(Fotografía de Lee Jeffries)
Le pusieron de nombre Sísifo por un capricho. Su abuelo, insigne archivero emérito, consideró que el personaje mitológico se merecía un hueco entre los humanos modernos. Cuando el nieto llegó no se anduvo con vacilaciones: todos sois unos sísifos y no os queréis enterar, sermoneó a la familia. Y añadió: Aquel hombre fue un héroe, mayor que todos los que lucharon en Troya y mucho más merecedor de reconocimiento que los dioses haraganes. Porque, a ver, si tuvierais que salvar a uno solo de toda aquella legión de mitos, ¿elegiríais entre los que se encontraron todo hecho o a quien no ve fin en el esfuerzo de seguir viviendo? No hubo cumplido dos años cuando Sísifo tuvo que escuchar de labios de su abuelo la historia del personaje que llevaba su nombre. A los seis ya preguntaba: abuelo, ¿toda la vida tendré que subir con la piedra a la montaña, tirarla al abismo, recogerla y volver a cargar con ella? Entonces, ¿de qué voy a vivir? En su mirada de niño creía que la piedra era tal, una roca inmensa con la que tendría que perjudicar la espalda, sin márgenes para otro quehacer. Cuando inició la pubertad, su abuelo le fue aleccionando en secreto: Te he puesto Sísifo pero no para que seas Sísifo, al menos no uno cualquiera, le informó un día con solapada complicidad. Pero todos creen que voy a ser como ellos, le respondió el niño. Que lo crean, pero tú huye a la primera que veas el camino expedito, le increpó el abuelo con rabia. En la familia, que quien más o quien menos se sentía burro de carga de las circunstancias que implican la supervivencia, confiaban en que Sísifo les superase y llegara a ser alguien. Los más egoístas incluso soñaban con que les redimiese de aquella vida de dificultades, siquiera para sobrellevar la vejez con cierta holgura. Con vistas a ello y puesto que el chico era despierto e ingenioso se plantearon darle estudios, hiciera falta el sacrificio que fuera. Por lo menos este chico llegará a catedrático, decían las visitas. O a juez, apostaban otras. ¿Por qué no a ministro?, llegó a pontificar a la ligera un pariente clérigo al que se le hacía la boca agua solo de pensarlo. Y Sísifo los miraba con ojos sumisos, ruborizándose y soplando el flequillo revoltoso que le cosquilleaba las cejas. El abuelo murió un mediodía gris de otoño, tras haber echado un trago de vino peleón al que era aficionado. Sísifo, antes de poner en aviso a la familia, limpió el hilillo granate que caía sobre el cuello del abuelo. Luego musitó un juramento furtivo, tal como el anciano le había enseñado que también había hecho Aníbal en la muerte de su padre. Con la mano en los labios del cadáver, dijo a modo de gesto solemne: No me quitaré jamás el nombre, pero en cuanto pueda tiraré la piedra para no volver a cargar con ella en esta vida. Apenas había cumplido los diecisiete años cuando Sísifo fue reclamado por una leva que movilizaba a los jóvenes de toda la comarca con objeto de defender no se sabía bien qué intereses de la nación. Se separó de la familia entre lloros de ésta pero nunca llegó a presentarse en el acuartelamiento. Un hortelano de las afueras de la pequeña ciudad, que fue el último en verle, contó unos días después que Sísifo le había comentado: No voy a dejar de llevar el pedrusco de mantener a la familia para tener que echarme encima una roca tan pesada y peligrosa que defienda a los señores. Muchos años después se habló de que en un país transoceánico había prosperado un comerciante de especias llamado Sísifo, del que los viajeros contaban que era atacado de manera cíclica por cólicos traviesos de riñón.