...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

viernes, 30 de noviembre de 2012

aparición


(Fotografía de Herbert List)



“No le haga caso, no es interesante”. Lo escuchó a sus espaldas y por un instante estuvo a punto de responder que se metiera en sus asuntos. Pero calló y siguió mirando la solapa del libro que le había indicado la vendedora. Se volvió al hombre -un individuo pequeño, con un rostro cetrino y poco estimulante- que inoportunamente le daba el consejo: “¿Por qué cree que no es interesante? Podría serlo para mí y, además, ¿acaso lo ha leído usted?”. Los dos hombres se miraron con cierta expectación, como si fueran conscientes de que arriesgaban algo de sí mismos. “No necesito leerlo, lo intuyo. Además, nunca se fíe de una contraportada , las ponen para atrapar al comprador, no al lector” dijo el primer hombre y al otro le pareció una perogrullada, pero inquirió: “¿Usted nunca se deja aconsejar?”. “Nunca”, dijo el pequeño hombre. “¿Cómo decide entonces qué libro leer?” Y el otro: “Lo dejo al azar, un oculto sentido. Lo hojeo, me paro en una página y si la frase que leo se detiene dentro de mí me lo llevo. Si la cita resbala, lo vuelvo a dejar”. La opinión de este hombre extraño que osaba meterse en su vida -no solo en esa parte aparentemente minúscula de su vida que era entrar en una librería, sino en sus gustos, sus criterios o su capacidad de elección- le pareció simple. “Haga usted mismo la prueba - oyó que le decía el hombre de aspecto melancólico según se alejaba- pero procure no quedarse con un libro solo porque se lo vendan”. Entonces él le respondió. “¿Es que usted nunca ha comprado por sugerencia de un vendedor?”. Oyó la voz casi tétrica, difuminándose, de aquel hombre extraño: “Yo me dedico a comprar almas de lectores, señor, no de meros clientes”. Se quedó entonces pensando si vender el alma no sería acaso carecer de ella. Ya desde la puerta, el hombre gris, como si hubiera escuchado sus pensamientos le replicó: “¿Qué vida te queda si no dispones de tu propia alma?”. Nunca había visto tan cerca el rostro de Mefisto.


lunes, 26 de noviembre de 2012

el cuadro


(Fotografía de Jorge Molder)


No se ponían de acuerdo. Ni habían hablado jamás entre ellos. Pero un día al mes coincidían en el mismo museo, en la misma sala, ante idéntico cuadro. Ella siempre vestía de rojo y llevaba una carpeta de gomas, como las antiguas. Él siempre vestía de negro, como los hombres de antes cuando estaban de duelo. La única diferencia era que unas veces el hombre llegaba primero, otras veces la mujer. Aquel día el cuadro, de considerables dimensiones, faltaba; había sido prestado para una exposición conmemorativa importante. Pero ambos se sentaron en el mismo banco corrido que estaba situado en medio de la sala. La pared ofrecía una soledad que ellos no advertían. “Lo que más me gusta en el relato de este mito es la combinación de colores”, avanzó la mujer de improviso, mirando el cerco notablemente más claro que había dejado el espacio vacío. Y continuó: “Cada personaje se refuerza con un color diferente. Para la pasión pone el ocre, para la traición el violeta, para la esperanza el azul marino, para el futuro el grisáceo”. El hombre le vio gesticular con las manos, como si situara los personajes y el paisaje en las mismas zonas que tantas veces habían contemplado la escena. Redirigió la mirada hacia la pared y se decidió a opinar: “Y ¿has visto cómo trata el pintor los elementos naturales? Ese tono suave pero agudo para el viento, aquellos cromatismos virulentos para la tempestad, esa caída diagonal de los matices mortecinos para la luz del ocaso”. Parecían disfrutar de sus explicaciones. Las que daba uno se compenetraban con las que ofrecía la otra. Era tal el detalle con que habían reconstruido toda la representación mítica que pedían a los visitantes que se detenían delante de ellos, observando el resto de las obras, que por favor se quitaran. “¿Te parece que esta historia expresaría lo mismo de mano de otro pintor?”, preguntó el hombre de negro.“Naturalmente que no, los colores son decisivos -afirmó la mujer de rojo- y deciden los volúmenes, acercan o alejan la disposición de las figuras, disuelven el paisaje o lo convierten en una atmósfera entrañable. Imposible que dos autores lo vean de la misma manera”. Entonces ambos volvieron a dirigir la vista hacia aquel dominio desnudo. Sintieron el roce de sus brazos. “¿Crees que el mito fue como lo cuentan? ¿Que ella era tan pura y que fue realmente devorada por aquel ser depravado?”, prosiguió él. “Me cuesta creer que el amor tenga que ser sacrificio -dijo la mujer- y acaso el pintor se llevó el secreto del mito a la tumba. Faltan colores decisivos”. Él, entonces, miró fijamente a la mujer y ella se dejó mirar. “¿No hay nada que se vea de la misma manera desde dos miradas diferentes?”, inquirió el hombre con cierto tono ingenuo.“Nada -aseveró la mujer- nada sino las ganas de querer mirar”.



