...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

martes, 25 de junio de 2013

retro adolescente


(Fotografía de Cartier-Bresson)


En el sueño hay un territorio de nadie donde todo se habita. En él todo es posible probar y cualquier objeto de deseo es disfrutable. ¿Quién no ha sentido al despertar de un sueño impetuoso y fascinante la necesaria atracción de prolongarlo? Fuera por esa causa o por los propios devaneos decidió ir a la arriesgada busca de la señora del perrito. Rebajó el criterio que tenía sobre sí mismo como hombre maduro, avezado en tranquilidad y sensatez, y emprendió una aventura a ciegas. Aquella transformación hacia atrás, aquel retorno aparentemente imposible a una adolescencia inquieta y ardorosa disparaba su excitación. En el salto intuía un aliciente. No solo una manera de romper la monotonía o de quebrar la pesada conformidad con que envolvía sus días en la bruma. Sin percibirlo con excesiva nitidez deseaba ahondar en el conocimiento de su personalidad. ¿Justificaba con ello la seductora llamada de la sorpresa? Había llegado a un punto en que consideraba pérdida de tiempo la vaguedad con que había esperado en el café durante meses una nueva aparición de la mujer. “Las nueces no caen si no sopla un viento fuerte", alegó para disculpar aquella motivación repentina, añadiendo: "...o si no mueven el árbol unas manos que las quieran recoger". 

Sacó un billete para el tren de la costa y se presentó a pecho descubierto en la ciudad del balneario, donde suponía que podría encontrarla. Pero una vez hubo pisado la pequeña estación estilo decó de su precario destino se sintió ridículo. Carecía de pistas y dejarse guiar por el olfato podría condenarle al fracaso. Pero el paso estaba dado. “Quién sabe, buscaré la calle principal, un café bien situado y una buena lectura. Será cuestión de tiempo”, pensó. Reservó habitación en un hotel medianamente cómodo por si tenía que quedarse aquella noche y, como era pronto, recorrió algunas calles que habían sido remodeladas tras la guerra. Luego bajó hasta el puerto y regresó hasta posicionarse en lo que consideró un buen observatorio del bulevar principal. El legendario café Aux Vieux Moines domina la encrucijada que separa la ciudad antigua del nuevo ensanche. Un tranvía de frecuencia inusitada hace el recorrido entre la parte baja y el barrio residencial de los veraneantes. Sentarse en el café -un Calvados, pidió al camarero- le proporcionó normalización. “Vuelta a empezar. Después de tanto tiempo, otra vez tomando una senda probablemente equivocada”, se cuestionaba con un rictus de amargura. “Pero ¿qué tengo que perder? Si hoy no me acompaña la suerte, mañana volveré a intentarlo. Y si mañana no obtengo el triunfo, rabo entre piernas y vuelta”. Recitaba sus propios planes para hallar seguridad ante la perspectiva de un fracaso. Pero decidió que no tenía edad para estar de los nervios, que debía mantener la compostura y dejarse llevar con entereza. “Pase lo que pase, habrán sido dos días de asueto. Una ruptura con lo cotidiano que me habrá venido bien”. 

A medida que las horas de la mañana transcurrían mayor era el flujo de gente por la avenida. El parterre del café fue ocupado por oleadas sucesivas de ociosos. Tal circunstancia le llevó a aguzar la mirada, observar con cierto descaro y, en definitiva, a no bajar la guardia. Comió en el restaurante del hotel y como no cediera en su obsesiva persecución de la señora de sus cuitas prefirió dedicar la tarde a airear su mente visitando la casa natalicia, convertida en museo, de aquel escultor célebre que había trabajado grandes y angustiosos volúmenes de bronce. Pasear por la amplia alameda, hacer el recorrido del tranvía de punta a punta o recorrer las galerías comerciales del barrio pudiente no le dieron resultado en sus pesquisas. Eso sí, al menos estuvo menos tenso y llenó su mente con la mirada insaciable de un visitante ocasional. 

Al caer la tarde estuvo tentado a pasar por alguno de los antros del barrio pesquero, pero percibió tal idea como una ofensa al objetivo fundamental de su viaje. Temió la noche en aquella habitación que extrañaba. Temió que sus propias sombras interiores fraguaran contra él una venganza. Temió el reproche de su mala conciencia de adulto que ya no debía hacerle dudar, que jamás puede quedar en entredicho ni ante otros ni ante sí. Tan larga era la mano de la moral imperante. La que le había forjado, la que le había dado oportunidades. La que también le había insatisfecho. 

