...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

martes, 18 de noviembre de 2014

no un Sísifo cualquiera


(Fotografía de Lee Jeffries)




Le pusieron de nombre Sísifo por un capricho. Su abuelo, insigne archivero emérito, consideró que el personaje mitológico se merecía un hueco entre los humanos modernos. Cuando el nieto llegó no se anduvo con vacilaciones: todos sois unos sísifos y no os queréis enterar, sermoneó a la familia. Y añadió: Aquel hombre fue un héroe, mayor que todos los que lucharon en Troya y mucho más merecedor de reconocimiento que los dioses haraganes. Porque, a ver, si tuvierais que salvar a uno solo de toda aquella legión de mitos, ¿elegiríais entre los que se encontraron todo hecho o a quien no ve fin en el esfuerzo de seguir viviendo? No hubo cumplido dos años cuando Sísifo tuvo que escuchar de labios de su abuelo la historia del personaje que llevaba su nombre. A los seis ya preguntaba: abuelo, ¿toda la vida tendré que subir con la piedra a la montaña, tirarla al abismo, recogerla y volver a cargar con ella? Entonces, ¿de qué voy a vivir? En su mirada de niño creía que la piedra era tal, una roca inmensa con la que tendría que perjudicar la espalda, sin márgenes para otro quehacer. Cuando inició la pubertad, su abuelo le fue aleccionando en secreto: Te he puesto Sísifo pero no para que seas Sísifo, al menos no uno cualquiera, le informó un día con solapada complicidad. Pero todos creen que voy a ser como ellos, le respondió el niño. Que lo crean, pero tú huye a la primera que veas el camino expedito, le increpó el abuelo con rabia. En la familia, que quien más o quien menos se sentía burro de carga de las circunstancias que implican la supervivencia, confiaban en que Sísifo les superase y llegara a ser alguien. Los más egoístas incluso soñaban con que les redimiese de aquella vida de dificultades, siquiera para sobrellevar la vejez con cierta holgura. Con vistas a ello y puesto que el chico era despierto e ingenioso se plantearon darle estudios, hiciera falta el sacrificio que fuera. Por lo menos este chico llegará a catedrático, decían las visitas. O a juez, apostaban otras. ¿Por qué no a ministro?, llegó a pontificar a la ligera un pariente clérigo al que se le hacía la boca agua solo de pensarlo. Y Sísifo los miraba con ojos sumisos, ruborizándose y soplando el flequillo revoltoso que le cosquilleaba las cejas. El abuelo murió un mediodía gris de otoño, tras haber echado un trago de vino peleón al que era aficionado. Sísifo, antes de poner en aviso a la familia, limpió el hilillo granate que caía sobre el cuello del abuelo. Luego musitó un juramento furtivo, tal como el anciano le había enseñado que también había hecho Aníbal en la muerte de su padre. Con la mano en los labios del cadáver, dijo a modo de gesto solemne: No me quitaré jamás el nombre, pero en cuanto pueda tiraré la piedra para no volver a cargar con ella en esta vida. Apenas había cumplido los diecisiete años cuando Sísifo fue reclamado por una leva que movilizaba a los jóvenes de toda la comarca con objeto de defender no se sabía bien qué intereses de la nación. Se separó de la familia entre lloros de ésta pero nunca llegó a presentarse en el acuartelamiento. Un hortelano de las afueras de la pequeña ciudad, que fue el último en verle, contó unos días después que Sísifo le había comentado: No voy a dejar de llevar el pedrusco de mantener a la familia para tener que echarme encima una roca tan pesada y peligrosa que defienda a los señores. Muchos años después se habló de que en un país transoceánico había prosperado un comerciante de especias llamado Sísifo, del que los viajeros contaban que era atacado de manera cíclica por cólicos traviesos de riñón.



miércoles, 5 de noviembre de 2014

el arquitecto


(Fotografía de Joachim Malik) 


Dicen que ha sobrevivido a todos los vecinos del pueblo. Que un día, nadie sabe ya cuándo fue, se presentó en el lugar advirtiendo que su oficio era cuidar de los muertos. Enseguida se apresuró a aclarar que no tenía que ver con los trabajos funerarios ni con los enterramientos ni con las almas en pena, de lo cual ya se encargaban otros. Que él era simplemente un esteta, un recuperador de la imagen de los difuntos, y no solo de restos. Oficio que solo es posible tras una labor prudente y distanciada del tiempo, decía. El tiempo es el gran hacedor - pontificaba en ocasiones- y los humanos son sus acólitos. Se hizo cargo de un pequeño osario cuyos restos procedían de viajeros y peregrinos extraviados en la ruta. Allí, en el reducido cubículo abovedado situado sobre un leve promontorio, proyectó su visión personal del mundo de los vivos sobre el mundo de los muertos. Desde el zigurat de la memoria, como solía denominar al osario, ordenó y reordenó aquella dispersión de tibias, fémures, cúbitos, vértebras, pelvis, costillas, infinidad de huesecillos menores y, finalmente, calaveras. No trató jamás de ningún modo de reconstruir con aquel material disperso esqueletos completos porque, afirmaba severo, no es misión del hombre restaurar lo que no tiene vida. Él simplemente limpiaba el sarro de los huesos, los apilaba, entrecruzaba unos con otros, daba prioridad a los más representativos, aseguraba la estabilidad de los débiles a través de descargas ingeniosas que se apoyaban en los más sólidos. En fin, formaba con ellos arquitecturas, que en modo alguno se correspondían con la configuración anterior de un esqueleto. Éste era su humilde propósito, realzar el valor de todo aquel continente de los cuerpos, proyectándolos más allá de su dimensión en vida. Cuando le preguntaban de dónde le había venido aquel arte él respondía: el cuerpo humano es arquitectura dinámica, espacio en continua renovación sobre sí mismo. Soporta todos los ciclos de la existencia y se modifica y adapta en función de las necesidades que los años imponen a los hombres. Al ver que sus interlocutores asentían con sorpresa y, a su vez, reconocían su pizca de sabiduría aquel hacedor de arquitecturas humanas se extendía aún más en sus observaciones. El cuerpo humano -comentaba exultante- es la edificación más consecuente y completa porque reúne todos los elementos: la materia prima que es y no es solo la bruta, la técnica de depuración sobre sí mismo, la disponibilidad pausada de los días, los mecanismos adecuados de levantamiento del edificio carne, el ajuste dinámico de las fuerzas que lo erigen y, naturalmente, el sentido final para el cual es levantado. ¿Quieres decir que con ese objetivo persigues el reconocimiento eterno y la gloria de Dios?, le provocaban los más clericales. Pero él no se achicaba, sino que peroraba seguro de sí mismo: Quiero decir que el cuerpo es el más excelso templo de la materia, la mayor gloria que el azar y la confluencia de las fuerzas físicas han podido disponer para el disfrute de nuestros días pero que también, desgraciadamente, padece nuestros descuidos y limitaciones. Aún le daban la vuelta de tuerca sus oponentes. Pero lo que haces es una arquitectura destinada a ser ceniza, le respondían tratando de apuntillar sus argumentos. Y el arquitecto de muertos aseveraba sin perder los papeles: ¿Os parece polvo y olvido toda esta construcción donde los hombres que fueron antes han dado paso a ser un hombre único? ¿Hay mayor gloria que reconstruir para nuestros antepasados otra dimensión con sus huesos antes de que se pudran en la tierra? Fue entonces cuando el viejo herrero de la aldea, solitario y de vuelta de todas las ingratitudes de la vida, habló: Nunca fui bello ni letrado ni creí en las promesas sobre una eternidad por parte de aquellos que han vivido cómodamente de hacer promesas. Lo mío fue golpear el yunque y poco más. Estoy enfermo y apenas me queda algo por ver. Apúntame para esa otra existencia que tú creas y que, al menos, puedo saber cuál va a ser.