viernes, 23 de noviembre de 2012

aquella búsqueda


(Fotografía de Herbert List)


La casa se hallaba rodeada de océano. Cuando la marea se retiraba salía a caminar todas las mañanas por la arena. Buscaba caracolas, conchas de moluscos, guijarros planos, pero solo me interesaban aquellos que tuvieran un agujero. Estaba haciendo un collar con ellos, como los de los hombres primitivos. “Ya tengo ocho pero quiero reunir más”, le decía a Emma. Emma, que es una niña tan pequeña como yo, no perdía oportunidad de sumarse a la búsqueda. “Allí hay una”, avisaba deseosa de descubrir para mí. Pero cuando llegábamos la espuma se retiraba y cerraba el agujero. ”Nos ha engañado - decía compasiva la niña- pero no importa porque hay tantas. Ya veo otra”, y salía disparada, obsesionada por brindarme el hallazgo. Qué espléndido caparazón, con una hendidura amplia en el mejor ángulo para colgar del collar, pensaba yo cuando lo vi. Al sacarlo de la arena la abertura perdía rápidamente su transparencia hasta ocluirse del todo. Emma no podía contener su tristeza: “No quiero ya pasear por la playa. Este trozo de mundo que no se sabe si es agua o es arena debe estar maldito. Además tengo los pies muy fríos y es como si me entrara por ellos la sal que traen las olas”. A Emma le gustaba que le cogiera los pies y echara aliento sobre ellos. Fue al frotarle sus plantas cuando vi cómo taladraban su delicada piel las diminutas brechas que habían perdido las valvas que buscábamos.


martes, 20 de noviembre de 2012

hasta el sueño


(Fotografía de Jorge Molder)


