...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

miércoles, 30 de enero de 2013

desaparición


(Fotografía de Anders Petersen)


Hoy hace recuento de sus recuerdos. Un río chiquito. Una arboleda. Una huerta. Un gallinero. El caserón donde se aloja con la familia. Cuatro o cinco ventas más en la cercanía. Una cuesta hacia la ciudad. Un hospital y su murallón. Árboles frutales. Otro río un poco mayor. La presa del río. Los cultivos de maíz. El lúpulo serpenteando los chopos. La carretera, huérfana de vehículos, donde los perros se tienden a echar la siesta. Cada elemento físico lo puede desdoblar en otros. Cada espacio le conduce a un tipo de vivencias. Así, por ejemplo, el río implicaría la senda de ortigas y la fila de niños y jóvenes que van a nadar. La cuesta, la subida semanal a la ciudad para ir al cine. La taberna de la venta expele el olor a tinto pero también el de las tarteras de los obreros. La arboleda, el juego de escondite y el indescifrable enigma que suponían las niñas para los niños. El camino que atraviesa la arboleda tiene a sus pies algunas casas apartadas. En cada una de ellas subsiste un misterio. O una ocultación. ¿O acaso no es lo mismo? Los mayores les decían: "No os acerquéis a tal casa". Luego supo que unas mujeres llegadas de no se sabe dónde recibían allí a hombres de manera secreta. Otra de las casas es de lo más hermética que uno pudiera imaginarse. Las ventanas están siempre con las persianas echadas. No hay corral, ni perros, ni niños. Nadie de la vecindad ha entrado nunca. Viven dos hermanos adultos. Él trabaja en una fábrica cercana. También repara bicicletas. Es apocado. Va siempre vestido con un mono azul. Los domingos bebe de más, pero no molesta. Se muestra afable pero a la vez distante. Nunca habla de sí. A la mujer no la ve nadie. Dicen que baja a lavar al río cuando amanece. La gente de los alrededores la tiene estigmatizada. Los chicos la provocan y la llaman pestes cuando pasan delante de su puerta. Ella les contesta airada desde el interior, sin hacerse ver. El tiempo pasa muy lento por aquel país. Como mucho se mira al calendario para las fiestas, y a veces ni para eso. Las labores se guían por el cielo, como en los tiempos más antiguos. El tiempo transcurre sin que nadie sea su dueño. Más que un regalo los días son una condena. Una tarde de otoño el hermano se presenta en el cuartelillo. Que su hermana no aparece desde la víspera, dice al sargento. “Pero si no sale nunca - responde éste descreído- ¿Has mirado bien por toda la casa?”. "Sí, pero no está, he mirado hasta en el pozo", responde él sumiso. El guardia se vuelve más insolente, incluso sarcástico: “¿No será que se ha ido con alguno? Ya aparecerá.” El hombre se va y no vuelve por allí. No la busca, no la espera, no la añora. Nadie indaga. Una loca menos, dicen los vecinos. También dicen que por la noche hay una luz que no se apaga nunca.


viernes, 25 de enero de 2013

persecución


(Fotografía de Alex Howitt)



Le he visto por la calle. Él no me ha visto. O si me ha visto me ha ignorado. Le he observado. Estuve tentada a llamarle. Me dije: para qué. 

Iba despistado. O era una apariencia, una envoltura defensiva. Caminaba despacio. En ocasiones se paraba ante escaparates que no entendí qué interés podían suscitar en él, que despreciaba los comercios. Le he seguido. Como a veces se detenía de improviso y permanecía absorto, pude cruzar por detrás y situarme en otra posición desde la cual le divisaba con claridad. Su rostro mudó en breve tiempo varias veces. Tan pronto adquiría un gesto sombrío como distendía sus facciones. O bien enarcaba el ángulo de sus ojos y se mostraba grave o bien entreabría su boca con una sonrisa generosa. Pensé que todos aquellos cambios eran producidos por alguien que llegaba. Pero nadie se le acercó. Luego continuó caminando. Siempre fue muy propio de él combinar ritmos pausados con otros más veloces. Pude comprobar que se producía algo en este hombre que antes no era habitual. Su carencia repentina de expresión. Una mudez estatuaria. Un modo de permanecer de pronto reconcentrado, ausente, rígido, con la mirada perdida. 

