(Fotografía de Cartier-Bresson)
En el sueño hay un territorio de nadie donde todo se habita. En él todo es posible probar y cualquier objeto de deseo es disfrutable. ¿Quién no ha sentido al despertar de un sueño impetuoso y fascinante la necesaria atracción de prolongarlo? Fuera por esa causa o por los propios devaneos decidió ir a la arriesgada busca de la señora del perrito. Rebajó el criterio que tenía sobre sí mismo como hombre maduro, avezado en tranquilidad y sensatez, y emprendió una aventura a ciegas. Aquella transformación hacia atrás, aquel retorno aparentemente imposible a una adolescencia inquieta y ardorosa disparaba su excitación. En el salto intuía un aliciente. No solo una manera de romper la monotonía o de quebrar la pesada conformidad con que envolvía sus días en la bruma. Sin percibirlo con excesiva nitidez deseaba ahondar en el conocimiento de su personalidad. ¿Justificaba con ello la seductora llamada de la sorpresa? Había llegado a un punto en que consideraba pérdida de tiempo la vaguedad con que había esperado en el café durante meses una nueva aparición de la mujer. “Las nueces no caen si no sopla un viento fuerte", alegó para disculpar aquella motivación repentina, añadiendo: "...o si no mueven el árbol unas manos que las quieran recoger".
Sacó un billete para el tren de la costa y se presentó a pecho descubierto en la ciudad del balneario, donde suponía que podría encontrarla. Pero una vez hubo pisado la pequeña estación estilo decó de su precario destino se sintió ridículo. Carecía de pistas y dejarse guiar por el olfato podría condenarle al fracaso. Pero el paso estaba dado. “Quién sabe, buscaré la calle principal, un café bien situado y una buena lectura. Será cuestión de tiempo”, pensó. Reservó habitación en un hotel medianamente cómodo por si tenía que quedarse aquella noche y, como era pronto, recorrió algunas calles que habían sido remodeladas tras la guerra. Luego bajó hasta el puerto y regresó hasta posicionarse en lo que consideró un buen observatorio del bulevar principal. El legendario café Aux Vieux Moines domina la encrucijada que separa la ciudad antigua del nuevo ensanche. Un tranvía de frecuencia inusitada hace el recorrido entre la parte baja y el barrio residencial de los veraneantes. Sentarse en el café -un Calvados, pidió al camarero- le proporcionó normalización. “Vuelta a empezar. Después de tanto tiempo, otra vez tomando una senda probablemente equivocada”, se cuestionaba con un rictus de amargura. “Pero ¿qué tengo que perder? Si hoy no me acompaña la suerte, mañana volveré a intentarlo. Y si mañana no obtengo el triunfo, rabo entre piernas y vuelta”. Recitaba sus propios planes para hallar seguridad ante la perspectiva de un fracaso. Pero decidió que no tenía edad para estar de los nervios, que debía mantener la compostura y dejarse llevar con entereza. “Pase lo que pase, habrán sido dos días de asueto. Una ruptura con lo cotidiano que me habrá venido bien”.
A medida que las horas de la mañana transcurrían mayor era el flujo de gente por la avenida. El parterre del café fue ocupado por oleadas sucesivas de ociosos. Tal circunstancia le llevó a aguzar la mirada, observar con cierto descaro y, en definitiva, a no bajar la guardia. Comió en el restaurante del hotel y como no cediera en su obsesiva persecución de la señora de sus cuitas prefirió dedicar la tarde a airear su mente visitando la casa natalicia, convertida en museo, de aquel escultor célebre que había trabajado grandes y angustiosos volúmenes de bronce. Pasear por la amplia alameda, hacer el recorrido del tranvía de punta a punta o recorrer las galerías comerciales del barrio pudiente no le dieron resultado en sus pesquisas. Eso sí, al menos estuvo menos tenso y llenó su mente con la mirada insaciable de un visitante ocasional.
Al caer la tarde estuvo tentado a pasar por alguno de los antros del barrio pesquero, pero percibió tal idea como una ofensa al objetivo fundamental de su viaje. Temió la noche en aquella habitación que extrañaba. Temió que sus propias sombras interiores fraguaran contra él una venganza. Temió el reproche de su mala conciencia de adulto que ya no debía hacerle dudar, que jamás puede quedar en entredicho ni ante otros ni ante sí. Tan larga era la mano de la moral imperante. La que le había forjado, la que le había dado oportunidades. La que también le había insatisfecho.
Envuelto en aquellas turbulencias, cuyo ingrediente juvenil se limitaba a la energía desenvuelta que le tenía asombrado, durmió con una densidad tal que no pudo despertar pronto. Repasó la agenda de su plan. “Estaré solamente por la mañana. Comeré y si el objetivo no se alcanza volveré en el tren de las cinco. No tiene sentido dedicar más tiempo a esta ciudad. Al faltarme el aliciente también la ciudad me falla. Podría cogerla manía para siempre”. Con estos razonamientos se puso en marcha. Repitió los mismos movimientos del día anterior, si bien recorriendo tres cafés diferentes. Comió ligero y no pudo evitar caer en un enfado que amenazaba castigarle desde una de sus personalidades ocultas. “El azar no ha estado de mi parte”, pensó. “No debí dejar que la mujer se fuera por las buenas la última vez. Solo me queda olvido o dejar un resquicio de esperanza, por si acaso. Nunca más planearé una búsqueda absurda y descabellada que, de saberlo, mis amigos se burlarían”.
Prefirió hacer a pie el camino a la estación. Llegó pronto. Tomó asiento en un rincón tras consultar si el horario de salida del tren no sufría retraso. Las noticias del periódico vespertino traían cierta alarma, pero optó por evitarlas. Concentrado en su propio fracaso no quería ahondar su maltratada soberbia con otras agresiones de momento ajenas. Anunciaron su tren, pagó, recogió su bolso. En el andén los viajeros fueron situándose de forma escalonada, previendo el vagón donde iban a subir. Como último gesto compulsivo miró en las dos direcciones, sin reconocer a nadie. Ahogó un suspiro de enfado. A punto de poner el pie en el estribo del vagón sintió el roce de un animal en la pernera del pantalón. Luego una voz le rasgó la nuca: “¿Usted por aquí?”