(Fotografía de Anders Petersen)
Hacía tiempo que había tomado precauciones. Desde que aquella mañana de otoño una joven hermosa y frágil reventó a sus pies, desplomándose como una hoja herida de una de las torres de la catedral, vivía en una obsesión permanente. Cogió miedo a andar por las aceras. La idea de ser aplastado por un suicida le perseguía. Se imaginaba la situación con amargura y pavor. Veía constantemente que una sombra se asomaba a una ventana, saltaba, describía un arco y se desplomaba con un ruido seco sobre su cabeza. Adoptó la costumbre de caminar pegado a las paredes de los edificios. Sin ceder el paso a otros viandantes, ni siquiera a los ancianos, a los ciegos o a los impedidos. Defendiendo enloquecido el espacio como si se tratara de un espacio solo suyo, como si él fuera el único habitante de la ciudad. Pero tanto o más que esta imagen de su propio aplastamiento le obsesionaba la muerte de la belleza. Prevenir un destino fatal de la belleza no era tan fácil cual proteger su personal integridad física. Como le parecía que diariamente, por donde transitaba, le acompañaba la belleza humana en sus múltiples manifestaciones, no veía manera de aleccionar a cada portador de ese signo. Él encontró la solución negando. Estimaba que no reconociendo lo que existe uno se despreocupa más. Y el sufrimiento, si bien no se elimina totalmente, se palia en buena parte. De tal modo que fue borrando de su mente la percepción de lo bello, anulando la capacidad de disfrute, destruyendo la memoria de sus referencias más armónicas. Habiendo reconocido de manera tan compulsiva la lozanía y la jovialidad de las muchachas, ahora las ignoraba, dirigiendo la vista siempre hacia otra parte. Si se sentaba en un café frente a una mujer, se enfrascaba en el periódico. Si coincidía en el autobús con el rostro de otra, miraba la lejanía del paisaje urbano. Cuando alguna muchacha le preguntaba por una calle, respondía que no era de la ciudad. Al encontrarse con antiguas amigas, las despachaba con urgencia e incluso con maneras desafectas, lo cual le granjeó una fama de huraño que generó aislamiento en su entorno. Perdió también su sentido del goce sobre los palacios, los jardines o en general las obras de arte. Y por último, dejó de sentir la vibración por el paisaje fantástico, por los valles y las montañas, por los páramos y las playas. En su fijación por desconocer aquello que le había alimentado toda su vida, el hombre perdió le orientación. No distinguía una brizna de estética, de tal modo que cuando tomó su caballete y se plantó al borde del acantilado para reflejar la caída del sol sobre el océano los colores y las formas respondieron en otra dirección. Trabajó toda la tarde, con pinceladas bruscas, con acercamientos y lejanías nerviosas del supuesto objeto de su obra, con paradas confusas y arranques violentos que desbordaban los límites del lienzo. Cuando el sol ya se había puesto consideró finalizada su tarea. Pudo ser que no valorara la oscuridad o que el ojo le traicionara. Tal vez su nihilismo había destrozado cualquier conciencia de lo físico. O que los efluvios del vino que había ingerido durante aquellas horas le hicieran perder el equilibrio. Abajo el mar arremetía con un oleaje quejoso mientras que el cuadro permaneció allí, a la intemperie, clavado sobre su estructura, hasta que al día siguiente unos veraneantes lo encontraron. La imagen, compuesta por una masa emborronada de matices grises, rojos y negros, reproducía un rostro huidizo, desesperanzado, turbio. Alguien comentó que se parecía al hombre que andaba pegado a las paredes.
Imposible que un pintor renuncie a la belleza, eso sí que es un suicidio metafórico. Me encantó, como siempre.
ResponderEliminarVaya usted a saber de qué es capaz no un pintor sino un simple diletante...cierto que es difícil renunciar a ella, pero a veces hay que leerla de manera variada. Gracias.
EliminarVeo a un hombre caminando encorvado mirando hacia atrás, como tantos otros de nuestros tiempo...
ResponderEliminarSolo ligeramente encorvado, y a veces se pone de espaldas a la pared, tanteándola.
EliminarLos propios miedos acaban matandonos .
ResponderEliminarO haciendo que matemos, Nanis, no es broma el asunto.
EliminarCometió, tal vez un error, la pasión por plasmar le hizo reconocer la realidad de golpe y no tenía ninguna pared en el paisaje abierto a la que pegarse.
ResponderEliminarEl mar se le antojó una pared, creyó que el efecto del vino era lo que le hacía verla borrosa y movida, se acercó todo lo que pudo, demasiado.
Una posible interpretación, el vino siempre es una excusa aunque también incide en un acto de error, pero no es la causa definitiva de la crisis. Que siga la interpretación abierta.
EliminarMe encanta. Tiene un aliento surreal, en el tramiento, pero en fín refleja una postura de vida, UN abrazo. Carlos
ResponderEliminarClaro que hay una actitud de vida, pero es que ésta puede ser mucho más surreal de lo que nos imaginamos. Todos somos un poco habitantes del subsuelo. Un abrazo.
EliminarEl miedo siempre intenta controlar...
ResponderEliminarAsí es, Airis, controlar y someter. Y el miedo puede conducirnos a ofrecernos al sacrificio. ¿Destino?
EliminarLo que no se ve, o no se quiere ver, no se siente. Cuando se intenta recuperar la mirada, ésta ofrece una imagen distorsionada. Es casi lógico. Imposible recuperar la belleza.
ResponderEliminarCertero final.
Un abrazo.
Salamandrágora, muchos viven en la ignorancia elegida. Repetir simplemente la voz de otros, incluida la mediática, es rechazar la búsqueda. El hombre pegado a la pared no acepta asociar muerte y belleza.
EliminarMadame, le traigo un premio-regalo "La percepción del arte" por su espléndida labor con la palabra.
ResponderEliminarMe agradaría que tenga la amabilidad de retirarlo en mi blog:
http://navidadamigosycostumbres.blogspot.com.ar/
Un abrazo.
Agradezco su consideración, María Alicia, pero por principios no participo desde mi tierna infancia de la idea del premio, lo cual me ha supuesto muchos tropiezos pero a su vez muchas satisfacciones en esta santa existencia. Gracias de todos modos por citar este blog en el suyo.
EliminarMuy bueno..
ResponderEliminarMuy pegado a la pared...Gracias.
EliminarEl desencanto ha transformado su mundo, su forma de ver la vida, y a si mismo. Una triste realidad. Hermoso texto. Abrazos
ResponderEliminarNo hay nada que desencante más que la muerte...aunque también puede reafirmar al individuo que se vea afectado por la ajena en su consciencia limitada. Obrigado, Paulo. Un abrazo.
EliminarSuprimir
Quien busca alejarse de la sombra de la muerte ya esta muerto, porque olvida disfrutar de la belleza y la gloria de la vida.
ResponderEliminarFenomenal relato sobre el pavor que siente el ser humano por la inminente presencia de la muerte.
Mira, me alegro escucharlo de otra persona...por ahí iba yo. ¡Gracias por tu comentario! Uno aprende.
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