No sé si lo sueño. Si lo estoy soñando de verdad o si sueño que sueño que estoy muerto. O si aunque esté muerto aún sueño porque aún no he muerto del todo. Y hasta esta profundidad del sueño, que me convierte en una demostración de impotencia, en una convocatoria de parálisis donde no cabe reacción posible, llegan voces. Ruido de movimientos, desplazamiento de individuos, más palabras. Todos los que hablan y todos los que callan son conocidos. ¿Cuántos humanos nos han rozado a lo largo de una vida? Reconozco la presencia de los que se han congregado en torno a mi sueño. No les siento como grey. Cada uno ha sido algo de mí, aunque en vida ser algo de uno puede suponer acercamiento o disgregación, fusión o choque. Los contrarios nos construyen, no sé si con la misma decisión e intensidad con que nos deshacen. En el sueño vuelvo a sentirlo todo, escucho de nuevo a todos, y me tienta la añoranza, aunque ya con mucha lasitud. No son las voces inmediatas las que me interesan, sino las que, allá donde ya no pueda oírlas,  se rescatan al olvido. Esas mismas voces hablarán de mí y a su vez hablarán de ellas mismas. Y yo desde el sueño, esperaré. Porque ¿en qué otro espacio puede albergar uno esperanza si no es el sueño? Cuantos han acudido a mi sueño lento y espeso están reuniéndose en torno a una imagen, al ser disuelto de un cuerpo, a una materia que empieza a descomponerse, pero ellos lo que pretenden es en realidad efectuar un conjuro. Ellos desean salvar sus memorias individuales, porque saben que yo soy solo sueño. Si hay algo que caracteriza a la muerte es que vuelve impotentes a todos los que viven. De ahí el refugio en el recuerdo. Oigo de modo tenue que aún me nombran como si fuera yo, que hablan de mí, que se manifiestan sobre el humo que ha quedado flotando de mí en cada uno de ellos. Compañía, vivencias, ilusiones, afectos, enconos, riesgos…Humo. Sueño que sueño o sueño que he vivido. Y entonces ellas aparecen ahí. Musas o destinos, se encarnan sin que nadie sepa cómo han llegado. Sin que nadie advierta cómo se han ido.


domingo, 18 de noviembre de 2012

...y una carta


(Fotografía de Nan Goldin)



Cuando falleció Franz yo no estaba en el país. Su hija me remitió una carta comunicando el óbito. Vi en ese gesto un intento de no perder el vínculo con el último amigo de su padre. El único que había sobrevivido a su carácter y a su manera de vivir la vida, que tantas discordias le había proporcionado. Decía la hija de Franz Heine:


"Mi querido amigo. 

Jamás pensé que tendría que dirigirme a usted en estas circunstancias. Mi padre murió hace dos días. Cansado pero sin dolor, con plena conciencia y, como era propio de él, manifestando máximo control hasta el límite de sus posibilidades. Se aisló y permaneció encerrado en sus pensamientos, como si avanzara de esta manera por el pasillo de salida de la Casa de la Vida. Hablar de su entereza sería exaltarle y conceder un mérito que él nunca hubiera reconocido. Ya sabe cómo le molestaban las zalamerías y cuánto rechazaba la expresión de las vanidades. No hicimos ceremonia especial, lo cual no impidió que en el entierro aparecieran algunas personas allegadas a él en distintas épocas de su existencia. De hecho, se presentaron incluso antiguos amigos con los que había roto y que me mostraron afecto. Por cierto, Hubert, el viejo artista de circo, preguntó por usted y me comunicó sus deseos de verle. 

Sucedió algo durante el acto de sepultura de mi padre que me dejó bastante perpleja. Varias mujeres a las que yo no conocía e incluso parecía que no se hubieran visto nunca entre ellas, se presentaron allí. Cada una con un pequeño ramo de flores. Ninguno de los ramos coincidía. Una llevaba azaleas, otra clavellinas, otra lirios, otra rosas, en fin, para qué le voy a detallar todas las variedades que convirtieron de pronto el cementerio en una jardinería. Era como si cada una de esas mujeres hubiera elegido el regalo (tal parecía) conforme a su gusto u obedeciendo a una consigna secreta que no me alcanza y que sólo mi padre podría haber descifrado. Me preguntará usted: y esas mujeres, ¿cómo eran? ¿Jóvenes, mayores? También formaban un abanico variado; si bien todas eran adultas de cierta edad, sí que las había pertenecientes a distintas décadas. Desiguales eran también su estética, su configuración corporal, su altura, la caracterización de sus caras. No, no creo que todas fueran del país, pues en alguna sus rasgos la confirmaban como inmigrante probablemente. No puede decirse que se pareciera ninguna a la otra, pero hubo algo que me llamó la atención. No se observaron, o no lo hicieron al menos de modo descarado. Tampoco derramaron lágrima alguna cuando los empleados depositaron el féretro en el sepulcro familiar. Más bien se mostraron relajadas y obsequiosas al cederse el paso entre ellas en el momento de colocar los ramilletes. 

