...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

domingo, 28 de abril de 2013

insondable naturaleza


(Fotografía de Herbert List)



Lo había olvidado. No sabía cómo había llegado a aquella situación pero se sentía desbordado por una amarga sensación de fracaso. Cuando se exponía a una circunstancia propicia no era capaz de corresponder. Llegó a no atreverse a salir de casa para no sentirse acomplejado. “Si evito el riesgo, evitaré el espanto”, se decía a sí mismo. No se trataba de algo meramente emocional, puesto que los ardores del deseo le acuciaban como de costumbre. Ni siquiera sentía mermada su capacidad eréctil o el interés y la atracción que otra mujer le proporcionaba en situaciones estimulantes. Era tan sencillo como humillante. El hombre se había olvidado de amar. Ignoraba cómo debía responder a los mensajes que otra persona le enviaba o de qué manera debía comportarse. ¿Cuándo dar el paso adecuado? ¿De qué manera tomar la iniciativa? ¿Qué hacer si era provocado y seducido? ¿Podré darme a la simpatía que me llegue desde otra naturaleza abierta? ¿Seré atendido si permanezco aparentemente pasivo y me dejo llevar? No obstante la atracción por otro cuerpo o sentirse cautivado por la personalidad de la mujer que se le aproximase, ¿cómo dirigir hacia ella la rica red del contacto que tantas veces había tendido con éxito? Eran preguntas frecuentes que se hacía en su recogimiento doméstico e incluso también en ese instante decisivo en que la casualidad activaba un encuentro directo. Pero que él no sabía responder. 

Consultó a antiguas amantes. Unas no le tomaron en serio y otras se limitaron a darle consejos de una frialdad escasamente correctora. No obstante, hubo algunas que se sintieron tentadas por la curiosidad y hasta hicieron de la situación un desafío cuando no se lo tomaron como una afrenta personal. “Mira, estoy dispuesta a olvidar a mi actual pareja por una noche con tal de echarte una mano”, le dijo una antigua amiga que siempre se había comportado con él muy maternal. “No estoy en mi mejor momento”, se justificó aquella dependienta que le había iniciado en muchos de los mejores saberes. “El último desamor me ha dejado sin fe en los hombres, pero no puedo permitir que termines en la catástrofe”. Sin embargo, y pese a la buena voluntad de aquellas mujeres que habían salvaguardado una pizca de fidelidad comprensiva con él, cuando acudían a su piso todo se limitaba a tomar café, a recordar viejos tiempos o, como en el caso de aquella amiga de la que estuvo enamorado con gran entusiasmo y a quien tanto le había gustado leer poesía a dúo con él, improvisar una recitación en tono meloso cuando no de arrullo, que tampoco dio resultado alguno. Si ellas ponían la mano sobre su piel o aproximaban el cuerpo al suyo, el hombre se quedaba mirándolas, abobado, poniendo caras de angustia que consecuentemente conducía de inmediato al disgusto y a la rendición de las mujeres. Ellas comprobaban que causaban efecto físico sobre las propiedades elementales del hombre, pero éste era incapaz de manifestarse y se batía de modo abstraído en retirada. 

El caso es que el hombre que había olvidado amar fue cada vez menos visto en los círculos de amistades. Dejó de acudir a los ambientes ordinarios, de asistir a conciertos, tras los que era frecuente que saliera alguna iniciativa amorosa, y sobre todo no volvió a pisar la librería de costumbre, donde las mujeres más intelectuales que se sentían atraídas por él le buscaban con disimulo. “A éstas es a las que menos debe exponerme. No soportaría que mi problema tuviera una lectura metafísica”, pensó con cierto sarcasmo nervioso. 

