dejando por imposible. “¿Trabajas mucho?”, dije por animarle. “Sí, pero ya no es por encargo. No me interesa. Es por desquite”, contestó mirando los círculos espumosos del café cargado. “¿Qué estás pintando ahora?”, le pregunté. “Monstruos”, respondió escueto. “¿Y eso? Siempre te había gustado hacer retratos de gente pudiente. Y además te pagaban bien”, insistí. “Por eso pinto ahora monstruos. Son esa misma gente pero de otra manera. Son los que han estado siempre y otros que llegan en manada”. Comprendí de pronto por qué los tonos rojos, los azules y los negros eran tan intensos en sus obras. Y cómo había huido de los matices intermedios. No he podido cerrar desde aquel día la herida.



lunes, 17 de diciembre de 2012

los íncubos


(Fotografía de Martin Stranka)



Insomne. Así transcurría su noche. Aprovechó el martirio para hacer de él una agenda. Repasó los quehaceres para el día siguiente. El gimnasio, el desayuno con colegas, la mañana de hospital. Luego la comida también compartida para preparar una Semana de previsión de la salud mental. Por la tarde, su consulta privada recargada con los pacientes especiales. Todo lo cotidiano, sin estímulos, planificado por inercia. “¿Por qué tengo que repasar lo que ya es un reflejo de lo monótono y habitual?”, se preguntaba en esas horas oscuras en que no conciliaba el sueño. No quería dar la luz, en parte por ver si se quedaba dormida, en parte porque prefería no buscar más motivos de tensión. 

El insomnio llevaba camino de ser largo. De pronto cayó en la cuenta de que tenía que verse también al atardecer con una vieja amiga, no frecuentada últimamente, pero que padecía una crisis de ansiedad porque el matrimonio le agobiaba. “Hoy todo son crisis de ansiedad”, se encontró de pronto reflexionando. “Como si la gente no durmiera nada”. Se puso a pensar en los típicos consejos que le daría, lo había hecho ya tantas veces y con tantos pacientes…Esa consideración y el insomnio que no le abandonaba le condujeron inevitablemente a pensar en el último hombre que le había interesado, pero repudió de inmediato la idea y alejó las imágenes para no perturbarse. “Me he dicho mil veces que no debo pensar en amores por la noche, que es insano… y también incoloro e insípido”, añadió provocando su propia hilaridad. 

La conciencia de la vigilia forzada le volvió a colocar en guardia y malhumorada. Podía haber tomado un relajante, pero ella, que era partidaria de aplicar los ansiolíticos más densos a sus pacientes evitaba incluso los más suaves para sí misma. Hubo unos instantes de duermevela en que ya se veía atrapada definitivamente por el sueño, pero un ruido la despejó. Aguzó el oído, dio la luz, miró alrededor; todo en orden. “Maldito ruido, maldito desvelo”, bramó ya en voz alta. “No cené tanto como para que me pase esto”, siguió pensando, buscando la explicación que al menos le proporcionara un equilibrio. Sintió un cosquilleo atroz y desasosegante que le atravesaba en sentido axial todo el cuerpo. Estiró sus extremidades, se rascó por todas partes, cambió de postura varias veces. El insomnio no se manifestaba solo como carencia de sueño. Se trataba ya de una creciente incomodidad, de una molestia arraigada, de una hiriente desazón. “Me levantaré y haré algo”, se consoló en medio del agotamiento latente. Pero al ir a tirarse de la cama una extrema pesadez sujetó su cuerpo y lo hundió de nuevo en el colchón. “No, una parálisis no, ahora no”, se escuchó a sí misma con lamento. Entonces se abandonó a una confusa fuerza que le obligaba a mantenerse postrada. Le pareció que la cama crecía en dimensiones y una improvisada alucinación le hizo creer que se alejaba de los objetos que había alrededor. Se vio empapada en sudor y en lo más profundo sintió que algo le desgarraba y se imponía a su conciencia. “Si por lo menos me quedara dormida”, anheló angustiada. 