Envuelto en aquellas turbulencias, cuyo ingrediente juvenil se limitaba a la energía desenvuelta que le tenía asombrado, durmió con una densidad tal que no pudo despertar pronto. Repasó la agenda de su plan. “Estaré solamente por la mañana. Comeré y si el objetivo no se alcanza volveré en el tren de las cinco. No tiene sentido dedicar más tiempo a esta ciudad. Al faltarme el aliciente también la ciudad me falla. Podría cogerla manía para siempre”. Con estos razonamientos se puso en marcha. Repitió los mismos movimientos del día anterior, si bien recorriendo tres cafés diferentes. Comió ligero y no pudo evitar caer en un enfado que amenazaba castigarle desde una de sus personalidades ocultas. “El azar no ha estado de mi parte”, pensó. “No debí dejar que la mujer se fuera por las buenas la última vez. Solo me queda olvido o dejar un resquicio de esperanza, por si acaso. Nunca más planearé una búsqueda absurda y descabellada que, de saberlo, mis amigos se burlarían”. 

Prefirió hacer a pie el camino a la estación. Llegó pronto. Tomó asiento en un rincón tras consultar si el horario de salida del tren no sufría retraso. Las noticias del periódico vespertino traían cierta alarma, pero optó por evitarlas. Concentrado en su propio fracaso no quería ahondar su maltratada soberbia con otras agresiones de momento ajenas. Anunciaron su tren, pagó, recogió su bolso. En el andén los viajeros fueron situándose de forma escalonada, previendo el vagón donde iban a subir. Como último gesto compulsivo miró en las dos direcciones, sin reconocer a nadie. Ahogó un suspiro de enfado. A punto de poner el pie en el estribo del vagón sintió el roce de un animal en la pernera del pantalón. Luego una voz le rasgó la nuca: “¿Usted por aquí?”


lunes, 17 de junio de 2013

la azafata




La conocí en el expreso a las tierras altas. “El coche restaurante se encuentra en cola”, me dijo con una amabilidad no disociada de la dulzura. La mujer, de estatura mediana, hizo un gesto con la palma extendida, para ratificar su información. Traje de chaqueta y pantalón azul marinos, y corbata con rayas diagonales donde iba cosido el anagrama de la compañía. Y sin embargo no parecía uniformada. Había algo en su mirada y en aquella sonrisa abierta tan oferente que no la condenaba a ser una empleada alineada entre el personal de servicio del ferrocarril. Me mostró el compartimento, colocó la cama en posición adecuada, indicó todos los detalles del lavabo y se despidió diciendo que no dudase en llamarla si precisaba cualquier cosa. Supe que su nombre era Victoria Higgins por la pequeña placa que llevaba adosada en la solapa. Le agradecí su atención -creo que no pude evitar un “Oh, muy amable, Victoria, lo tendré en cuenta”- y ella siguió su trabajo de ubicación de los viajeros. 

Caía la tarde de invierno y la atmósfera acogedora del tren trataba de escapar a la bruma que se extendía en torno a la estación. La partida fue inmediata. Siempre elijo para los viajes largos el tren; creo que es parte del recorrido vital y no un simple desplazamiento. De ello hago un símbolo, y como tal filosofía lo disfruto. ¿O debería decir que lo que busco y me place en ellos es la soledad? Por supuesto que hay ocasiones en que te ves obligado a charlar, más o menos formalmente, con otros viajeros. Pero no lo busco. Y es fácil apartarte. Me priva el aislamiento mientras siento bajo mis pies la agitación del convoy y que todo mi cuerpo se convierte en dinámica y abandono. ¿Un libro? Naturalmente y en ocasiones dos. Y mi moleskine dual, donde dibujo apuntes del paisaje y anoto ocurrencias. 