sábado, 18 de octubre de 2014

el arqueólogo


(Grabado de Piranesi)




El arqueólogo ha sido enviado a la remota aldea por las autoridades de la provincia para hallar los tesoros ocultos. Los aldeanos permanecen expectantes y quien más o quien menos imagina un descubrimiento que les saque de su ninguneo. Aunque los más viejos rescatan vagamente anécdotas que les contaban sus ancestros nadie sabe con precisión qué hay debajo de aquel pueblo humilde. Tampoco la ciencia ha podido establecer antes una relación de detalle sobre la ciudad mítica que se supone y los datos son extremadamente escasos como para echar las campanas al vuelo. El arqueólogo es un hombre enjuto, miope y reservado. Nadie se atreve a hacerle preguntas y se limitan a observarle a distancia. Ha salido de par de mañana de la modesta pensión, de la que es el único huésped, y se ha dirigido a las afueras. Apenas se ha saludado con dos pastores y un joven que va a trabajar a unos campos no lejanos. El arqueólogo ha dejado atrás las casas de adobe y se ha adentrado por los vericuetos de las bodegas derrumbadas. Luego penetra a duras penas por una fisura del terreno, fiándose de su olfato. A partir de ese momento no se le vuelve a ver por el pueblo. Pasan las horas y no se presenta a comer. Al caer la noche los vecinos comentan extrañados y temen que haya tenido un percance. Los menos alarmistas sugieren que probablemente le hayan reclamado con urgencia de la capital. Incluso hay quien cree haberle visto en el cruce de carreteras esperando el autobús. Al día siguiente la patrona de la fonda prepara el desayuno por si el arqueólogo aparece de improviso. Transcurre la jornada y se sucede otra más sin noticias. Los vecinos, acostumbrados durante décadas a que nadie se acuerde de ellos, comienzan a olvidar al arqueólogo. Algunos se preguntan si lo han soñado. Podrían telegrafiar a la autoridad competente, pero temen recibir una mala contestación. Unos días después nadie menciona el paso fugaz de aquel hombre que debería haber dado con los tesoros ocultos. Estos pasan entonces a formar parte del imaginario particular como si realmente hubieran sido vistos. No falta quien asegura que unas piezas excepcionales, salidas de no se sabe dónde, han sido adquiridas por cierto anticuario de mala fama. La aldea vuelve a sumirse en la modorra secular. Solo el chico esquizoide a quien nadie hace caso, que ni va a la escuela ni le aceptan en las tareas ordinarias, se empeña en que oye golpes de piqueta bajo el mal conservado empedrado de las calles. Cuando, para reírse de él, le preguntan si además de oír también ve, él responde que no, pero que escucha perfectamente voces. Proclama ufano que hay otro pueblo con vida allá abajo, donde fluye el dinero y la diversión. Entonces le dicen con desaire que vaya él a buscar ese pueblo rico y que se quede allí para siempre. El chico se lo piensa, pero se queda callado, reconcentrado en sus fantasías. Por la noche los vecinos, perplejos, creen escuchar bajo sus pies el trasiego y los murmullos de una ciudad despierta. Por temor a que los tomen por locos se conjuran para no decir nada a nadie. Mientras esperan mejores tiempos y cada cual imagina que la ciudad sepultada va a sacarles de la miseria, la vida se les va como otro mal sueño.




miércoles, 8 de octubre de 2014

el niño ciego


(Fotografía de Henry Cartier-Bresson)