Admito que me asusté un poco. Incluso pensé que siendo él no era el mismo. Uno puede llevar el mismo nombre, portar las mismas características en un cuerpo que no se altera todos los días, o al menos no lo hace de modo perceptible. Incluso puede conseguir que la gente del entorno acepte su máscara y le reconozcan en ella. Y sin embargo, vivir pequeñas metamorfosis, que ocultan su personalidad o hacen aflorar una nueva. Tuve la sensación de que hablaba solo en voz alta, moviendo atropelladamente los labios. O que se reía, ladeando la cabeza a un lado u otro, asintiendo o negando. Incluso vi que pesaroso se pasaba la mano por la frente, expeliendo agobio. Luego gesticuló ante su sombra con las manos o estiró y encogió el cuerpo alternativamente. 

No pude evitar seguir pendiente de sus pasos. Me arrastraba una mezcla de curiosidad y bochorno ajeno. ¿Tal vez una inconsciente necesidad de protegerle más allá del vacío que nos había dividido? Miré alrededor, en la convicción de que alguien se le aproximaría. Pero él se mezcló con la gente que iba nutriendo el bullicio del mediodía. Por unos momentos creí haberle perdido. Me apresuré. Le percibí nuevamente a cierta distancia. ¿Por qué tenía que darme pena aquella figura patética que deambulaba como un orate? Algo de los viejos tiempos que ha reblandecido el callo formado dentro de una, pensé. ¿El tiempo nos lleva a compadecernos de quienes fueron en algún momento nuestros enemigos? De pronto le vi de espaldas, ante una puerta. Ocupando con su estatura considerable todo el marco. Cuando se movió avanzó desde detrás suya una mujer de cabellos de fuego que, jugueteando,  se abrazó a él. 

Me escondí tras una columna del soportal. Me sentí miserable. Me consumí allí mismo.


domingo, 20 de enero de 2013

la muerta

(Fotografía de Vivian Maier)



“¿Creéis que estará bien muerta?”. Las niñas que se habían quedado sin amiguita hablaban quedamente. Sentadas en las escaleras de la antigua casa recordaban el ajetreo de las últimas horas. ¿Acaso hay mejor sitio que unas escaleras para las confidencias? Aquel era el lugar en que los tiempos y los quehaceres se repartían a lo largo del día. Donde las madres charlaban mientras se hacía la comida. O los hermanos mayores besaban a sus novias. Y también donde los vecinos recibían al casero. De ordinario las niñas tenían allí sus conciliábulos al atardecer, como si de una sociedad secreta se tratase. “Lo digo en serio”, insistió la que dudaba. “Deberíamos ir y comprobarlo”, dijo una más osada. “Siempre está acompañada, no va a ser sencillo”, replicó otra. “Mirad, no es difícil, aunque haya gente. Podemos hacer como si vamos a darle un beso y le ponemos la mano a la altura de la nariz o la olemos. O mejor aún, la pinchamos”, planteó la más razonadora. Habían puesto a la niña muerta en la misma habitación en que dormía. La funeraria había extendido una especie de tapiz blanco a lo largo de la pared principal, tapando los muebles. Todo era blanco. El ataúd, las flores, su vestido. “Ya sé que es la costumbre pero, chicas, qué sensación tan falsa da ese tono blanco. “, dijo una de ellas y añadió: “¿Por qué la pureza tiene que ser blanca?”. Estuvo a punto de darles a todas la risa, pero se contuvieron para no ser oídas. “Creo que al que se le ocurrió la idea fue porque echó los colores a suertes”. Nuevo esfuerzo por no romper a carcajadas. “No está bien que hagamos bromas, ya veis que la muerte existe. No era una amenaza de los mayores cuando hacíamos algo malo”, dijo la única niña del grupo que menos hablaba. “¿De qué se habrá muerto?”, pareció que coincidían todas a coro. “Mi hermano me ha dicho que hay muertes que son más misteriosas que otras”, comentó una de ellas. “A mí me parece que morirse siempre es un misterio, porque no se entiende bien que ayer respires y juegues y hoy no”, dijo la que siempre dudaba. “¿Y si se ha muerto de pureza?”, soltó la que apenas intervenía en las conversaciones. Todas se miraron y una habló por las demás: “Ah, entonces creo que nosotras estamos a salvo”.