Fue entonces cuando un batallón de imágenes cayó con desmesura sobre su pensamiento obnubilado. Aún tuvo una pizca de humor agrio para pensar: “Van a ser los íncubos. Pero eso es cosa de leyendas y supersticiones, ¿no?”. Presintió la proximidad de unas sonrisas sardónicas, de oscuras voces que se desplomaban como alaridos sobre su sien, y que unas manos sujetaban sus hombros, el torso, la pelvis. Se despertó en plena agitación, sin saber si iba o venía, si era ella o si la habían convertido en otro ser monstruoso. Miró el reloj.


jueves, 13 de diciembre de 2012

invisibilidad

(Fotografía de Lucien Clergue)


“Otro día”. Se despertaba a veces por la noche y volvía a leer aquellas dos palabras. No tendría necesidad de hacerlo, porque las había interiorizado. Se acoplaban más allá de los rincones más preservados de su memoria. Pero le gustaba enderezar el papel arrugado, tocarlo, sentir la sensación que había percibido siempre al apretar en su puño una reliquia. Como si con aquel ejercicio proyectase un puente con la mujer secreta. Imaginaba un olor, presentía un tacto ajeno, fantaseaba sobre la breve caligrafía. Luego repetía una y otra vez el mantra. Su interpretación le estaba vedada. “¿Acaso tiene explicación una letanía?”, se decía entre dos sueños. Y a través de aquel extraño acto de fe turbia, primitivo y supersticioso, irracional y acuciante, o acaso siendo todo lo mismo, insistía en buscar una razón lógica al mensaje. Y no cejaba en sus propias preguntas. Y no se resistía a responderse a su libre elección, porque la ilusión que una pasión improvisada genera en un hombre es inversamente proporcional a las posibilidades que se le deparan. Noche tras noche anhelaba el nuevo día. Día tras día, se precipitaba hacia la noche con el frenesí de un adolescente que no renuncia a sus expectativas. No dejaba de acudir al café que la mujer del perrito había frecuentado. Como transcurrieran varias semanas sin que la mujer apareciera y puesto que su paciencia iba desproveyéndose del fervor de la utopía, decidió preguntar al camarero más veterano. “¿No se ha enterado?”, le respondió el viejo empleado, que prosiguió: “Nuestra antigua clienta ha desaparecido. ¿No sabe usted lo que pasa con las mujeres que desatan el amor?”. El eterno adolescente palideció y no supo sino contestar: “No, ¿qué?”. “Que se vuelven invisibles”, dijo el camarero sirviéndole una copita de calvados.



lunes, 10 de diciembre de 2012

el sensato


(Fotografía de Herbert List)



“No vayas. Puede que salgas vivo, puede que no”. La abuela sabía de qué hablaba. El nieto dudaba. Entre ambos, tan cómplices siempre, se interponía la tensión. El padre del joven quería trazar desde la autoridad y la sombra el futuro del hijo. Sin escuchar la voz del riesgo y menos la del vacío. Sonaron los clarines desde las emisoras y los periódicos de la nación. El parlamento se alzó en pleno para aplaudir la decisión épica. Entraron en acción al unísono todas las instituciones, se movilizaron los pertrechos, se difundieron los himnos, se contagió en la calle la alegría de la muerte subrepticia. El padre aleccionó a su hijo sobre el gesto que esperaba de él. Salió de casa todo limpio y uniformado. El padre no cejó en manifestar su orgullo. Puso en su bolsillo una buena propina. Apretó fuerte con la única mano, salvada a la otra guerra, el hombro de hombre. El joven sonrió con amplitud. La abuela percibió en esa sonrisa la que se congela para siempre. No lloró, no se expresó con palabras ni consejos ni abrazos. Largó su mirada encendida al hogar que siempre habita en los ojos de un hombre. El autobús oficial dejó tras de sí una nube de polvo y de incertidumbre. Luego el tiempo quedó borrado. Los intereses ocultos de la sociedad fomentaron el ruido. Aunque los compases no unieran a todos los seres por igual. El nieto nunca llegó a comparecer en la compañía asignada. Cuando un emisario de la autoridad se personó en la casa para reclamar su presencia el padre brincó avergonzado y colérico. La abuela ocultó una sonrisa sibilina entre el chisporroteo de las llamas del fogón.



jueves, 6 de diciembre de 2012

el físico


(Fotografía de Herbert List)