Recordé que usted me había hablado en cierta ocasión de lo interesante que era recuperar una tradición perdida sobre el hecho de que algún familiar o amigo hablara ante la tumba de un fallecido. Si recuerdo bien, me parece que usted me dijo algo así como que había que dejar fuera de los actos íntimos a los funcionarios de la muerte, a ese tipo de personajes de castas que solo viven para elogiar el dolor, invocar la resignación y cuyas palabras de consuelo suenan estereotipadas y falsas. Así que improvisé unos comentarios. Fue solo durante ese momento en el que hablé, tragando mucha saliva, eso sí, cuando aquel grupo de mujeres estuvo a punto de quebrar. Todas me miraban expectantes, y comprobé tal brillo emocionado en sus ojos que lograban transmitirme ánimo, no obstante ignorar quiénes eran aquellas personas. Tenía la sensación de que se sentían representadas de alguna forma por mí y por mis palabras. Hablé de la alegría de mi padre para con la vida. De cómo bajo sus frecuentes gestos de contrariedad o simplemente ausentes, siempre palpaba el goce y buscaba la capacidad de sorprenderse. Me apeteció nombrar su firmeza cuando le proponían decisiones en las que moralmente él no podía participar. Incluso creo que enfaticé algo así como: a mi padre le enfurecía la maldad y le desanimaba enormemente la ignorancia ajena. Pero quise concluir restando hierro a esto último. Entonces dije que Franz Heine había sido un hombre que había contenido y probablemente expresado mucho amor.

Cuando terminé de hablar, vinieron hasta mí unas tías lejanas, con las que Franz no se  había entendido bien en los últimos tiempos. Yo había estado pendiente de aquellas mujeres de las flores. Mi intención era dirigirme a ellas, pues en la brevedad de aquella reunión las había sentido como parte de la familia. Las busqué con la mirada, pregunté a uno de los sepultureros pero me informó que ya habían salido. No sé por qué le cuento todo esto. Seguramente usted pensará que lo he soñado, pero le agradecería mucho que si usted dispone de alguna clave para interpretarlo me lo comunique. Permaneceré todavía un tiempo por la casa de mi padre. Se lo digo por si había pensado regresar pronto. Tendría que preguntarle a usted tantas cosas sobre Franz.

Con mis mejores y afectuosos saludos."






jueves, 15 de noviembre de 2012

despedida


(Fotografía de Herbert List)



Se estaba muriendo y pidió que lo dejaran solo. La hija de Franz Heine, que vivía en otra región, había acudido precipitadamente a verle. El padre le había recibido afectuoso y enternecido pero no estaba dispuesto a concesiones pusilánimes. “Déjame solo tú también”, le dijo, y añadió: “Necesito guardar duelo por mí mismo”. Como quiera que la hija se quedara perpleja por las palabras de su padre trató de animarle. “No estás en las últimas, ni pienses en cosas raras”. Pero él insistió con firmeza, sobreponiéndose con vigor a la debilidad que le acuciaba. “No he llegado hasta aquí para irme por las buenas, entregado a la necedad y la ordinariez de los hombres. Toda mi vida la he vivido como me ha placido y quiero que mi muerte sea objeto de mi propio e íntimo ritual. No, olvídate de esa clase de ceremonias como las que le hacen a todo el mundo. A mí me sobran. Sabes que no he sido hombre de iglesia ni de reconocimientos públicos ni he aceptado las instituciones que los poderes han establecido para dominar a otros hombres. Solo anhelo pensarme por última vez en estos momentos”. Y esto lo dijo con voz tan apagada que su hija, superando el asombro, se inquietó. Pero al sentir su respiración aún acompasada, salió respetando la decidida exigencia, más que petición, de su padre. La habitación permaneció en silencio. Franz Heine no habló ya con nadie. Se hizo un ovillo, sintió más frío y desde la oscuridad recordó. Recordó los mejores momentos y rió. Pensó en las peores situaciones vividas y percibió un acceso de bienestar por haber sobrevivido a ellas y estar muriéndose, no como  habían muerto otros de sus amigos o familiares, sino en un hábitat semejante al que nació. En ese instante necesitó expresarse en voz alta aunque solo él mismo fuera capaz de oírse. “Cara a cara contigo, Franz Heine, como jamás habías estado”, se dijo. “Cara a cara con tu último personaje, porque de ésta no te libras. Antes habían muerto ya tantos hombres que habitaron en ti. Habías desechado poco a poco las máscaras, los papeles, las representaciones que te habían encarnado sin que nunca tuvieras claro si se trataba siempre de ti mismo. Pero ahora eso se acaba. Has apurado la hez de la copa que la vida te ofreció generosa. ¿Qué quieres demostrar ahora con esa patraña de guardar duelo sobre tu propia ausencia?” Sus propias palabras emitidas parecían estar generando un personaje nuevo. El Franz Heine moribundo, altivo hasta el momento extremo del desgarro. “¿Sigues ahí, papá”, preguntó, no sin cierto sarcasmo, la hija interfiriendo la soledad de su padre. Pero el último álter ego del supuesto Franz Heine no respondió.