Llevábamos un buen trecho de viaje cuando llamaron suavemente a la puerta de la cabina. “Disculpe. Le traigo un pequeño aperitivo. Ya sabe que la cena es a las ocho, pero la compañía es muy detallista con sus clientes”, dijo Victoria Higgins. Hablaba con una actitud que rompía el esquema y aquel acercamiento cálido y medido me gustó. Estuve a punto de responderla si no deseaba acompañarme, pero me pareció, además de estúpido, una injerencia en su actividad. Dejó el Carpano rojo sobre la mesita abatible e insistió: “La cena, a las ocho en punto. Y si puede un poco antes, mejor. En este caso los primeros serán más primeros y por lo tanto atendidos con más presteza”, y percibí en ella cierto desparpajo que me desconcertó. 

Durante la cena conocí a un arquitecto célebre, pero tan presuntuoso que no me apeteció tomar café después con él. La fortuna quiso que en la barra del bar coincidiera con un empresario de circo que se hacía llamar Majestus y que me contó que había sido domador, antes equilibrista, antes montador, antes chamarilero, antes penado en una oscura prisión de Cerdeña y antes nadie. “¿Antes nadie? ¿Cómo es eso?” le pregunté con cierta avidez. “Porque fue entre rejas donde empezaron a apreciarme y, sobre todo, a reconocerme”, me respondió ufano. “Por lo tanto es imposible que ni usted ni otra persona me oiga hablar mal de mi existencia de penado”. Son las paradojas del viaje en tren. A veces tanto te apetece estar solo como no desdeñas conocer a personajes fantásticos. Porque hay seres fantásticos. ¿Era Victoria Higgins otro de esos seres que se cruzan en tu vida, sobre cuya personalidad no acabas de saber y que en un tiempo justo han rastreado varias capas de tu ser que antes ni tú mismo conocías? 

Aquella noche, los viajeros se habían recogido en sus departamentos. La luz de los vagones disminuía -no sé por qué me vino la expresión luz que agoniza, probablemente por mi deformación cinéfila- y la noche se prometía larga y devoradora. Esa sensación siempre me enajena. Un tren es como un hábitat dentro de otros hábitats. Un espacio estanco que tiene sus leyes propias, donde el viajero se entrega a un escenario limitado en el que desaparece de este mundo. Sobre todo cuando reina la oscuridad exterior y quienes están allí dentro se reflejan en las ventanillas. Aquel reflejo propicia el diálogo secreto entre dos imágenes. Yo soy ése, ya me había olvidado, puede darte en pensar mientras te observas más o menos desfigurado. Fumaba en el pasillo mi último Egyptiens antes de retirarme. El tren transcurría por un terreno abrupto y la agitación era intensa. De pronto, ella estaba allí al lado, en el reflejo del cristal. “Lo bonito de mirar el paisaje de noche es que o te lo imaginas o solo alcanzas a ver tu propio paisaje íntimo”, dijo Victoria Higgins riendo contenida y bajo. “¿Me das uno? Apenas fumo pero necesito compartir algo, no sé, un gesto, una risa, una palabra. Algo”. “¿Puedes hacerlo aquí, así mientras trabajas?”, le pregunté por extender aquella presencia. “Hay tolerancia”, respondió, “Siempre que no abandones el servicio. Además, todo el mundo se ha recogido. El tren es nuestro”. Aquella ligereza tan grata no merecía ser traicionada. “¿Qué te parece si damos un golpe de tren, reducimos a los maquinistas y al jefe del convoy y alteramos la ruta?”, le dije. “¿Nos vamos a Siberia, por ejemplo?”, soltó Victoria Higgins. “Por ejemplo”, dije por inercia. No fue el movimiento lateral del tren lo que produjo que aquella mujer rozara mi costado. Y que su mano aferrara mi hombro de forma nada banal. Pensé entonces en el cigarrillo como gesto, en la palabra como puente, en el roce como propuesta. “El vagón bar está al final, señor viajero”, dijo. “Pero a estas horas ya está cerrado. ¿Qué le parece si planeamos la toma del tren en mi cabina?”. 

