(Fotografía de Herbert List)
Lo había olvidado. No sabía cómo había llegado a aquella situación pero se sentía desbordado por una amarga sensación de fracaso. Cuando se exponía a una circunstancia propicia no era capaz de corresponder. Llegó a no atreverse a salir de casa para no sentirse acomplejado. “Si evito el riesgo, evitaré el espanto”, se decía a sí mismo. No se trataba de algo meramente emocional, puesto que los ardores del deseo le acuciaban como de costumbre. Ni siquiera sentía mermada su capacidad eréctil o el interés y la atracción que otra mujer le proporcionaba en situaciones estimulantes. Era tan sencillo como humillante. El hombre se había olvidado de amar. Ignoraba cómo debía responder a los mensajes que otra persona le enviaba o de qué manera debía comportarse. ¿Cuándo dar el paso adecuado? ¿De qué manera tomar la iniciativa? ¿Qué hacer si era provocado y seducido? ¿Podré darme a la simpatía que me llegue desde otra naturaleza abierta? ¿Seré atendido si permanezco aparentemente pasivo y me dejo llevar? No obstante la atracción por otro cuerpo o sentirse cautivado por la personalidad de la mujer que se le aproximase, ¿cómo dirigir hacia ella la rica red del contacto que tantas veces había tendido con éxito? Eran preguntas frecuentes que se hacía en su recogimiento doméstico e incluso también en ese instante decisivo en que la casualidad activaba un encuentro directo. Pero que él no sabía responder.
Consultó a antiguas amantes. Unas no le tomaron en serio y otras se limitaron a darle consejos de una frialdad escasamente correctora. No obstante, hubo algunas que se sintieron tentadas por la curiosidad y hasta hicieron de la situación un desafío cuando no se lo tomaron como una afrenta personal. “Mira, estoy dispuesta a olvidar a mi actual pareja por una noche con tal de echarte una mano”, le dijo una antigua amiga que siempre se había comportado con él muy maternal. “No estoy en mi mejor momento”, se justificó aquella dependienta que le había iniciado en muchos de los mejores saberes. “El último desamor me ha dejado sin fe en los hombres, pero no puedo permitir que termines en la catástrofe”. Sin embargo, y pese a la buena voluntad de aquellas mujeres que habían salvaguardado una pizca de fidelidad comprensiva con él, cuando acudían a su piso todo se limitaba a tomar café, a recordar viejos tiempos o, como en el caso de aquella amiga de la que estuvo enamorado con gran entusiasmo y a quien tanto le había gustado leer poesía a dúo con él, improvisar una recitación en tono meloso cuando no de arrullo, que tampoco dio resultado alguno. Si ellas ponían la mano sobre su piel o aproximaban el cuerpo al suyo, el hombre se quedaba mirándolas, abobado, poniendo caras de angustia que consecuentemente conducía de inmediato al disgusto y a la rendición de las mujeres. Ellas comprobaban que causaban efecto físico sobre las propiedades elementales del hombre, pero éste era incapaz de manifestarse y se batía de modo abstraído en retirada.
El caso es que el hombre que había olvidado amar fue cada vez menos visto en los círculos de amistades. Dejó de acudir a los ambientes ordinarios, de asistir a conciertos, tras los que era frecuente que saliera alguna iniciativa amorosa, y sobre todo no volvió a pisar la librería de costumbre, donde las mujeres más intelectuales que se sentían atraídas por él le buscaban con disimulo. “A éstas es a las que menos debe exponerme. No soportaría que mi problema tuviera una lectura metafísica”, pensó con cierto sarcasmo nervioso.
Fue aquella tarde otoñal cuando le pareció percibir una pizca de cambio en su vida. La nueva inquilina de planta le había solicitado si podría quedarse con el joven bulldog, pues tenía que hacer una visita familiar y no podía llevarlo consigo. “Volveré al anochecer. Pumby es muy dócil, no te dará problemas. Además, le gustan mucho que le hablen y sobre todo que no regateen caricias con él”. El hombre se sintió tomado por un acceso terapéutico. “No te preocupes”, dijo a la vecina. “Le trataré como a una reina”.