lunes, 12 de noviembre de 2012

los secretos


(Fotografía de Jan Saudek)



“No tendré secretos para ti”, le dijo el niño. “¿Nunca, nunca?”, respondió su amiguita. “Nunca”, confirmó él sin dudar. “Pues yo sí”, pensó la niña; pero se calló. Lo tenía a su merced y aquella declaración de principios sonaba más a desenlace que a comienzo. Era justo el punto en que él dejaba de ser interesante para ella. La niña no cabía de gozo por sentirse elegida para tal revelación. Saber que sería partícipe de cuanto le aconteciera al niño durante toda su vida la convertía en poderosa. “Pero qué aburrido, ¿no?”, se decía a sí misma una y otra vez. Ella quería el mayor repertorio posible de secretos. Que lo que pasara cada día estuviera poblado de misterios. Y que estos plantearan nuevos enigmas. Al fin y al cabo, ¿qué podía esperar de alguien que no preserva nada, que todo lo muestra, que su vida es tan transparente que parece más bien vacía? Le volvía a poner a prueba: “¿De verdad que nunca te guardarás nada?”. Y él, creyéndose fuerte, pensando que respondía como debía hacerlo para gustarle a ella asentía firme: “Nunca”. “¿Y si yo te pidiera que guardaras alguno, por ejemplo los míos?”, le atacó ladinamente. “Los guardaré”, respondió su amigo. “Pero si los guardas, ya estarás teniendo secretos para mí y has dicho que nunca tendrás secretos”, le desarmó la niña. Y él: “Pero serán los tuyos”. “Ah, ¿de verdad crees que una vez que los secretos han salido de mí siguen siendo los mismos?”, le enredó hasta dejarle confuso. Entonces, se abrió la puerta del cuarto oscuro y una voz implacable dijo: “Podéis salir, chicos; ha terminado el castigo. Otro día no quiero nada de secretos”.




sábado, 10 de noviembre de 2012

el hombre pegado a las paredes

(Fotografía de Anders Petersen)