Fue aquella tarde otoñal cuando le pareció percibir una pizca de cambio en su vida. La nueva inquilina de planta le había solicitado si podría quedarse con el joven bulldog, pues tenía que hacer una visita familiar y no podía llevarlo consigo. “Volveré al anochecer. Pumby es muy dócil, no te dará problemas. Además, le gustan mucho que le hablen y sobre todo que no regateen caricias con él”. El hombre se sintió tomado por un acceso terapéutico. “No te preocupes”, dijo a la vecina. “Le trataré como a una reina”.





domingo, 21 de abril de 2013

amor propio

(Fotografía de Jorge Molder)



Veo a hurtadillas a mi padre hacerse el nudo de la corbata ante el espejo. Él no me ve a mí. 

Observo que sus dedos afilados y extraordinariamente huesudos no vacilan. No tiene el aplomo de antes, pero se defiende. De pronto ha dudado y se ha detenido tratando de dar con el nudo apropiado. “¿Estás ahí?”, dice. He demorado a propósito la respuesta y él, tenaz y hasta cierto punto orgulloso, se ha puesto de nuevo a intentar el nudo americano. Así lo llamaban, supongo que cosa de modas que llegaban desde otro continente del que se copiaba poco más que el estilo y la hechura de una chaqueta y un nudo de corbata. Lo de mi padre es amor propio. No solo una actitud de perseverancia, sino también su expresión favorita cuando yo era niño y no cumplía sus expectativas. “Hay que tener amor propio”, solía decirme con un tono severo. O bien esta otra variante: “Este chico no tiene amor propio”, dirigiéndose a otras personas, lo cual causaba en mí una vergüenza desalentadora. Me costaba entender el significado de aquella sentencia. ¿Se podía hablar de amor riñendo? ¿Qué extraña cosa era aquella de la que yo carecía? ¿De qué sacaba él que yo no me quería? 

A veces mi padre decía también: “No tienes interés, vas a ser un desastre”. Las palabras me confundían: interés, rédito, tanto por ciento. Aquel berenjenal de palabras que sonaban y se escribían igual y sin embargo podían expresar sentidos diferentes, cuando no opuestos. Siempre me entorpeció aquel modo que tenía de enseñarme las cosas con extremado rigor. Sus conclusiones las traducía en leyes. No digo que no careciera de razón. La vida duele tanto como enseña. Y él sabía bastante de padecimientos. Al verle ahora haciéndose un lío en su intento de elaborar el nudo, me asalta un ánimo vengativo. Casi estoy a punto de soltarle: “Compóntelas tú solo, tienes suficiente amor propio para lograrlo”. Pero ni incido en ese pensamiento insano ni mucho menos le replico. Hace muecas ante su imagen y compruebo que la piel caída, flotando entre el cuello de su camisa, traduce una marca de senectud irreparable. Mantiene con dificultad el equilibrio. Incluso asoma en él un gesto de desagrado y de impotencia. “¿Estás por ahí? No me sale el nudo, mira a ver si tú puedes”, vuelve a importunar con inflexión exigente. 

Todavía me golpea su carácter. Aún me produce rechazo su actitud ordenante. Miro su cuerpo flaco y cada vez más inconsistente. Contemplo una sombra que oscurece parte de su cuerpo. Intuyo una debilidad a la que no se rinde. De pronto me veo reflejado en él. Sé que acabaré haciendo el nudo de su corbata. Conviene que no se me olvide.


miércoles, 17 de abril de 2013

apagamiento


(Fotografía de Saul Leiter)