El niño ciego morirá por exceso de fantasía. Eso dicen todos en la pequeña aldea. Lejos de tener miedo, como otros niños, a los peligros de la naturaleza y de los hombres, el niño ciego los desafía El desconocimiento no le cohíbe, sino que más bien le hace tomar vericuetos diferentes a los de otros niños. No sabe con precisión cuáles son los riesgos reales y cómo pueden hacerle daño, por más que sus padres le prevengan. Pero eso no parece preocuparle. Cuando se le advierte respecto a los cuidados que debe tener siempre responde: ¿es que los niños que no son ciegos ven mejor que yo? Recuerda entonces algunos ejemplos de accidentes o deslices que les han sucedido a otros a los que el mundo les entra por la vista con el mayor de sus lujos. El niño ciego se arriesga, pero en cada paso aprende a conducirse y se confirma en su valor. Por los olores distingue qué terreno de la campiña bordea. Por el grado de humedad capta si se halla próximo al torrente, e incluso si éste viene crecido. Por el rumor del tráfico distingue, como los perros, si viene algún vehículo por la carretera. Donde lo tiene más difícil es con las personas que pueden salir a su paso. No por la altura, el porte o el ímpetu del otro individuo es por lo que siente cierta inseguridad. Es por las palabras. Teme que tras unas palabras cariñosas se oculte un desprecio, que tras la aparente comprensión solo haya lástima, que más allá de la ayuda que algunos le ofrecen le espere una celada. Para combatir ese miedo, el niño ciego toma la iniciativa y apenas deja hablar a los que se le plantan delante. Donde el niño ciego manda más es en el juego. La tarde está soleada y ha reunido a los demás niños del lugar. Les propone guiarles a ciegas por el campo. Todos tienes que ir sujetos en fila india, con la mano puesta sobre el hombro del anterior, sin abrir los ojos. Les dice que quien abra los ojos quedará descalificado y deberá apartarse. El desafío del juego es tan verosímil que los niños, presas de una agitación inusual, prometen cumplir a rajatabla. Suben a duras penas por los terraplenes, se tropiezan unos con otros al descender por las laderas, chapotean por las partes del arroyo en que no cubre, se deshacen en ayes al pasar entre los matorrales de ortigas. Cuando llegan, sofocados y excitados por la aventura, al campo de tiro, el niño ciego les hace atravesar la alambrada y sentir lo puntiagudo del acero. Los niños flaquean y alguno se queja reprimiendo cualquier manifestación de cobardía que le deje en entredicho ante sus compañeros. Luego se deslizan por los pasillos de las trincheras y bajan hasta una fría casamata. Ninguno se ha soltado del otro hasta ese momento. Entonces el niño les dice que percibe que el enemigo anda cerca y que no van a poder moverse de allí. Que suelten las manos si quieren pero que no abran los ojos. La noche ha caído. Por el campo corren de aquí para allá luces de linternas y se oyen alarmados gritos. El niño ciego alienta a sus huestes. Nada de rendirse, les dice.



sábado, 13 de septiembre de 2014

el funerario


(Fotografía de Lee Jeffries)



Al empleado de la funeraria de la pequeña ciudad, que había estado toda la noche soñando con su propia muerte, el pavor le despertó calado de sudor hasta los huesos. No era la muerte en sí lo que le zahería en los sueños, pues estaba acostumbrado sobradamente a tenerla de cerca. Conocía no solo los rostros de los difuntos a los que maquillaba y dejaba presentables, sino en muchos casos los procesos de apocamiento de los individuos que se veían abocados al fin. La desazón que recordaba haber padecido mientras soñaba venía dada por las diferentes formas que adquiría el acontecimiento. Podría decirse, incluso, que moría varias veces, envuelto en circunstancias diversas y angustiado como si viviera dentro de otros cuerpos que no eran el suyo propio. Soñó que una enfermedad dolorosa le mataba mientras él echaba toda clase de improperios. Soñó también que era ejecutado por mano armada y entonces sentía un enfado terrible contra toda la humanidad: contra los que le disparaban por ser la causa directa y contra los que no tenían, en apariencia, nada que ver, por su pasividad. Soñó que se desangraba en medio de la calle, y ahí la percepción fue de doble rasero, pues, por una parte, la sentía físicamente dulce, mas no podía quitarse de la cabeza una angustiosa sensación de abandono. Soñó con una caída, no recordaba muy bien si desde un piso o desde un acantilado, porque el ruido de fondo igual podía haber sido producido por el tráfico de la ciudad que por el oleaje del mar; los sueños no siempre precisan el origen de los ruidos. Soñó -y esto le aturdió en exceso- que según nacía del vientre de su madre se iba ahogando y que, creyendo estar a salvo una vez fuera, prorrumpía en lloros hasta asfixiarse en el ejercicio de aquella estridencia. Por último, y aunque no se acordaba con excesiva precisión, creyó tener idea de que moría en brazos de una mujer desconocida. Esta sensación desviaba la angustia de los sueños anteriores. La seguridad de sentir a una mujer a su lado, la compensadora imagen del placer, el ronroneo de los gemidos de ambos, obraban como un exorcismo sobre los espantos soñados anteriormente. Fue en un instante de descuido cuando su cuerpo se convulsionó al sentir un cierto tipo de muerte y cómo ésta traspasaba todos los sentidos hasta apagarlos, mientras le parecía escuchar cada vez más lejana la voz de la mujer que pronunciaba alarmada su nombre. Al despertar el funerario de todas aquellas secuencias oníricas percibió un olor fétido proveniente de su cuerpo. Se palpó todo, respiró profundamente, repasó el calendario para comprobar los trabajos que tenía pendientes aquel día y poco a poco fue desprendiéndose del mal gusto de aquellas pesadillas. Las tareas de la jornada los efectuó con rostro risueño. En algún momento de su cometido llegó a escapársele una sonrisa exagerada que nadie advirtió. Cuando acabó fue a su casa, se aseó a fondo y se puso elegante. Tomó dinero de un cajón y llamó a un taxi. "Lléveme donde Madame Juliette", pidió al conductor. "Usted trata cada día con los muertos", le comentó éste, "pero hay que ver cómo le gusta lo vivo". "Vivir y morir no puede ser solamente soñar", respondió el hombre.