Fue en aquel pequeño cubículo donde descubrí que hay recorridos mucho más intensos que el que se hace en un tren y paisajes más embargantes que aquellos que se contemplan desde la ventanilla. Lo imprevisto es siempre un fenómeno francamente misterioso.


jueves, 13 de junio de 2013

entre carneros



(Fotografía de Emmet Gowin)


“Me acuerdo mucho de mi madre”, dijo mi longevo padre durante la cena. Mientras le escuchaba traté de calcular la intensidad de un recuerdo que para mí era ajeno. No sé si porque siempre había creído que acordarse de una madre era mera propiedad de la infancia. “¿Te acuerdas porque eres viejo y sabes que ya nada te puede salvar?”, le dije con escasa delicadeza. Se encogió de hombros y se limitó a responder: “Me acuerdo”. Fuera real o un mensaje oculto, aquello me hizo pensar en el desprendimiento que yo había mostrado acerca de los seres otrora queridos. Que yo apenas recordara a mi madre muerta, menos a mi esposa huída y en absoluto a mis hijos desperdigados por ni se sabe dónde, mientras él hiciera ostentación de una fidelidad a su propia memoria me asombraba. “¿Quieres decir que yo también me acordaré de ti cuando ya no estés?”, le solté a bocajarro tendiendo puentes. Pero sus respuestas solían ser bruscas y expeditivas: “De mí te acordarás siempre”. Y este toque presuntuoso me provocó. “No estés tan seguro”, contesté áspero. Él detuvo el movimiento de su cuchara, levantó los ojos de aquel plato de difusa pasta de lluvia y golpeó secamente el fondo, con un ademán entre infantil y autoritario. Alzó la cabeza y nuestras miradas de reto se encontraron a medio camino. Cuando mi padre clavaba en mi sus ojos, pequeños y agudos, envueltos en la celosía de unos párpados rugosos y ocultos a medias por unas cejas desaliñadas, daba la sensación de estar concitando la unión del cielo y del llano, auspiciando una tormenta advenediza y furiosa. 

No dijo nada. Volvió al ejercicio de la cena pausada, troceó el pan y lo fue depositando sobre la sopa con el gesto del viejo campesino que llevaba dentro todavía, como si sembrase sobre tierra baldía. Controló el temple y su voz medida sentenció: “Siempre has sido un ingrato. Y ni siquiera ahora en que está tu padre como está eres capaz de cambiar”. Pensé que acaso tuviera razón, pero ¿cómo no manifestar por mi parte cierto espíritu de mezquina venganza que pusiera las cosas en su sitio? Ambos callamos. Los silencios que no parecen tener fin tienen algo de muerte. Mueren los bellos recuerdos, si aún queda alguno; mueren los escasos ideales en los que alguna vez uno creyó; mueren los sentimientos que nos parece que han sobrevivido a las sucesivas catástrofes de nuestras vidas. Aquella aguada repleta de migas no parecía menguar. “Si no te apetece no lo termines”, le dije suavemente para apaciguar el encontronazo. Él me ignoró y concentró su empeño en agilizar las últimas cucharadas. Adiviné su pensamiento: “Como lo que quiero y de la manera que quiero”, fantaseé que pensaba. Ello me suscitaba tanta animadversión como si le estuviera oyendo pontificar autoritario y exigente. “Para un poco, vas a atragantarte”, le recomendé preventivamente. Hizo un gesto de que le quitara el plato, sujetó los cubiertos con ambas manos, pellejudas y lacias, y me increpó: “Siempre has sido un desagradecido, hijo”. 

Yo habría preferido que hubiera evitado el vocativo; lo agravaba todo. No paró ahí: “Y tu madre sufrió mucho por ello”. Me dieron ganas de decirle que el sufrimiento de mi madre por mí manaba de la misma fosa séptica, es decir, de él mismo. Pero callé para evitar tener que escucharle una vez más aquella retahíla de reproches que infinidad de veces había dirigido contra mí. Mi fracaso de estudiante, mis problemas con la justicia, la aventura de marcharme al continente lejano, los años que no tuvieron noticias mías, el retorno piadoso del hijo pródigo haciendo aquel acto hipócrita de arrepentimiento y sumisión. Y por último mi matrimonio frustrado en el que habían depositado todas sus esperanzas de recuperación acerca de mí para el orden familiar y que no abría sino una nueva caja de Pandora no menos cruel y amarga. Aquel paso fatídico por el que mi padre se jugó su prestigio social, o eso decía él, y mi madre perdió la fe en una religión que no había dejado de sacarla prebendas en lugar de reconfortarla. 

