(Fotografía de Saul Leiter)
Los taconazos de la mujer le herían. Casi tanto como el ruido del chicle o la conversación en voz alta a través de un móvil, que es tan frecuente escuchar por la calle. Él, que admitía y admiraba gran parte de las conductas en una mujer, censuraba lo más sencillo, acaso también lo más inocuo. "¿De dónde esta moda de calzar tan extendida que se ha convertido en una seña de identidad de la mujer?", se preguntaba. Aquellas pisadas huecas y estruendosas sobre su cabeza, que le traían resonancias prusianas, le resultaban difíciles de soportar. Había en ellas lejanos ecos que le inquietaban. Sucedía todas las noches a una hora incierta. Le sacaban del sueño y trazaban una geografía a través de las habitaciones que él jugaba a recomponer. Ha entrado en la cocina; se ha detenido en el pasillo; ha pasado al cuarto de estar; ahora el taconeo es más corto, eso es que está en el baño (el sonido de una cisterna escandalosa le confirmaba su buen tino) Por fin ha llegado al dormitorio; dejará caer su calzado en dos actos y se podrá recuperar el sueño.
Pero el sueño alterado no se recomponía con facilidad. A veces incluso empalmaba su desvelo hasta la hora de levantarse. Asociaba aquel compás martillado que rompía la noche con vivencias de su pasado. Y en aquella memoria su tía se hacía presente. Entonces jugaba a imaginar cómo sería la vecina de arriba. ¿Se parecería a su tía? ¿Haría una vida semejante? ¿Tendría también en alguna parte un sobrino al que mimar? Añoraba entonces a su adorada pero extravagante tía, que hacía partícipe de sus intimidades al niño. “Aquella era una mujer liberada y que sabía lo que quería, ya lo creo”, pensaba retrocediendo mentalmente a los tiempos de silencio y de costumbres reprimidas. La recordaba como si aún habitara con él. Aquellas maneras litúrgicas y pausadas de prepararse para salir a la calle. La elegancia en cada prenda que iba a llevar puesta. Plancharse su vestido mientras permanecía en enaguas. Depilarse el vello. Colocarse cuidadosa y morosamente las medias, bien sujetas por unas ligas que le mancaban los muslos. O ceñirse un corsé que fue evolucionando en modelos a medida que las influencias francesas llegaban a las corseterías. Y aquellos zapatos de tacón alto y fino, que acababan en una puntera aguda, y que a él le parecían una especie de ave exótica. Una fascinación cuyos efectos nunca pudo superar.
Su tía jamás fue un misterio para él. Casi. O al menos en lo que a él le bastaba saber de ella. Para más allá de la puerta ambos habían rubricado un pacto de silencio. Cuando regresaba ya avanzada la noche, a veces prácticamente de madrugada, él dormía. Echaba ahora de menos aquel gesto de poner una moneda bajo la almohada del niño. Incluso lamentaba que le faltara uno de sus besos. “¿Cómo será la vecina nueva?”, mascullaba para sí a través de ese silencio inútil que solo percibe quien no logra conciliar el sueño. Pero no se decidía a subir y conocerla. “Tal vez debería hacerlo un día de estos. Aunque no sea como mi tía”, se escuchaba a sí mismo. "¿Y si lo fuera?", concluía resbaladizo, mientras volvía a caer rendido.
Hay músicas que matan. Algunas de percusión identifican al interprete.
ResponderEliminarSalud
Francesc Cornadó
Ciertamente, Francesc. O recuperan la identidad perdida.
EliminarSaludos.
Pasos que rompen la noche y conducen a las asociaciones de ideas y sus misterios.
ResponderEliminarLos sonidos, como los gestos, los olores o las visiones, activan prontamente las asociaciones de ideas. Con frecuencia éstas nos conducen a significados ocultos. Cuestión de tiempo.