miércoles, 20 de agosto de 2014

un asesino




La víspera había sido calurosa, pero aquél día más. Sudaba la tierra, quemaba el polvo, picaban como nunca las espinas agudas de los cactus, los alacranes llegaron a meterse bajo las puertas. Mucha debió ser la tensión desde que unas horas antes dejara caer su brazo oneroso sobre la víctima. Mucha la ansiedad por saber si su acción habría dado fruto. Los guardias le preguntaron, le atosigaron, le conminaron a que no les diese más trabajo que lo imprescindible. Prácticamente le habían pillado in fraganti en la casa, no venía al caso negar ni posponer la revelación de informaciones ocultas. Él fue claro en su estrategia, también firme. Con su camisa todavía salpicada de sangre mantuvo el tipo. Díganos, Mornard, cómo lo hizo, escuchó una y otra vez. Explíquenos por qué, sobre todo el porqué. Los policías estaban perplejos. La víctima, tan protegida, había sido alcanzada y nadie del entorno comprendía que el crimen pudiera haber sido tan fácil. El que quiere matar, mata, dijo altanero el comisario que tomó la investigación sobre el lugar. El hombre que había descargado el piolet estaba curtido. Venía de otra guerra, o váyase a saber de cuantas guerras. Usted ha acabado su viaje aquí, le espera la cárcel de por vida, eso tuvo que oír de un comisario, de un oficial, de un delegado del gobierno.Ni una brizna se movía aquella jornada en Coyoacán, nada se había movido aquellos días en la ciudad salvo su mano. En un gesto certero, como si hubiera golpeado toda su vida -¿cuántos has matado antes?, le preguntaron- había destruido décadas de historia. Como si la historia se pudiera abolir con un crimen. Él, en su celda, en medio de los interrogatorios, pensaba que sí. Que hay dos historias, o más. Que había contribuido a que la historia venidera no fuera la misma. Nadie sabía con exactitud quien era. Ni él mismo, parapetado tras otras máscaras, estaba seguro. La chica Angeloff lloraba en otro cuarto. No estaba retenida, pero una novia tiene que saber mucho, decían los guardias. Y a él: no tiene nada que perder, le insistieron, hable. Todo era personal, la víctima no le caía bien, habían tenido desencuentros. Los funcionarios no entendían qué motivo de discrepancia podía haberle conducido al detenido a cometer la agresión. Tampoco la amistad entre los hombres venía desde hacía tanto tiempo. Mornard ocultaba su caché de combatiente de otras causas. Los rostros de la muerte suelen tener rostros de hombre. Y en aquel hombre, ¿qué había? ¿Una enemistad, un pronto miserable, una intención aviesa que buscaba objetivos más dirigidos? Al fin y al cabo la víctima no era un hombre cualquiera. Es un hombre, pero es un personaje público, dijo el delegado González, nervioso por averiguar las razones que le impulsaban al hombre de rostro oculto. Lo del piolet fue para no meter ruido, ¿eh, cuate? Mornard dijo que sí y agachó la cabeza. Entonces pensó en una idea y en lo más recóndito de su mente formó la frase: a una roca dura hay que golpearla con un objeto duro. Lo soltó. Con aquella descripción, que nadie acertó a captar y que no pasó a la posteridad, el criminal creyó santificar su propia acción. Había perdido una guerra, pero le quedaban otras, pensó para calmar cierta desazón por la conciencia de su suerte. Aquel día aciago el hombre se vino abajo ante los investigadores. Tan pronto como le dijeron que su víctima había fallecido firmó su autoría definitivamente. Sintió regocijo dentro de sí. Había contribuido a una batalla más, que esperaba haber ganado. Lo que no podía él saber que de aquella acción se iban a beneficiar los monstruos, no él. Pero quién sabe. Él era un aventurero. Los aventureros tienen muchos rostros, se dice, y nunca se sabe bien -ni ellos lo saben- qué les conviene. Se adaptan como los cactus. Su medio son las inclemencias de la vida.


lunes, 14 de abril de 2014

insolación


(Fotografía de Tina Modotti)


Tanta luz cenital nos abduce. Las demás mujeres ríen y se gastan bromas unas a otras. Hablan de un toro que han matado al otro lado del río, entre varias. La que baja corriendo por la cuesta trae un trofeo. Las risas se multiplican, yo me apeno. Nunca me ha gustado que maten a un animal y menos a uno de esa envergadura. No es que el tamaño me impresione más por sí mismo, tampoco me gusta que se aplaste a un ratón. Pero no sé qué tiene un toro ni desde cuándo lo admiro que saber de su caída me produce náuseas. Una de las mujeres dice que era un semental viejo, inservible. Eso dice del toro muerto. Yo la replico: "¿Y mientras sirvió?" Las demás corean con carcajadas mi salida. "Eres una ingenua, se nota que no eres de aquí." Eso me dicen, mientras desmenuzan los atributos del animal. La cebada está muy alta, demasiado madura. Desde esta parte del llano, si estás echada, no alcanzas a ver las casas blancas ni la fábrica de harinas. Me entretengo acariciando las espigas, pellizcando los granos en sus vainas, haciéndolos saltar. No corre aire y muchas nos protegemos con sombreros que hace el artesano de la aldea próxima. Otras con pañuelos estampados. Aquí todo es de la tierra. Las briznas de rastrojos que se meten en el pelo, las manos ásperas de las mujeres, los sudores, el agua fresca que se sube desde el pozo que hicieron a la sombra del cerro. Hasta el sol pertenece a la tierra. Allí arriba lo que hay es un dibujo cegador que se expande y que a la vez extravía sus contornos. Solo color inamovible. Su fuerza, sin embargo, está aquí, agitándose entre nosotras y el suelo. Siendo la hora del descanso casi ninguna duerme. Quien más o quien menos charla, provoca a otras, algunas se tiran pequeños terrones resecos, juegan a pelearse con complicidad. "Te acostumbrarás a esto", me dicen al verme pensativa. "A las costumbres, al trabajo, al desasosiego, a las bromas. Aquí no nos molestan ni los hombres", me asegura una de las más avejentadas. Iba a preguntarle por qué no había ningún hombre por esta zona, pero yo no hacía sino pensar en el toro. Me puse de pie, anduve en dirección a la parte alta. Pronto se me acercó una de las segadoras más jóvenes. "Sé lo que piensas", dijo divertida pero no burlona. "Cuando te cuenten la historia del pintor que apareció por aquí entenderás muchas cosas." Me sentí excitada por la novedad. Me planté ante la chica. "Dímelo tú. Qué pasó, quién era, a qué vino a este lugar tan ardiente." Ella, entonces, me adelantó y subió la loma a zancadas. El azul de sus pantalones me deslumbraba y la camisa, zarandeada a medida que aceleraba su carrera, parecía despegarse de su cuerpo. "Espera", le grité. Cuando llegamos al nivel en que el páramo formaba una remontada, la mies tapaba prácticamente la visión del paisaje, apenas unos metros. La luz extrema junto con el fulgor de su rostro por la fatiga me desconcertó. Me vi en su juventud y no vi más allá. Toda aquella luminosidad áurea se iba volviendo poco a poco morada. "¿Ves allá abajo?", dijo. El terreno comenzaba a rebajarse y agucé la mirada. "Solo árboles, muy lejanos, encinas o acaso nogales, no sé", dije. "No, más a la derecha", y sujetó mi cuello y lo ladeó en la dirección avisada. Quién sabe de dónde provenía aquella brisa estremecedora. Respondí mecánicamente. "Sí, allí..."