Hacía tiempo que había tomado precauciones. Desde que aquella mañana de otoño una joven hermosa y frágil reventó a sus pies, desplomándose como una hoja herida de una de las torres de la catedral, vivía en una obsesión permanente. Cogió miedo a andar por las aceras. La idea de ser aplastado por un suicida le perseguía. Se imaginaba la situación con amargura y pavor. Veía constantemente que una sombra se asomaba a una ventana, saltaba, describía un arco y se desplomaba con un ruido seco sobre su cabeza. Adoptó la costumbre de caminar pegado a las paredes de los edificios. Sin ceder el paso a otros viandantes, ni siquiera a los ancianos, a los ciegos o a los impedidos. Defendiendo enloquecido el espacio como si se tratara de un espacio solo suyo, como si él fuera el único habitante de la ciudad. Pero tanto o más que esta imagen de su propio aplastamiento le obsesionaba la muerte de la belleza. Prevenir un destino fatal de la belleza no era tan fácil cual proteger su personal integridad física. Como le parecía que diariamente, por donde transitaba, le acompañaba la belleza humana en sus múltiples manifestaciones, no veía manera de aleccionar a cada portador de ese signo. Él encontró la solución negando. Estimaba que no reconociendo lo que existe uno se despreocupa más. Y el sufrimiento, si bien no se elimina totalmente, se palia en buena parte. De tal modo que fue borrando de su mente la percepción de lo bello, anulando la capacidad de disfrute, destruyendo la memoria de sus referencias más armónicas. Habiendo reconocido de manera tan compulsiva la lozanía y la jovialidad de las muchachas, ahora las ignoraba, dirigiendo la vista siempre hacia otra parte. Si se sentaba en un café frente a una mujer, se enfrascaba en el periódico. Si coincidía en el autobús con el rostro de otra, miraba la lejanía del paisaje urbano. Cuando alguna muchacha le preguntaba por una calle, respondía que no era de la ciudad. Al encontrarse con antiguas amigas, las despachaba con urgencia e incluso con maneras desafectas, lo cual le granjeó una fama de huraño que generó aislamiento en su entorno. Perdió también su sentido del goce sobre los palacios, los jardines o en general las obras de arte. Y por último, dejó de sentir la vibración por el paisaje fantástico, por los valles y las montañas, por los páramos y las playas. En su fijación por desconocer aquello que le había alimentado toda su vida, el hombre perdió le orientación. No distinguía una brizna de estética, de tal modo que cuando tomó su caballete y se plantó al borde del acantilado para reflejar la caída del sol sobre el océano los colores y las formas respondieron en otra dirección. Trabajó toda la tarde, con pinceladas bruscas, con acercamientos y lejanías nerviosas del supuesto objeto de su obra, con paradas confusas y arranques violentos que desbordaban los límites del lienzo. Cuando el sol ya se había puesto consideró finalizada su tarea. Pudo ser que no valorara la oscuridad o que el ojo le traicionara. Tal vez su nihilismo había destrozado cualquier conciencia de lo físico. O que los efluvios del vino que había ingerido durante aquellas horas le hicieran perder el equilibrio. Abajo el mar arremetía con un oleaje quejoso mientras que el cuadro permaneció allí, a la intemperie, clavado sobre su estructura, hasta que al día siguiente unos veraneantes lo encontraron. La imagen, compuesta por una masa emborronada de matices grises, rojos y negros, reproducía un rostro huidizo, desesperanzado, turbio. Alguien comentó que se parecía al hombre que andaba pegado a las paredes.




miércoles, 7 de noviembre de 2012

destinos


(Fotografía de Jaromir Funke)



