(Fotografía de Herbert List)
La bibliotecaria dormía entre libros. No es que se quedara a pasar las noches en la vieja sala. Las bóvedas de crucería vigilaban por ella el fondo secular de pergaminos y volúmenes. La invisible presencia de los antiguos monjes y de los colegiales de familias nobles se hacía notar, más allá de la apariencia de soledad del lugar. Cuántas teologías no habían sido traicionadas por las teogonías entre aquellas paredes. Cuántas teogonías no habían sido sino relegadas por las ideas del libre pensamiento. La bibliotecaria mantenía, como los estudiosos desaparecidos, la llama de una curiosidad transgresora. “En los libros están todos los tiempos pero también los mismos orígenes”, solía pensar con audacia. Tanto acicate del entorno conducía irremediablemente a que sus sueños nocturnos se nutrieran de viejas historias, muchas de ellas indescifrables. Y en esos delirios oníricos cabalgaba a través de culturas cuyos nombres se habían perdido, desvelaba rostros de personajes que nadie recordaba, vivía hazañas de las que no había llegado relación alguna hasta nuestros días y amaba sin tregua y sí con mucho desasosiego a los artistas anónimos.
Cuando alguien solicitaba una obra rara, ella la hojeaba antes de proporcionársela, intrigada sobre qué podía haber entre sus páginas para que suscitara interés. “Si a través de los libros pudiéramos conocer el futuro”, llegó a confiarle un día a un investigador recién llegado que solicitó consultar varios textos. “Los libros están para saber del futuro”, fue respondida para su perplejidad. “Pero los acontecimientos de la historia no tienen lugar dos veces de la misma manera, tal como opinaba el clásico”, aseveró la bibliotecaria. “Probablemente, solo que aquello que mueve a los hombres que, al fin y al cabo son quienes hacen la historia, su afán de superación pero también de encarnizamiento, esto no ha variado en el fondo”, apostilló el hombre. Ella le miró con asombro. Como si aquellas palabras brotasen de lo más profundo de las tintas de una edición iluminada. La bibliotecaria sabía que la curiosidad conduce al deseo y que éste desemboca en la pasión. Aquella noche el estudioso y la bibliotecaria buscaron juntos la sabiduría más allá de los libros.