Acostados uno al lado del otro, no pueden moverse. No saben ellos mismos si considerarse circunstancia o límite. Obra el silencio como una existencia apagada. No se trata del reposo callado, ni de ese estado al cual el placer conduce de modo natural porque después de él todo se ha detenido. Se sienten insoportables el uno respecto al otro, pero no pueden moverse. La habitación cerrada les ahoga. Ha pasado bastante tiempo y sudan. Es el sudor del vacío. Una extraña sudoración no generada por actividad externa alguna. La fricción de una tirantez al borde.  Si se aproximaran de nuevo sus cuerpos patinarían. Él hace un intento y al alzar su mano para alcanzar la piel de la mujer parece que fuera a comenzar a dirigir a una orquesta invisible. Rendición. Su mano se paraliza en el aire y los dedos van recogiéndose lentamente, uno detrás de otro hasta desaparecer en el hueco de la palma. Ha ido cayendo la tarde y es ese instante en que la habitación regatea luz y va disolviendo presencias. Han sucumbido al tedio. Ella dice: “Ya no soy tu reposo”. Él no quiere responder con un desatino y calla. Entonces la mujer se gira y le da la espalda. Por instinto el hombre se mueve en la misma dirección. No hay nada más duro que contemplar por inercia la espalda en silencio de una mujer. Ver un cuerpo que se distancia por momentos, que desaparece a la vista, que se enfría. El hombre piensa: “¿Será esta la última vez?”. Los dos cuerpos saben que no solo el deseo les ha abandonado. Las dos compañías son absorbidas por una soledad que les desespera. Ella no percibe ya que aún tiene al hombre detrás. A él apenas le dice algo aquella espalda que antes tanto deseó. Desprovistos de un reconocimiento mutuo sería impropio entrar en recuerdos. Sonaría ofensivo pronunciar una palabra. Los mejores momentos vividos han quedado aplazados. Los dos pactan por reflejo el abandono. Ambos están desabrigados. Los dos están muertos.




lunes, 8 de abril de 2013

el testigo


(Fotografía de Henri Cartier-Bresson)



Una vez había leído en una novela que el miedo tenía mil rostros. El que le había tocado llevar a él, pegado a su piel, olía a tinta espesa y fresca y sonaba a la cadencia de un cilindro que giraba y giraba ruidosamente, engullendo hojas de papel vírgenes y vomitándolas conspirativas. En la soledad de aquella habitación alquilada se consideraba un virtuoso editor que imprimía para abrir las mentes ajenas. Virtuoso en el sentido de su honradez y consecuencia más que en la faceta de maestro de la técnica. Si en la primera acepción no tenía dudas y se alimentaba a sí mismo con una buena dosis de mística, en la segunda sus carencias eran grandes, pero no obstante las cubría con tesón e imaginación. Sus recursos eran escasos pero introducía siempre elementos gráficos dibujados para la circunstancia, diseñaba sus propios tipos de letra y procuraba que un modesto panfleto constituyera un periódico atractivo para los destinatarios. Ese mundo le absorbía y él ocupaba el espacio del riesgo con una entrega fuera de lo común, derivando desasosiegos, alimentándose de su propia obra. El enemigo acechaba siempre. Era consciente de la posibilidad de ser descubierto en cualquier momento, de arruinar su vida y la de su familia, de arrastrar en su infortunio a otros hombres que ceñían las mismas inquietudes que él. Vivía sus horas en guardia. Cuando salía a la calle se desplazaba con una tensión controlada que le llevaba a dar rodeos, simular vida ociosa y ocupar espacios públicos libres de sospecha. Sin ser un intelectual de la revuelta se permitía opinar y modificar los textos que recibía de los conspiradores. Los libelos que salían de sus manos surgían también de su alma. No solo de su pensamiento en construcción, sino de un empuje en que las palabras arriesgaban ser reconocidas y se crecían en una hipérbole sin fin. Ahí se cerraba el arco de la fe que él había aceptado. 