Sucede en 1946 y es de noche. Ella es enfermera y tiene un destino en el norte del país. Él, más joven, casi ha terminado la formación de ingeniero, todavía sin experiencia. Su primer trabajo le lleva hacia una región interior devastada, donde aprenderá todo. Ella sí sabe de su oficio, sobradamente. Se estrenó en los meses del desastre final y en poco tiempo se puso al día sobre la suerte adversa de las almas y los cuerpos humanos. Ambos esperan en la fonda de la estación a que lleguen sus respectivos trenes. El local está repleto pero no hay bullicio. Se amontonan individuos de todas las edades y procedencias, bagajes dispares, rostros fríos y desconfiados. No obstante el rigor tradicional del servicio de ferrocarril las circunstancias han alterado sus ritmos. Las direcciones que van a tomar son de circulación preferente, pero los retrasos se han convertido en algo ordinario. La paciencia, también. La enfermera ha abordado al ingeniero. Le ve apocado, incapaz de soltar su maleta gastada. “Yo voy a la costa. ¿Tú?”, le dice. “Yo a la cuenca. No sabían a quién enviar y me ha tocado a mí”. Ella fuma despacio y las volutas vuelven más vaporosos sus cabellos. La fonda huele a patata asada que una camarera guasona sirve a las mesas. “¿No te da miedo ir tan lejos?”, le pregunta el hombre. “Después de todo lo que he visto solo me dan miedo el hambre y la miseria”, responde tajante la enfermera. Podrían hablar de tantas cosas, pero están cansados. Todo el mundo está fatigado, principalmente por hastío. Es como si supiesen todo de sus vidas, simplemente porque lo sufrido en los últimos años pesa como si sus existencias anteriores se hubieran borrado. La mujer y el hombre se miran; ella más segura, él desconcertado. Un empleado del ferrocarril se presenta y se impone al murmullo. Comunica que un accidente en un lugar próximo ha paralizado la circulación. Que la demora puede ser importante. Horas, acaso algún día. Que estén atentos. Que si no es en un tren serán ubicados en otro. “¿Quieres más café? No es muy bueno pero está caliente”, avanza el joven. Ella mira el cuello raído de la camisa del ingeniero, las muescas de la polilla en su gabán, las ondas del cabello que se desploman sobre las sienes. “Esto va a ir para muchas horas”, le responde. “Seguro que hasta mañana no hay posibilidades de movernos de aquí”. La mujer corrige la caída de aquel oleaje del pelo de él, se lo echa con varios movimientos de su mano hacia atrás. El muchacho siente que la marca de los dedos de la mujer ha quedado impresa en su piel. “¿Qué podemos hacer?”, le pregunta. Una nube de vapor acompañada de un pitido agudo e imponente desgarra los andenes. Procede de la locomotora del tren de reparación que atraviesa la estación a toda velocidad. No se ha oído la respuesta de la mujer, pero se ha levantado y tira del brazo del ingeniero.



lunes, 5 de noviembre de 2012

taconeos


(Fotografía de Saul Leiter)


Los taconazos de la mujer le herían. Casi tanto como el ruido del chicle o la conversación en voz alta a través de un móvil, que es tan frecuente escuchar por la calle. Él, que admitía y admiraba gran parte de las conductas en una mujer, censuraba lo más sencillo, acaso también lo más inocuo. "¿De dónde esta moda de calzar tan extendida que se ha convertido en una seña de identidad de la mujer?", se preguntaba. Aquellas pisadas huecas y estruendosas sobre su cabeza, que le traían resonancias prusianas, le resultaban difíciles de soportar. Había en ellas lejanos ecos que le inquietaban. Sucedía todas las noches a una hora incierta. Le sacaban del sueño y trazaban una geografía a través de las habitaciones que él jugaba a recomponer. Ha entrado en la cocina; se ha detenido en el pasillo; ha pasado al cuarto de estar; ahora el taconeo es más corto, eso es que está en el baño (el sonido de una cisterna escandalosa le confirmaba su buen tino) Por fin ha llegado al dormitorio; dejará caer su calzado en dos actos y se podrá recuperar el sueño. 

Pero el sueño alterado no se recomponía con facilidad. A veces incluso empalmaba su desvelo hasta la hora de levantarse. Asociaba aquel compás martillado que rompía la noche con vivencias de su pasado. Y en aquella memoria su tía se hacía presente. Entonces jugaba a imaginar cómo sería la vecina de arriba. ¿Se parecería a su tía? ¿Haría una vida semejante? ¿Tendría también en alguna parte un sobrino al que mimar? Añoraba entonces a su adorada pero extravagante tía, que hacía partícipe de sus intimidades al niño. “Aquella era una mujer liberada y que sabía lo que quería, ya lo creo”, pensaba retrocediendo mentalmente a los tiempos de silencio y de costumbres reprimidas. La recordaba como si aún habitara con él. Aquellas maneras litúrgicas y pausadas de prepararse para salir a la calle. La elegancia en cada prenda que iba a llevar puesta. Plancharse su vestido mientras permanecía en enaguas. Depilarse el vello. Colocarse cuidadosa y morosamente las medias, bien sujetas por unas ligas que le mancaban los muslos. O ceñirse un corsé que fue evolucionando en modelos a medida que las influencias francesas llegaban a las corseterías. Y aquellos zapatos de tacón alto y fino, que acababan en una puntera aguda, y que a él le parecían una especie de ave exótica. Una fascinación cuyos efectos nunca pudo superar.