EliminarSin duda no era el taconeo lo que interrumpía su tranquilidad. El hombre había perdido la paz en su niñez. Su tía lo había marcado definitivamente, cómo sólo puede marcar una mujer y como sólo puede ser marcado un hombre. El taconeo le abrió la puerta al recuerdo dificultósamente recluido, solamente.
ResponderEliminarUn beso grande
Una interpretación que aventura una posibilidad. Hay tantos elementos de la infancia soterrados u olvidados que ante un factor repentino -taconeo, parecido de una persona, etc.- reaparecen y se nos muestran para uqe los repensemos y veamos su hondura.
EliminarHay comparaciones que matan cualquier posibilidad.
ResponderEliminarNada es parecido al mito.
Me molestan profundamente los tacones en las casas. Un ruido que trasciende de la propia vivienda e invade espacios ajenos.
...quizá por eso vivo en un atico.
Comparto contigo esa idea de la ocupación o interferencia de los espacios. Ruidos, griteríos, elementos físicos en fachadas o patios...un individualismo feroz que no tiene en cuenta al próXimo.
Eliminar¿No crees que los mitos se reproducen todavía desde los tiempos más antiguos? (Otra cosa es que se crea o no en ellos)
Sonidos evocadores. ¿Y si lo fuera? Yo creo que nunca se atreverá a subir. El temor a la decepción, demasiadas veces, puede más que la curiosidad.
ResponderEliminarUn abrazo.
Probablemente, bien dices. El temor a la decepción condiciona muchas cosas. Pero qué curioso, el factor azar a veces descoloca y abre perspectivas sobre los mismos agentes y situaciones que se tantean pero no se aproximan. El azar hace coincidir.
EliminarEl regusto del recuerdo adosado a unos tacones
ResponderEliminarUn beso
Y a tantos otros objetos, prendas, sensaciones, sonidos...en fin, cantidad de elementos que reverdecen recuerdos y nos regustamos en ellos.
EliminarMe hizo recordar a una Tía de Vargas Llosa, a una mía también...tan...
ResponderEliminarVaya con las tías...¿tan?
EliminarEntre el taconeo reconocible y el ajeno se atisba un mundo de oposición... desde lo más sensual a lo más reprochable, en distintas gradaciones según la franja horaria y la persona que lo realiza.
ResponderEliminarUn saludo.
Exacto, Bardo. Probablemente al personaje del relato le pase eso: se le abre un abanico de reacciones, que de momento no pasan del recuerdo pero que le estimula si pasar a un más allá.
EliminarRompetacones sin fronteras unamonos !!!!
ResponderEliminarNo lo pude evitar . en un aepoca sufri vecinas a las seis de la mañana como si el piso superior fuera un tablao . uffff.
Ay, Nanis, qué bien te comprendo. Hubo una época en mi vida que tuve aguantar algo peor. Un chuloputa (sic) que se presentaba a las cuatro o las cinco de la mañana, gritaba e incluso pegaba a la mujer que vivía con él, que llegó a tirar un gato por la ventana, que calzaba unas botas de vaquero cuyo taconeo era estruendoso y vil...Un personaje de rostro torvo y duro, como de cómic y que no obstante me saludaba amablemente por las escaleras. Un día despareció y la policía lo estuvo buscando, hasta que le trincaron.
EliminarEn tu poema baila todo un mundo de ingenuidades y madurez(ese niño que se hizo mayor). Cambios que van modelando el pensamiento, con rechazos que no lo fueron, con aceptaciones, e incluso, muy sutilmente, has derramado gotas eróticas que hacen tan especial este relato.
ResponderEliminarTe felicito
Uu saludo
FINA
Acaso la vida es un lento y apurado tránsito entre lo ingenuo y lo maduro, que seguimos transitando...porque ¿quién puede decir que no reacciona todavía ingenua, incautamente, cuando ya se ha creído sabérselo todo?
EliminarEres muy amable, Fina.