Carlo Maria Attonito pensó siempre que sumergirse en el cuerpo de una mujer era como hacerlo en la tierra. Que había que establecer una relación expectante como quien se acerca por primera vez a un territorio. Tratando de percibir sus efluvios, dejándose guiar por los pequeños rumores del suelo. No obstante disponer de considerables nociones de geotermia y geodinámica, campos en los que era un experimentado especialista, le costaba comprender los ritmos de una mujer. “Parece la tierra, pero no lo es”, se decía a sí mismo cuando una situación social propiciaba su acercamiento al otro género. Pero se sentía incapaz de abordar a una mujer siquiera más allá de una conversación anodina o aquella otra que versara sobre el relato de sus trabajos en física terrestre. “¿Qué poseen ellas que no posea el suelo que exploro y las fuerzas que estudio?”, deliraba en ocasiones cegado por el propio enviciamiento profesional. Sus aproximaciones al mundo femenino se convertían enseguida en una visión opaca, carente de receptividad, sorda, castrante. Decidió elegir el camino que le parecía más fácil pero que a su vez se le mostró sinuoso y en absoluto real. Cuando acudió a una especialista en el conocimiento de hombres, eligió a quien le habían dicho que era la mejor de la ciudad. No le importaba el dinero. Él buscaba claves y acudió a la profesional del amor como quien asiste a un cursillo. Pero aquellas sesiones distaban de resultar terapéuticas para él y hasta la misma hetaira, no obstante el caché que oportunamente le era bien cumplimentado, le iba dejando por imposible. “Tampoco tú eres la tierra”, le dijo él un día, abochornado por la falta de avances en su pobre iniciación. La mujer sintió lástima. En cierto modo también se sintió frustrada. Ni el otro la veía como medio de placer ni como consejera ni como mujer común ni como amiga. Nunca había tenido un caso tan difícil de cliente. “¿Si dejas tu oficio de físico?", llegó a plantear al hombre un día. “¿Si te alejas de la tierra y de tus conocimientos, si te abandonas al sueño, si simulas siquiera una sola vez que flotas por otros motivos que no estén motivados por la composición del suelo o por las fuerzas que generan los cambios de la materia del planeta?”. Él se levantó de golpe, como si hubiera recibido una bofetada. Se avergonzó de su desnudez y exclamó: me pides demasiado. Luego salió del piso de la mujer de pago para no volver más. Aunque sintió la herida percibió también el don del sacrificio. Desde entonces amó desde su asumida soledad a cada mujer que se cruzaba diariamente en su camino fantaseando que hacía el amor con la tierra.


lunes, 3 de diciembre de 2012

el papel

(Fotografía de William Klein)



Hábleme de su independencia, señora mía. De esa vida en que nada le ata. En que no sabe de sujeciones, ni de obligaciones, ni de vínculos forzosos. Hábleme de su vida de mujer libre, de mortal que vibra en su eternidad cotidiana. De cómo logró zafarse del laberinto donde tantos otros se pierden hasta perecer en él. Hábleme de su alejamiento de ese mundo que constriñe y que usted supo evitar. Si cuando decidió su soledad lo hizo consciente de que recibía un don. Si cuando se desligó de las viejas familias lo hizo con benevolencia o con crispación. Si al percibir la desesperanza por cuanto había vivido hasta entonces optó definitivamente por construir perspectivas nuevas. Si al olvidar el viejo e impuesto aprendizaje resolvió desandar caminos. Hábleme, se lo ruego, de si acaso al decidir poseer su vida, y no solo sentirla como anhelo y fantasía, tuvo la sensación de que podía convertir el desierto en vergel. Hábleme de si cuantos hombres dejó atrás mudaron su rostro, callaron o alzaron una mano disolviendo un beso áureo o acaso traidor. Dígame si percibió alguna vez que había sembrado agravios, causado desencuentros o afirmado decisiones entre los otros. Hábleme de sus mañanas y de sus anocheceres, de sus paseos y de sus lecturas, de sus contemplaciones y de sus risas. Hábleme de sus elecciones y de sus reservas. Escucharé sus palabras precisas y también seré comedido con sus silencios. Hábleme de sus distancias y muéstreme la senda de sus aproximaciones. Preservaré el aura de su cuerpo y me mostraré atento a lo que emerja de su recoleta profundidad.  Estaré pendiente de lo que usted me sugiera o me plegaré ante su desdén. 

La dama del perrito le miró. Esbozó una sonrisa burlona al terminar de leer el papel. Se levantó, se acercó a su mesa y se lo devolvió, dejándolo calladamente entre la tetera y la taza. En él había escrito a mano: otro día. Luego dirigió sus pasos bulevar Haussmann abajo.