"Vamos señorita, no se quede de esa manera", escuchó Adelina Aguinaga la voz de la patrona a su espalda. "Es muy peligrosa una insolación a estas horas." Adelina despertó rígida y le pareció que el cuadro se había alterado de pronto. Buscó con la vista enmarañada entre las figuras de las mujeres. Se sintió confusa. La cabeza le ardía, tan pesada. Era como si el cuadro se fuera apagando lentamente.



martes, 8 de abril de 2014

las segadoras


(Fotografía de Sally Mann)


Tras el crujido de la puerta, un apartamento pequeño y oscuro, aunque no demasiado polvoriento. “Déjeme sola”, pidió Adelina Aguinaga a la patrona. Un dormitorio, una habitación como para estar y una cocina diminuta donde no se veían apenas huellas de haber sido usada, salvo el leve goteo de un grifo no bien ajustado. Abrió los cuarterones de la ventana del cuarto principal, si a este angosto espacio se le podía denominar así. Miró con desconcierto y tristeza los escasos objetos. Recontó sin apresuramiento, con devaluado interés. Un hallazgo que contrastaba con el resto de cosas le reclamó. En la pared, exuberante y de tamaño considerable, un cuadro de Ernesto Wilson Eguiagaray, el pintor que dicen que fue hecho preso por los rebeldes del Mato y del que no se supo más nunca. El óleo representaba un trío de mujeres de mediana edad que reían sentadas o encorvadas sobre el suelo de rastrojos de una era. Una cuarta mujer, más joven, venía saltando hacia ellas con los genitales de un toro en la mano. Al fondo campos de cereal sin segar. Mucha intensidad de luz, primando de modo extensivo los amarillos, en combate con los azules de los pantalones de las mujeres que pronunciaban voluptuosamente sus caderas y nalgas. Adelina juega con la luz de la habitación para observar el cuadro. El juego lo hace cambiante. Abre y cierra varias veces las contraventanas. Le parece que al proyectar la luz exterior sobre la pintura, de manera más o menos abierta, los colores se modifican sustancialmente. Los azules se diluyen ocultando parte del cuerpo de las mujeres. Los amarillos colapsan casi toda la superficie del óleo. Incluso las formas y los volúmenes se alteran. La paja se asemeja a un oleaje y la zona de mies no recogida recuerda a un acantilado. Las mujeres crecen o disminuyen en función de los colores. Como si hubiera una mano secreta e invisible que modificara la representación. “No puede ser”, piensa según proyecta la luz del ventanal como si se tratara de una linterna. “Aunque todo es posible. La luz obra milagros, pero esta obra es como si aún se estuviera formando. ¿Cómo habrá llegado hasta aquí? ¿Quién ha habitado de manera modesta este antro?” Se siente enajenada y sus preguntas parecen olvidar el objetivo por el cual ella se halla en aquel cuchitril. No sabe con quién asociar todo lo que se le ofrece a la vista y cuya inspección demora. Solamente el cuadro de Ernesto Wilson Eguiagaray, también llamado el insurrecto en los anales del arte y nadie sabe por qué, alguna historia de juventud posiblemente, le remite a una asociación de ideas que no lograr estructurar. “Papá y Wilson debían conocerse, ya sé que es una intuición mía. Pero un pintor conoce a mucha gente y a ello se debe que venda lo que pinta. Tal vez todo sea pura casualidad. Ni siquiera sé si por aquí ha pasado mi padre.” El lugar era angosto y el silencio abrumaba. De pronto la mujer se relaja, corre una de las sillas y se sienta de espaldas a la ventana abierta al aire y al mundo, frente a la escena de las segadoras que ríen. El sol que penetra potencia los colores. Bebe a morro de una botella de coñac que ha encontrado demediada. Siente la quemazón paulatina en la espalda y una extraña agitación. Se desabrocha los botones superiores de la camisa, descubre sus hombros, estira los brazos, expande la cabellera. Sabe que la somnolencia producida por el sol y el alcohol suele ser fatal. Asume el riesgo de dejarse perturbar allí mismo, ante una escena de segadoras. No entiende por qué no hay hombres en el cuadro, ni siquiera en la zona periférica. Cada vez las mujeres de la escena ríen más divertidas y sudan en exceso. “Si al menos diera con Wilson”, se le ocurre mientras lame sus labios que se van resecando.



jueves, 20 de marzo de 2014

las indagaciones


(Fotografía de Agustín Víctor Casasola)