miércoles, 16 de enero de 2013

señales

(Fotografía de Laure Albin-Guillot)


“La señora que solía venir por aquí dejó ayer esto para usted”, sorprendió el camarero al hombre del gabán. Ambos se miraron con discreta complicidad. Él dio las gracias, tomó el sobre y pidió un vermut seco. Luego leyó. 

“Estimado señor. No me culpe por aquel desplante. No lo fue. Pero admito que me desconcertó. En cierto modo estoy cumpliendo mi promesa de hablarle otro día. Oh, no, tampoco es que vaya a responder ahora a todo lo que usted demandaba de mí tan curiosamente. Pero alabo su atención, su valor y, cómo no, ese amago de indiscreción que me ha llevado a echarle en falta los últimos tiempos. Bien podría yo también decirle: hábleme de sus indecisiones, de todo aquello que le frena para dar pasos que no acaba de dar. Hábleme de su medida del tiempo, o de su nihilismo respecto al tiempo, algo inconcebible entre los humanos que pugnan por situarse cada día en un espacio del que se apropian vanamente y no en el margen como usted da la sensación de vivir de modo permanente. Hábleme de su espera, del sentido que concede a la espera, tal vez errando pues la espera es vacío. Puedo entender que usted vea ahí una fuente inagotable de imaginación. Puedo aceptarle que se recree en sus fantasías, pero al precio de no tocar jamás un fin palpable. ¿Temor a arriesgar y perder? ¿Perder lo que no se decide a poseer? Hábleme de esas maneras que tiene de desarrollar su inventiva; figuraciones y sueños que construyen sus relatos. ¿Es usted así en la vida real? Cuénteme de sus razones, acaso superficiales, para observarme día tras día mientras pasé por el bistró. Dígame si acaso su mirada hacia mí se dejó llevar por instintos más descarnados o por motivaciones recónditas que no alcanzo a ver con claridad. Le escucharé, aunque no se lo pregunte, sobre cualquier manifestación que su mente haya producido a causa de mi repentina ausencia. ¿Debería advertirle de que no me he ido para siempre? Ciertos asuntos pendientes me han obligado a acercarme hasta la costa. Pero este clima es demasiado frío emocionalmente para mí. Sí, cualquier día apareceré de nuevo. No le ocultaré que espero que usted no haya cambiado.” 

El índice y el pulgar patinaron al unísono sobre el papel. A continuación dijo: “Laurent, tráeme otro vermut”


viernes, 11 de enero de 2013

el bibliófilo


(Fotografía de Herbert List)


