(Fotografía de Nan Goldin)
Cuando falleció Franz yo no estaba en el país. Su hija me remitió una carta comunicando el óbito. Vi en ese gesto un intento de no perder el vínculo con el último amigo de su padre. El único que había sobrevivido a su carácter y a su manera de vivir la vida, que tantas discordias le había proporcionado. Decía la hija de Franz Heine:
"Mi querido amigo.
Jamás pensé que tendría que dirigirme a usted en estas circunstancias. Mi padre murió hace dos días. Cansado pero sin dolor, con plena conciencia y, como era propio de él, manifestando máximo control hasta el límite de sus posibilidades. Se aisló y permaneció encerrado en sus pensamientos, como si avanzara de esta manera por el pasillo de salida de la Casa de la Vida. Hablar de su entereza sería exaltarle y conceder un mérito que él nunca hubiera reconocido. Ya sabe cómo le molestaban las zalamerías y cuánto rechazaba la expresión de las vanidades. No hicimos ceremonia especial, lo cual no impidió que en el entierro aparecieran algunas personas allegadas a él en distintas épocas de su existencia. De hecho, se presentaron incluso antiguos amigos con los que había roto y que me mostraron afecto. Por cierto, Hubert, el viejo artista de circo, preguntó por usted y me comunicó sus deseos de verle.
Sucedió algo durante el acto de sepultura de mi padre que me dejó bastante perpleja. Varias mujeres a las que yo no conocía e incluso parecía que no se hubieran visto nunca entre ellas, se presentaron allí. Cada una con un pequeño ramo de flores. Ninguno de los ramos coincidía. Una llevaba azaleas, otra clavellinas, otra lirios, otra rosas, en fin, para qué le voy a detallar todas las variedades que convirtieron de pronto el cementerio en una jardinería. Era como si cada una de esas mujeres hubiera elegido el regalo (tal parecía) conforme a su gusto u obedeciendo a una consigna secreta que no me alcanza y que sólo mi padre podría haber descifrado. Me preguntará usted: y esas mujeres, ¿cómo eran? ¿Jóvenes, mayores? También formaban un abanico variado; si bien todas eran adultas de cierta edad, sí que las había pertenecientes a distintas décadas. Desiguales eran también su estética, su configuración corporal, su altura, la caracterización de sus caras. No, no creo que todas fueran del país, pues en alguna sus rasgos la confirmaban como inmigrante probablemente. No puede decirse que se pareciera ninguna a la otra, pero hubo algo que me llamó la atención. No se observaron, o no lo hicieron al menos de modo descarado. Tampoco derramaron lágrima alguna cuando los empleados depositaron el féretro en el sepulcro familiar. Más bien se mostraron relajadas y obsequiosas al cederse el paso entre ellas en el momento de colocar los ramilletes.
Recordé que usted me había hablado en cierta ocasión de lo interesante que era recuperar una tradición perdida sobre el hecho de que algún familiar o amigo hablara ante la tumba de un fallecido. Si recuerdo bien, me parece que usted me dijo algo así como que había que dejar fuera de los actos íntimos a los funcionarios de la muerte, a ese tipo de personajes de castas que solo viven para elogiar el dolor, invocar la resignación y cuyas palabras de consuelo suenan estereotipadas y falsas. Así que improvisé unos comentarios. Fue solo durante ese momento en el que hablé, tragando mucha saliva, eso sí, cuando aquel grupo de mujeres estuvo a punto de quebrar. Todas me miraban expectantes, y comprobé tal brillo emocionado en sus ojos que lograban transmitirme ánimo, no obstante ignorar quiénes eran aquellas personas. Tenía la sensación de que se sentían representadas de alguna forma por mí y por mis palabras. Hablé de la alegría de mi padre para con la vida. De cómo bajo sus frecuentes gestos de contrariedad o simplemente ausentes, siempre palpaba el goce y buscaba la capacidad de sorprenderse. Me apeteció nombrar su firmeza cuando le proponían decisiones en las que moralmente él no podía participar. Incluso creo que enfaticé algo así como: a mi padre le enfurecía la maldad y le desanimaba enormemente la ignorancia ajena. Pero quise concluir restando hierro a esto último. Entonces dije que Franz Heine había sido un hombre que había contenido y probablemente expresado mucho amor.
Cuando terminé de hablar, vinieron hasta mí unas tías lejanas, con las que Franz no se había entendido bien en los últimos tiempos. Yo había estado pendiente de aquellas mujeres de las flores. Mi intención era dirigirme a ellas, pues en la brevedad de aquella reunión las había sentido como parte de la familia. Las busqué con la mirada, pregunté a uno de los sepultureros pero me informó que ya habían salido. No sé por qué le cuento todo esto. Seguramente usted pensará que lo he soñado, pero le agradecería mucho que si usted dispone de alguna clave para interpretarlo me lo comunique. Permaneceré todavía un tiempo por la casa de mi padre. Se lo digo por si había pensado regresar pronto. Tendría que preguntarle a usted tantas cosas sobre Franz.
Con mis mejores y afectuosos saludos."