(Fotografía de Herbert List)
Era frecuente que se sentara sobre el suelo en un rincón y se abrazara a sí mismo. Solía hacerlo cuando permanecía solo. Cuando podía contar con la alianza de la oscuridad y sobre todo del silencio. Lo único que variaba era la intensidad del abrazo. Si había tormenta se distendía y expulsaba los dedos hacia el horizonte, como si pretendiera rescatar la electricidad a través de la cual se conectaba con el mundo. Si se hundía en su interior los brazos desataban un oleaje violento en torno al torso, en una actitud entre protectora y testimonial. No quería extraviar la identidad que le proporcionaba su propia anatomía. En demasiadas ocasiones había depositado su cuerpo en manos ajenas, y el horror de abandonarlo a otros y no percibirse generaba angustia en él. En la soledad asumida se recuperaba. Palpaba pausadamente su pecho, jugueteaba con la vellosidad, marcaba la distancia de las costillas, hincaba las uñas en el costado y depositaba cariñosamente una mano sobre el abdomen, donde aún se hacía sentir el eco de sus latidos. Su palma cálida allí donde los órganos de la nutrición se erigían como santuario. Aquella calidez le calmaba los nervios y aportaba una perceptible sensación de autocontrol, dotándole de una conciencia que compensaba su aislamiento. En ocasiones iba más lejos y buscaba atropelladamente al hombre que ansiaba salir de su cuerpo, para no perder con él la vida.
Cuántas veces y cada cuántas horas repetía aquel ritual no lo sabía ni él mismo. Después caía en un sueño frágil, quebrado por la inevitable intervención de los ajenos. Por la mañana, al abrir los fornidos celadores la ventanilla enrejada de la puerta de su celda, se encogía. Temía tanto la luz y odiaba de tal modo el color blanco excesivo del pequeño recinto que se enervaba. A continuación cerraba los ojos y se desovillaba lentamente, rendido al destino. Dejándose estremecer por el giro de la llave de la cerradura.
Qué bello, tienes la extraña facultad de poder describir escenarios oscuros, llenos de maldad, como una celda, y conseguir transformarlos en un lugar bello y lleno de paz.
ResponderEliminarMis felicitaciones! =)
Alma.
Alma, es verdad que una celda es siempre un lugar francamente oscuro, del que incluso no se puede salir. A veces donde se desea vivir (un convento, a veces a la fuerza y por castigo (una cárcel o un manicomio) A veces el propio interior de uno mismo.
EliminarGracias por tu comentario.
Tal vez empiece a abrazarme a mi mismo, para dejar de abrazar lo único que abrazo, mi almohada. Un abrazo, de paso.
ResponderEliminarMuy útil y acogedor abrazarse uno mismo. Puro reflejo.
EliminarMe he desovillado junto a él. Excelentemente contado, como siempre.
ResponderEliminarLa utilidad de hacerse un ovillo, siempre tan protector. Al alcance fácil.
EliminarNarració ben expressada; estudi del cos que comprèn fins les més ínfimes reaccions de l'esperit, les ramificacions des de la punta dels peus fins al cervell i passa per totes les sensacions del moment. Síntesi excel·lent.
ResponderEliminarGracias, Olga, por esa sensibilidad; pensé que yo era un bicho raro (lo de ave raris es muy cursi) tratando de perseguir y reflejar la unidad del ser. En contra de ese mediocre lugar común que circula por ahí, que habla de cuerpo y alma, uno prefiere entender el ser en sus dimensiones. Nunca se sabe con exactitud qué tipo de manifestaciones se dan primero. Y muchas de ellas reaccionan al unísono, reflejas o consecuentes. Gracias.
EliminarDe acuerdo, José María, me pasaré a verte.
ResponderEliminarSalud y fortaleza siempre.
En retribuición, estoy seguindo su blog.
ResponderEliminarSu blog, es mucho Hermoso
Besos e Abrazos, brasileños
Gracias, José
EliminarGracias por embaucarnos con tus palabras. A más de uno nos ha llegado a lo más hondo. Es triste, es profundo y puede que la mitad de los lectores no lo lleguen a comprender del todo. Pero lo que está claro es que tu escritura es meditada; y tu resultado, brillante.
ResponderEliminarBesos.
Gracias a ti por saber leerlo. Es muy estimulante tu comentario, sí. Un abrazo.
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