“¿Qué va a ser de ellos cuando yo falte?”. Era un pensamiento que le estremecía. Él se alejaba cada cierto tiempo y los dejaba solos. Tomaba aviones con frecuencia, atravesaba intrincados valles de cordilleras en ferrocarriles inseguros, embarcaba hacia puertos fluviales perdidos en el conflictivo corazón de otros continentes. Y siempre los llevaba en la mente. “¿Qué será de ellos si me pasa algo?”, pensaba con obsesión atroz. Podría también ocurrir algún suceso mientras él estaba ausente. Pero esta posibilidad no le angustiaba tanto. "Con el azar todo es posible, pero no probable", se decía a sí mismo para desechar el temor. Sin embargo, no sabía por qué, tal vez por la agitación a la que periódicamente se veía sometida su vida, la idea de dejarlos huérfanos le perturbaba. Había noches en que imaginaba la caída del bimotor en el que viajaba o cómo se despeñaba su tren por el abismo brumoso de valles encajonados. Y que él moría. Entonces la ansiedad le poseía y unos fantasmas le llevaban a otros más tenebrosos. Entendía que un accidente casero pudiera castigar o acabar con la vida de sus protegidos. Pero la sospecha fundamentada de dejarlos a la intemperie para siempre, eso no podía asumirlo. Y sin embargo, las posibilidades de que a él le sucediese algo irreparable aumentaban a medida que, en su desmedida vida de aventura, no cesaba en incursiones a través de territorios cada vez más hostiles. 

Una noche soñó que un tal doctor Kien, atrapado en el incendio de su propia casa, le llamaba a gritos desde el fondo de una de las narraciones más soberbias que hubiera leído. "No les abandones, no les dejes tirados", le decía aquella voz que se consumía entre las llamas de la desesperación. Cuando despertó estuvo dándole vueltas: “¿Deberé buscar yo también el camino del sacrificio? ¿Pero cuál? ¿El de ellos, el mío, o acaso el de todos?”. 

A la vuelta del último viaje entró en la mansión, donde aquella infinidad de textos rescatados en sus viajes cohabitaban como hijos pródigos que habían regresado a la casa del padre buscando el amparo. Luego levantó las persianas y dejó entrar la luz del día. Lentamente pasó la mirada por todas las paredes repletas de estanterías. “No tenéis por qué preocuparos. Jamás seréis de otros que no os comprendan”. La interminable sala emitió un crujido, como si expresara un doloroso temor por las palabras pronunciadas por el empedernido bibliófilo.


lunes, 7 de enero de 2013

el coleccionista de locuras

(Fotografía de Herbert List)


Coleccionaba las locuras como quien colecciona cromos. Cuando alguien le inquiría por qué tal afán extravagante, él respondía: “Me hacen ver el mundo más auténtico”. Una vez le propusieron montar una exposición de locuras, para lo cual se interesaron sobre sus procedimientos. “Las meto a todas en tarros. Algunas son esencias exquisitas; otras, francamente nocivas”, se despachó a gusto. “También las pongo un tapón hermético, luego las etiqueto por fecha y por intensidad de sabor; porque las locuras saben, ¿no lo sabía usted? Algunas locuras saben tanto, es decir tienen tanto sabor, que llevan a probar más locuras”. Un periodista se interesó: “¿Acaso se conservan bien las locuras tratadas con ese exceso de celo?”. A lo que nuestro hombre respondió sin dudar: “No solo se preservan en su punto sino que a través de mi sistema se evita que haya una fuga indiscriminada y sin control de las locuras. Porque, ¿sabe usted?, algo muy particular y expuesto en las locuras es que se afinan entre sí y nunca se sabe si unas van a abrir otros tarros de locuras. O qué sueños, o qué deseos, o qué ansiedades”. 

Ya se sabe cómo es la prensa de aparente. Un reportero tiene que imponerse a otro con alguna nueva boutade. “¿Nos quiere decir usted que el riesgo de que las locuras no se circunscriban a sí mismas es latente y que en cualquier momento podemos sufrir las consecuencias de un contagio?”. El coleccionista y protector de especies de locuras se volvió airado hacia el plumilla. “¿Es que usted es nuevo? ¿No ha oído hablar de los desmanes que las locuras pueden provocar en el medio ambiente, de manera análoga a como lo hacen entre sí? Pues eso puede suceder porque se ha ejercido un maltrato sobre las locuras. Se las ha combatido como bestias de la peor condición, mientras la historia y las tierras de los hombres se llenaba de sangre causada por los cuerdos”. Se hizo un silencio desconcertante. Todos los asistentes a la presentación advirtieron cómo fluían a tropel los hematíes a su rostro y de qué modo se tensaban los músculos de su cuello esbelto. 