Al despertar una mañana se percató de que el amanecer no traía los ruidos acostumbrados ni los movimientos rutinarios del vecindario. Esa sensación repentina del vacío de la ciudad alrededor suyo le estremeció. Sentía el cuerpo pesado y que los líquidos que lo recorrían se secaban en su curso. Aguzó el oído al máximo antes de tomar una decisión. Indudablemente unos pasos cuidadosos pero abundantes tomaban la escalera. Se creyó perdido. Hiciera lo que hiciera no disponía ni de tiempo ni de modo de destruir el material. De pronto el revuelo tomó forma más estridente. Al fin sonó el timbre de la puerta. Dudó en abrir. Tragó saliva, respiró en profundidad, dirigió la vista al mimeógrafo y al papeleo impreso acumulado, a punto de inundar los tajos de la ciudad. “Os amo”, dijo en voz baja conteniendo la emoción. Abrió la puerta. Dos individuos con solapas altas le mostraron de mala manera una insignia. “Le necesitamos”, le dijeron. Él no pudo pronunciar palabra alguna. “Perdone si le hemos despertado, pero es necesario que venga con nosotros como testigo. Estamos efectuando un registro en un piso de arriba”. Los acompañó. Sintió un golpe de alegría interna con tal intensidad que le hizo quebrar. "Todavía dormido, ¿eh?", quiso ser gracioso uno de los esbirros. Luego solo habló una embriagante voz interior. Con tono de cuento moral le decía: “El azar te devuelve en forma de suerte el amor que has puesto en tus criaturas”. 



 Para Julio B., que comprenderá el relato, por los miedos compartidos.


miércoles, 3 de abril de 2013

la superviviente


(Fotografía de Willy Ronis)


“Siempre has tenido una belleza salvaje”, le pareció escuchar a sus espaldas. Pero detrás de ella no había nadie. Maya cruzó entonces la mirada con su retrato en la sombra. Se veía a sí misma, tal como era unos años antes, en aquel lienzo que, no obstante el abandono del estudio, apenas mantenía una ligera capa de polvo. Como si se le hubiera mantenido cuidado de modo continuo. No era un lienzo al uso, y pocos la hubieran reconocido en él. Ya en la época en que posó para Heinrich fue objeto de las primeras experimentaciones de éste, que rompían con las enseñanzas recibidas y le llevaban a madurar a contracorriente. “Vas a ser mi mejor tendencia”, le decía irónicamente su pintor. “Pero yo no soy solo tu tendencia, también soy tu propio acto, tu doble recreación”, le respondía Maya con mimos cómplices que obligaban a Heinrich a abandonar los pinceles. 

Fue una época alocada y pletórica. El país se hallaba convulso, pero como una respuesta, o acaso un acompañamiento, a la agitación social la expresión artística se desbordaba. Todo el mundo quería ir más allá de las academias, romper con las literaturas de costumbres, diseñar la nueva arquitectura sobre modelos imaginativos. Maya siempre pensó que haber estado junto a Heinrich había supuesto para él la compensación emocional que no hallaba en la convulsión de la vida externa. “¿Llegaremos a alguna parte, Maya?”, solía preguntar a la mujer los días más turbios. “El país no sé, pero nosotros seguro que sí”, respondía ella con aplomo, y añadía: “Y si tenemos que marcharnos nos vamos. Un pintor y su modelo pueden reiniciar el trabajo en cualquier parte”. Ni el país fue a mejor ni ellos pudieron hacer eterno su vínculo. Acaso hubieran persistido mal que bien, no obstante Heinrich transcurría por ciclos de desasosiego difíciles de llevar para ella. Pero aquel otro hombre llegado de manera pasajera desde el Este se cruzó con su ímpetu y sus palabras, alterando para siempre las vidas del pintor y la modelo. 

Maya contempla ahora el entorno de aquel espacioso estudio y recuerda con pesadumbre. Los cuadros terminados que no se han vendido jamás parecen apoyarse castigados en la pared. Hay algunas obras inconclusas, muchos bocetos, demasiadas imágenes dispersas. Maya siente perplejidad al ver su rostro y su torso en infinidad de apuntes y trabajos a medio realizar. Sacude la suciedad de una silla y se sienta. ¿Cómo hacerse cargo de todo aquel material que ha perdido el alma de los vivos? Fuma y envuelve en las volutas de humo su melancolía. Ella es ahora la superviviente.