No eché leña al fuego y mi padre permaneció silente. Cuando una de las cuidadoras le trajo la ración -“qué bien has comido, campeón”, frase que a mi padre desagrada profundamente- el anciano afinó una sonrisa larga y malévola. “Bien sabes que yo no he creído en el infierno imaginario del que habla el clero, acaso porque he conocido muy de cerca el de este mundo”, dijo pausadamente. “Pero tu desafección solo me obliga a desear que te pudras en él”. No me sentía con ganas de responder a aquel hombre con otra barbaridad. Estaba claro que era una lucha de carneros donde no estaba garantizada la victoria de ninguno de los dos. Reí de la forma más despiadada que pude. Luego le encajé: “Vas a lograr que me acuerde de ti toda mi vida. No me cabe duda de que ambos vamos a pudrirnos en la peor de las tinieblas: nuestra soledad.” En el brillo de sus ojos perdidos asomó un conato de rendición.


domingo, 2 de junio de 2013

seres secretos


(Fotografía de Nan Goldin)



“Mi vida está llena de secretos”, dijo por sorpresa Melcíades Arango a su amante. Ella, Arnuncia Ortiz, hija de buena familia y esposa de mejor apariencia, no pareció manifestar agitación alguna. Manteniendo su mirada a media distancia le preguntó mientras simulaba admiración e intriga: “¿Tienes muchos?”. Melcíades no se anduvo con rodeos y manifestó con ostentación: “Tantos cuantas vidas he vivido, y mira que me he movido por esos mundos”. A Arnuncia no le hacía ninguna gracia esa exhibición semi velada del hombre. No entendía qué necesidad podía tener él de venderle a ella imagen alguna de sí mismo que, probablemente, sería falsa. “Pues nadie lo diría cuando estás conmigo”, le devolvió ella con retintín. “Yo te veo siempre transparente, sincero, sin doblez alguna. Como si estuvieras estrenando tu juventud”. Arnuncia observó de qué modo encajaba Melcíades esta expresión de complacencia. El hombre picó. “¿Sí?”, dijo, expandiendo una luminosa sonrisa de satisfacción. “¿De verdad me ves como si iniciara de nuevo la vida? Tú me has cambiado”, y elevó la voz de manera firme y altanera. Ese juego de condescendencias verbales mutuas tenía mucho de ratificación de su íntima y clandestina relación, pero también insinuaba la flaqueza de quienes saben que han tocado techo. Melcíades renunció a encender un cigarro, se concentró de nuevo en la desnudez de su amante y optó por hacer un esfuerzo de solicitud que gratificara a la mujer. 

El calor de la tarde se dejaba notar y, no obstante el ventilador que colgaba del cielo raso de la habitación, sus cuerpos transcurrían húmedos y tentadores. Como si las palabras de la mujer hubieran hecho mella en Melcíades éste se aproximó a ella titubeante, inexperto, torpe. El contacto de los cuerpos que emiten abundante sudor puede repeler si no pesa más el deseo. Ella le sintió extraño, diferente. Pero lejos de repudiar esa actitud timorata del hombre se sintió azotada por su modo de hacer. Melcíades comenzó a describir con sus dedos una serie de círculos imaginarios sobre la carne de ella. Círculos que se propagaban y se reducían de modo cadencioso y prudente. Trazados en espiral que recorrían el torso y el abdomen de ella ampliándose y achicándose hasta una parada donde él fijaba el dedo y lo dejaba morir. 

Arnuncia Ortiz, esposa infiel e hija de una familia cuya nobleza era puesta en entredicho por muchos paisanos, cerró los ojos. “No sé si eres tú o si eres uno de tus seres secretos”, dijo entre suspiros, mientras se abandonaba a un hombre imprevisto, fantasmal, vigoroso. A Melcíades le asaltó a su vez la sensación de que la mujer que tenía al lado era otra mujer. Olvidó su nombre, ignoró los anteriores encuentros, borró de su memoria todo aquello que había observado otras veces que a ella le procuraba placer. Aquel brote de imaginación era acompañado por nuevas sensibilidades mutuas. Arnuncia no pudo evitar sincerarse en el límite de su extrema fatiga. “Así me gustas, mi Secreto”, pronunció en el oído del hombre mientras se sentía adolescente y contenía el nervio. Sintió que la pasión de aquella tarde se revestía del atractivo temor original que hirió su intimidad en manos del primer hombre. Y tembló junto al perfil del cuerpo de Melcíades. “Haces que me sienta como la primera mujer”, dijo ella con expresión críptica. No menos oscuro le respondió Arango: “¿Acaso no sabes aquello de que la última será la primera?”