Otro periodista se atrevió a incidir más sobre el trabajo del hombre. “Algunos le acusan de que usted no es un simple coleccionista, sino que aprovecha su capacidad recolectora de locuras para entrar en el terreno de la manipulación. ¿Tiene que decir algo al respecto?”. Él se había enfriado. “¿Qué quiere que le diga? Me siento en el deber moral de intervenir. Muchas veces las locuras almacenadas se desvirtúan. Hay locuras que adquieren carta de solera, trocándose en reserva añeja, podríamos decir. Estas últimas son sumamente peligrosas. Hay que vigilarlas y administrarlas con prudencia puesto que pueden alterar algunas zonas del organismo, o varias extensiones de éste. Si yo u otros como yo no lo hiciéramos, ¿qué sería de todos ustedes?”. El organizador del acto quiso poner su granito de arena. “Maestro, ¿cree que hay alguna locura en peligro de extinción?”. Y el maestro: “Hasta el momento, y mire que hay miles especies que han desaparecido desde el Mesozoico o antes, y que muchas otras ahora mismo están en trance de hacerlo; pues bien, que se sepa, todas las locuras permanecen íntegras desde que se sabe de la relación de la historia y nacen otras nuevas que, muchas veces, no son sino pequeñas variantes de las eternamente conocidas”. 

El reportero descarado quiso volver a romper la baraja y realizó la pregunta del broche final. “¿Qué locura considera como la más peligrosa de todas? ¿La codicia, la soberbia, la mentira encubierta, el mando…?”.  “Sin dudarlo se lo digo -afirmó el coleccionista de locuras- y  no sé si es la más peligrosa por su intensidad o por su antigüedad: el amor”. “Usted está loco”, le increpó el otro. “No lo niego. Dispongo de la colección más completa de esa especie que pueda imaginar, señor mío.”



viernes, 4 de enero de 2013

en el cine

(Fotografía de Katia Chausheva)



La chica masticaba chicle a su lado. La película no había comenzado y pensó en cambiarse de asiento. Teme tanto los ruidos que la gente hace con la boca. Le retuvo un cierto aroma agradable que se infiltraba por su nariz, le humedecía la boca y se fijaba en el paladar. Y degustó tanto de aquella insalivación que no sabía bien si era propia o le llegaba también con el perfume que la joven emitía al ejercitar las mandíbulas. Estiró su cuerpo hacia atrás para mirar a la mujer de reojo. Era muy morena de piel y el cabello tan absolutamente negro que pensó que si tiraba el chicle o dejaba de respirar tendría la impresión de que no habría nadie a su lado cuando se apagaran las luces. La chica se entregaba al tecleo del móvil, dejándose observar. Él inhaló profundamente y ella debió advertirlo porque le dijo: “¿Te molesta el chicle? En cuanto empiece la película lo tiro”. ¿Cómo aclararle a ella que le molestaban los chasquidos de sus dientes pero le embriagaba con intensidad el olor? ¿Cómo hacerla entender que al aspirar aquel aroma llegaba algo más íntimo de ella, de manera translúcida y limpia? El hombre se asombró entonces de que los efluvios de la boca de la chica le estuvieran proporcionando tanto placer sensitivo. “Si lo vas a tirar, dámelo”, respondió al fin el hombre. “De acuerdo, claro”, respondió ella con desparpajo. Él escuchó que la chica mordía entonces con más ansia la goma. Que al hacerlo abría más la boca, exaltando los movimientos de sus carrillos. Que con aquel apetito emitía una fragancia más intensa. Comenzaron a apagar las luces. La joven se sacó el chicle y lo puso con acierto en los labios salivosos del hombre. “Creo que será mejor así”.