(Fotografía de Anders Petersen)
Hoy hace recuento de sus recuerdos. Un río chiquito. Una arboleda. Una huerta. Un gallinero. El caserón donde se aloja con la familia. Cuatro o cinco ventas más en la cercanía. Una cuesta hacia la ciudad. Un hospital y su murallón. Árboles frutales. Otro río un poco mayor. La presa del río. Los cultivos de maíz. El lúpulo serpenteando los chopos. La carretera, huérfana de vehículos, donde los perros se tienden a echar la siesta. Cada elemento físico lo puede desdoblar en otros. Cada espacio le conduce a un tipo de vivencias. Así, por ejemplo, el río implicaría la senda de ortigas y la fila de niños y jóvenes que van a nadar. La cuesta, la subida semanal a la ciudad para ir al cine. La taberna de la venta expele el olor a tinto pero también el de las tarteras de los obreros. La arboleda, el juego de escondite y el indescifrable enigma que suponían las niñas para los niños. El camino que atraviesa la arboleda tiene a sus pies algunas casas apartadas. En cada una de ellas subsiste un misterio. O una ocultación. ¿O acaso no es lo mismo? Los mayores les decían: "No os acerquéis a tal casa". Luego supo que unas mujeres llegadas de no se sabe dónde recibían allí a hombres de manera secreta. Otra de las casas es de lo más hermética que uno pudiera imaginarse. Las ventanas están siempre con las persianas echadas. No hay corral, ni perros, ni niños. Nadie de la vecindad ha entrado nunca. Viven dos hermanos adultos. Él trabaja en una fábrica cercana. También repara bicicletas. Es apocado. Va siempre vestido con un mono azul. Los domingos bebe de más, pero no molesta. Se muestra afable pero a la vez distante. Nunca habla de sí. A la mujer no la ve nadie. Dicen que baja a lavar al río cuando amanece. La gente de los alrededores la tiene estigmatizada. Los chicos la provocan y la llaman pestes cuando pasan delante de su puerta. Ella les contesta airada desde el interior, sin hacerse ver. El tiempo pasa muy lento por aquel país. Como mucho se mira al calendario para las fiestas, y a veces ni para eso. Las labores se guían por el cielo, como en los tiempos más antiguos. El tiempo transcurre sin que nadie sea su dueño. Más que un regalo los días son una condena. Una tarde de otoño el hermano se presenta en el cuartelillo. Que su hermana no aparece desde la víspera, dice al sargento. “Pero si no sale nunca - responde éste descreído- ¿Has mirado bien por toda la casa?”. "Sí, pero no está, he mirado hasta en el pozo", responde él sumiso. El guardia se vuelve más insolente, incluso sarcástico: “¿No será que se ha ido con alguno? Ya aparecerá.” El hombre se va y no vuelve por allí. No la busca, no la espera, no la añora. Nadie indaga. Una loca menos, dicen los vecinos. También dicen que por la noche hay una luz que no se apaga nunca.