A raíz de la desaparición de su padre, Adelina Aguinaga Mucientes pidió explicaciones al destino. Buscando pistas sobre el paradero de su progenitor, Adelina Aguinaga Mucientes registró palmo a palmo cada una de las propiedades. El amplio despacho en la Avenida del Libertador, la finca de descanso de los veranos tórridos en el llamado Oasis Beach, la confortable vivienda familiar con azotea en pleno ensanche de la ciudad moderna. Por buscar pidió permiso, y le fue concedido con total comprensión, para registrar la sede de la Sociedad de Cazadores, de la que su padre era secretario. Igualmente accedió, a través de un amigo clérigo, eterno enamorado en secreto de ella, a las dependencias de la Cofradía del Santo Misterio, cuya actividad era escasa pero en la que Agustín Aguinaga figuraba como Cofrade Mayor. Contactó también con el patrón del yate Iskra , de eslora pequeña, compartido de mutuo acuerdo entre las familias Aguinaga y Mucientes, y cuya navegación se reducía a un gasto anual de mantenimiento considerable y a un limitado periplo por aguas de las islas cercanas a la costa peninsular. En aquella tarea de indagación Adelina perdió o, mejor dicho, ocupó semanas enteras. Obsesionada por buscar una razón al incidente más que por hallar al protagonista del mismo bajó cajas, abrió armarios, descerrajó mesas, forzó pupitres contables, ordenó vaciar habitaciones y levantar tarimas, hizo desmontar estanterías cargadas de libros y prospectar oquedades de paredes y falsos techos. Hasta que un día, en las profundidades de un trastero vulgar, cuya inspección casi le pasa desapercibida, saltó un destello. Allí, entre algunos recuerdos de infancia de Agustín y los primeros libros de su aprendizaje escolar apareció un antiguo contrato de arrendamiento. Y en él una dirección: Paseo de los Rosales 555. Cuando Adelina Aguinaga Mucientes se personó en el caprichoso número 555 halló un inmueble deteriorado, en el que había un patio interior a través del cual se comunicaban viviendas de familias modestas. Llamó en la vivienda de la patrona y preguntó, exhibiendo una fotografía de buen tamaño de su padre: “¿Conoce a este hombre?” La mujer del 555 miró la fotografía y miró a Adelina. Tardó en responder: “No estoy segura. Se parece a un hombre apuesto y enigmático que venía por aquí hace tiempo. Pero este hombre parece más joven. No sé, tal vez no sea quien parece.” Adelina Aguinaga se incomodó. “Mírela bien –dijo- es muy importante para mí. Es mi padre, está gravemente enfermo y ha desaparecido.” “Si es idéntica persona, una de dos: o el hombre que venía por aquí, y usted dice que puede ser el de la fotografía, ha envejecido o se trata de otro individuo. Me cuesta reconocerle, no puedo saber si se trata del mismo”, dijo la mujer de la finca, y añadió: “De todos modos, puedo mostrarle el cuarto donde se alojaba aquel hombre que no ha vuelto por aquí. No volvió a alquilarse jamás y no por falta de inquilinos. El hombre que venía dejó pagado el arrendamiento por muchos meses.” Adelina Aguinaga Mucientes palideció. Respondió sin fuerza que sí, que se lo mostrara. Por primera vez empezó a sospechar de una doble vida de su padre.




sábado, 1 de marzo de 2014

el paciente fugado


(Fotografía de Sally Mann)


Cuando a Agustín Aguinaga le hicieron saber de su mal se quedó en blanco. Esa fue la impresión que causó al equipo médico, a su mujer y a los hijos, que fueron testigos de la aciaga noticia. Pero aquella ausencia repentina de la realidad por parte de Agustín Aguinaga no era bloqueo, ni shock, ni siquiera desconcierto. Antes de que procediera a racionalizar cuanto le habían informado su mente fue más sabia y le evitó el trago de una muestra de desesperación. Él, en aquel espacio blanco y luminoso de la consulta, sonrió levemente. El escenario no era en absoluto dramático. Los ventanales comunicaban la visión de una ciudad en pleno apogeo, una idea que siempre se asocia con la garantía del vivir. Las radiografías dibujaban un cráneo que parecía una obra de arte y que al mismo paciente le recordaba las calaveras en cristal de roca tallados bellamente por los aztecas. Las pruebas nucleares ofrecían un mapa de colores cuya belleza plástica estaba fuera de toda duda. La simpatía de la enfermera ofreciendo un café a los convocados en la consulta superaba cualquier protocolo formal. Una música relajante y medida se sumaba de manera benefactora al trago de la situación. El ambiente invitaba a una aproximación entrañable entre los reunidos y todos los elementos estaban dispuestos para proporcionar calma y evitar excitaciones siempre esperables. Los doctores adoptaban una actitud laxa y cordial. La esposa de Agustín Aguinaga permanecía expectante y lívida, pero mantenía una conversación que pretendía distendida. Los dos hijos no pudieron contener su afección y salieron de modo discreto, pero con cierta precipitación. 