Su tía jamás fue un misterio para él. Casi. O al menos en lo que a él le bastaba saber de ella. Para más allá de la puerta ambos habían rubricado un pacto de silencio. Cuando regresaba ya avanzada la noche, a veces prácticamente de madrugada, él dormía. Echaba ahora de menos aquel gesto de poner una moneda bajo la almohada del niño. Incluso lamentaba que le faltara uno de sus besos. “¿Cómo será la vecina nueva?”, mascullaba para sí a través de ese silencio inútil que solo percibe quien no logra conciliar el sueño. Pero no se decidía a subir y conocerla. “Tal vez debería hacerlo un día de estos. Aunque no sea como mi tía”, se escuchaba a sí mismo. "¿Y si lo fuera?", concluía resbaladizo, mientras volvía a caer rendido.




viernes, 2 de noviembre de 2012

negación del espejo

(Fotografía de Herbert List)


Esto es la vejez, no cabe duda. El dolor en las caderas. El andar cansino. Los modales abandonados. La memoria huidiza. El apartamiento de la gente. Las añoranzas que acechan. El desinterés. La ausencia de mujer. Y lo peor de todo, el espectro que se muestra al mirarme al espejo. Ver una imagen en el espejo que debe ser mi imagen, pero en la que no me reconozco. Entonces cierro los ojos. Para no verme pero también para verme. Cierro los ojos para verme como me vi atrás. Afortunadamente dispongo de un repertorio donde elegir. Por décadas, por etapas, por parecidos. ¿Tomo el rostro de hace cuarenta años? ¿El de hace cincuenta? Pongo trajes, gestos, actitudes desenfadadas, una luz rediviva en el rostro, movimientos desenvueltos del cuerpo. Los personajes que he sido se me ofrecen nuevamente. Elije, me dice una voz que es tentadora y a su vez desesperada.

No sé por qué algunos nos llaman patéticos a los viejos. ¿Por querer disfrazarnos de lo que fuimos? Estaría bueno que no tuviéramos derecho a ello. ¿No es más ridículo lo que pretenden los niños y los jóvenes? Emular a los mayores, presentarse como adultos. En definitiva, querer correr antes de tiempo. ¿No se dan cuenta de que tras su pretensión de entrar de pleno en el mundo adulto les espera un cepo? No solo el cepo del tiempo veloz que ya no detiene su efecto jamás; sino que también se abre y se abre desmesuradamente para engullirlos conforme a sus caprichos. Envejecer. Eso es lo que hacen los que vienen detrás, aunque no lo sepan. Lo nuestro es la renuncia. A correr, a aspirar, a llegar a ninguna parte. El modelo de los ancianos no es mirar adelante, sino negar los espejos. Por eso se hace necesario para la supervivencia preservar cuantos iconos de nosotros mismos hemos dejado atrás. He hecho poner luz indirecta sobre el espejo. Un reflejo que ignore unos párpados hinchados, los ojos recluidos, la frente ajada, unas carnes caídas, el pelo albo, la pérdida de la sonrisa. Esto debería ser la vejez, me digo sin admitirlo del todo. Pero no quiero que lo sea. Mientras, me hago un nudo de corbata moderno y me peino simulando una caída del cabello descuidada. Elevo el tórax y zarandeo mis hombros. Mi traje no es nuevo pero voy limpio y la ducha ha apartado el olor que dicen que es tan característico de un viejo. No creo que a ellas les importe que les lleve tantos años. Por supuesto, voy a ocultar cómo me veo ante el espejo. Que se queden con la imagen que hoy he rescatado de mis buenos años.