El paciente permaneció reservado, sin ofrecer muestras de incomodidad ni desasosiego. Tras su aparente rigidez, Aguinaga se había abstraído del instante, del diagnóstico y hasta de la valoración del caso. Cuanto había escuchado momentos antes lo había aparcado en algún espacio secreto de su cerebro. Nadie de los presentes forzó la situación. Él dirigía su mirada a un territorio interior que preservaba de siempre y al que recurría en los momentos de confusión o de crisis circunstancial. Pensaba en aquel ámbito que protegía con fuerza dentro de sí y que a su vez le amparaba de un sufrimiento innecesario, al menos durante un cierto tiempo. Rescataba determinados momentos felices de su pasado, no los que ofrecían imágenes de movimientos y ajetreo, sino los que le aportaban el disfrute de la quietud. Se recreó especialmente en la arboleda de su infancia y se veía nuevamente contemplado absorto el curso del arroyo. Aquella actitud solitaria le proporcionaba bienestar entonces y le enajenaba ahora. Envidió aquella época en que las preocupaciones apenas existían y todo estaba pendiente de ser trazado. Enrocado en la contemplación de su paisaje íntimo y acogedor, se alejó de la conciencia. Los que le rodeaban dieron muestras de impaciencia y turbación. Con delicadeza trataron de atraer la atención del paciente. “Entonces, Agustín, ¿qué le parece que hagamos?”, oyó que le preguntaba afable pero apremiante el jefe del equipo médico. “Hay muchas probabilidades de éxito. La zona afectada está muy localizada y es fácil de aislar. La técnica es avanzada. La reposición será rápida. Los tratamientos posteriores están garantizados prácticamente al cien por cien para que eliminen cualquier posibilidad de recidiva. No tenemos la bola de cristal, pero, ah, disponemos de algo más perfecto: la capacidad de entrar en su cuerpo y corregir el mal y cualquier añadido que podamos encontrar por el camino.” La mera idea de que otras manos intervinieran sobre Agustín Aguinaga irritó sobremanera a éste. Él, que siempre había concebido unas manos para la caricia o para el arte, no podía soportar la idea de que entraran a saco en su cuerpo con todo el utillaje, como si fuera un automóvil o una lavadora. Se levantó, miró a los médicos, a los ayudantes, a su mujer. Se arrimó al amplio ventanal del edificio inteligente y dijo: “Mirad la nube de smog que va llegando. ¿Cómo vais a curar eso?” Luego se volvió a todos y sonrió con apacibilidad y bonhomía. “Dejad que lo piense”, comentó concisamente. Y se fue. 

El expediente médico donde se describía el mal de Agustín Aguinaga fue archivado provisionalmente. Nadie supo dar razón de él y nadie se presentó a pagar los gastos de las complejas y costosas pruebas a que le habían sometido. Alguien dijo que había sido visto en el valle de una región remota, en una choza a la orilla de un río. Pero las autoridades de la zona nunca dieron con él.



domingo, 9 de febrero de 2014

el otro perplejo


(Fotografía de Robert Capa)


Nos han despertado con brusquedad y pocas palabras. El día aún oscuro y los hombres moviéndonos al son de las órdenes. Es un ejercicio, ha dicho un oficial. Hemos formado en el patio. Un cabo ha repartido armas y munición. Luego hemos subido a unas camionetas sin que supiéramos el destino. Nos mirábamos entre nosotros, nadie se atrevía a hacer preguntas. El viaje ha sido corto. Hemos llegado a la zona industrial abandonada, en el linde de la carretera que separa el extremo de la ciudad del bosque. Allí había un retén y varios hombres sin abrigar, tiritando y maltrechos, sentados en el suelo. Detrás, la instalación inhabilitada de los hornos donde se fabricó durante décadas el ladrillo para toda la región. Sus paredes, pura albañilería de la mejor calidad, están salpicadas de metralla. Más allá, las dos chimeneas, inútiles testigos de un tiempo desaparecido, despertando de la noche. Los del retén fuman y ofrecen cigarrillos a los detenidos. Nadie habla. Las únicas comunicaciones son el vaho y la desazón. Entre los detenidos he reconocido a un hombre con el que he compartido muchas vivencias en el pasado. No sé cómo ha podido llegar hasta este lugar, ni cómo se halla en esa situación penosa. Él no me ve a mí. Apenas hay luz. Tiene la cabeza hundida y la mirada absorta en el pavimento. Prefiero que no me vea. Las amistades en este momento no deben existir. Ya me lo habían advertido: encontrarás a viejos conocidos, tal vez a amigos que fueron íntimos, incluso a familiares. Haz como si no los reconocieras, eso me dijeron. La visión del hombre –no me atrevo en mi interior ni a llamarlo amigo- me ha puesto extremadamente nervioso. Lo disimulo hablando con el resto de la tropa. No hay duda alguna de que voy a formar parte del piquete. Sobran soldados, pero saben que tengo buen tino. No me libro. Trato de evitar los recuerdos. Las aventuras que compartimos ese hombre y yo, las inquietudes confesadas, las rebeldías arriesgadas. Cuanto menos recuerde mejor cumpliré las órdenes. Al fin y al cabo, yo no las he decidido. Maldito pensamiento con el que trato de justificarme. El miedo me sacude. Esto es una barbaridad, pero no tengo escapatoria. Como no la tienen toda esa fila de condenados sin aplicación de justicia alguna. Ellos dejarán de vivir. Yo saldré adelante, estoy con los que ganan. Los males de la conciencia siempre se superan. Eso dicen. Pero cuanto aprendimos juntos ese hombre y yo, como si fuéramos a levantar el mundo, no se olvida fácilmente. Ni los amores por los que apostamos. Cómo ignorar cuanto él hizo por mí, facilitándome relaciones con mujeres. No lo hubiera logrado con facilidad, debido a mi manera de ser callada y retraída. Todo eso no tiene precio. Maldita retentiva cuyo vuelo demoledor me alcanza. De pronto veo el rostro de su madre en la puerta de su casa, y a su padre llegando de la jornada agotadora de la usina, y los hermanos corriendo calle arriba del arrabal, y los tragos de clarete por las tabernas. Basta. No debo ejercitar la memoria. 

Empieza a dolerme la tripa. Un soldado de la compañía, que debe sentirse como yo, hace chascarrillos inocentes para distraernos. Va clareando. El oficial ordena que los vencidos se levanten. Algunos de ellos no lo hacen. Uno replica: tú no me mandas. El oficial no responde. Ordena al retén que les pongan en pie. Hay demasiadas armas para que ellos intenten un forcejeo estéril. La mayoría adoptan una actitud de indolencia. El que ha saltado antes arrastra a unos pocos a manifestar el desprecio y la insumisión. Pronto están todos de espaldas a la cerámica. Uno decide de pronto que no quiere ser ejecutado así. Lo expresa: si me matáis no quiero veros, me dais asco. Otro dice que él sí, que quiere mirar con odio a los verdugos. Lo dice de este modo retórico, como si se tratara de un mitin. En cierto modo lo es. Son las últimas palabras que puede permitirse. Me he colocado bastante atrás del piquete, quiero evitar que mi amigo me identifique. 

El alba permite ya el acto luctuoso. Es triste que algo tan bello y estimulante como un amanecer, símbolo siempre de la vida natural que nace cada día, se frustre con este crimen. Me bloqueo. He pensado en la palabra crimen, luego me estoy diciendo a mí mismo que eso es lo que vamos a cometer. Y yo, el soldado de mejor puntería, seré un asesino. Aunque luego me alaben los compañeros y hagan figurar el gesto del deber cumplido en mi hoja de servicios. La fila de los condenados es desigual. Todos tiemblan. Nosotros también, pero para ellos no hay esperanza. Un hombre en el extremo solloza, algunos escupen amargamente, varios más mascullan insultos. De frente o de espaldas, el frío ya les derriba antes de que suene la descarga. Mi amigo ha dado un paso al frente. Me mira fijamente. Sus labios pronuncian algo imperceptible, solo destinado a mí. El pelotón se ha preparado. El oficial, con voz aguardentosa, decide. Pronuncia el ritual fatídico de estos casos. Todos apuntamos. Mi amigo me sigue mirando. Desearía gritar, reclamar mi intervención. Tiene los ojos brillantes pero no emiten odio. Me protege y tengo la sensación de que siente lástima por mí. La descarga abate a todos los hombres. Mi amigo cae también. Yo no he disparado. Mi dedo ha traicionado al gatillo.



martes, 28 de enero de 2014

perplejidad


(Fotografía de Agustín Víctor Casasola)




No sé qué día de la semana es pero hace frío y me siento desamparado. Todos esos hombres ahí enfrente. Y todos estos otros en hilera conmigo. Qué diferencia de filas. Armados contra desarmados. Aunque bien puede ser que en lo más profundo de todos, de unos y de otros, sea al revés: que ellos sean los frágiles y nosotros los invencibles. Dos oficiales que van con los de enfrente están discutiendo sobre en qué posición deberíamos colocarnos. De momento tenemos a la espalda el lienzo de ladrillo de la antigua fábrica de cerámica, hoy en desuso. Todos tiritamos, los de esta parte y los de la otra, todos por el frío y algunos por el miedo más devastador. Ellos se recuperarán y nosotros no. Decir que acaso nosotros también tienta pero es un contrasentido. Nosotros solo pagamos el precio de un viaje sin retorno. Por lo demás, el silencio y ciertos quejidos menudos es la norma que impera en esta mañana hosca. El hombre que tengo cerca me informa desde su miedo. “Con un poco de suerte nos colocarán de espaldas a ellos, así que no veremos cómo lo hacen. Claro que también podrían dejarnos como estamos ahora, y hasta vendarnos e incluso dejarnos atados. Si me dan a elegir, yo prefiero mirarlos. Ver la cara del que te asesina es la última perplejidad que se nos ofrece. Más cruel todavía porque no podremos ya contarlo a nadie.” Mi compañero más próximo parece ilustrado. No entiendo cómo tiene ganas de hablar, debe ser una necesidad como otra cualquiera, como la de aquel hombre del extremo que está sollozando. Yo sé por qué los hombres que están conmigo han llegado hasta esta situación extrema. Pero no entiendo por qué me ha tocado a mí. Ellos tienen ideas revolucionarias o simplemente la cultura les estalla en el pecho y quieren ir más lejos, hacerla llegar. Algunos serán meros discrepantes o gentes que alguna vez han prestado atención a quienes les han hablado de que las cosas no podían seguir tal como estaban. Jugadas que han salido mal. Por lo tanto podría decirse que todos ellos se lo han buscado. Cuando se llega a donde se ha llegado cabe esperar el peor trato. Nadie se acuerda ya de hablar por las buenas y de echarse una mano. Aquello de expresar cada uno lo que cree o lo que piensa estuvo bien en el pasado y funcionó. Parecía que siempre iba a ser así, que no se iba a volver a los peores tiempos. Todo el mundo se toleraba, se excitaba en las palestras públicas y se promovían protestas, pero al final todos tomaban vinos juntos y compartían mesa. Algo debió agriarse para que hoy estemos aquí, en dos bandos, en dos destinos. Yo sé que no he hecho nada, y estaría de más que ahora gritase que no he tenido que ver con ningún motín ni conciliábulo ni increpación. Ya es tarde. He sido un hombre común y moderado, incluso discreto. Algo debió haberse complicado para sentir ahora mismo en la espalda el frío de la obsoleta cerámica. Una confusión, una envidia, un recelo. ¿Cuándo alzó alguien una sospecha sobre mi persona? Trato de repasar qué he podido hacer mal para otros, para los que han desatado este despliegue de fuerza bruta. Algún día dirán mis nietos: lo ejecutaron porque no se quejó. Pero yo sé que si ahora me quejo mis guardianes encontrarán la justificación definitiva para librarse de mí. Admiro a esta gente que va a llevar el mismo fin que yo. Ellos al menos saben por qué van a ser liquidados. Cabía en el cálculo de posibilidades de la vida que han llevado, aunque algunos no esperaran este cambio de rumbo tan desdichado. Pero lo mío está carente de emoción, de valor. No hay nada peor que morir sin sentido. Y ahora me doy cuenta si no será la vuelta de la vida que se nos ofrece a los que vivimos de idéntica manera. Sin procurar mayor interés, sin inferir una defensa, sin recabar la hermandad con otros hombres. 

“¿Por qué a ti no te quieren?”, me pregunta el hombre de al lado que debe haber descubierto mi estupefacción. Podría haberle contado todo lo que ha pasado por mi cabeza, pero sería ridículo. Prefiero ser lapidario: “Esta gente no nos quiere a nadie.” Sentí in extremis que me unía al coro épico. Un absurdo y justificativo canto más de los que no tendrán ya voz para hacerse valer.