...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

sábado, 13 de septiembre de 2014

el funerario


(Fotografía de Lee Jeffries)



Al empleado de la funeraria de la pequeña ciudad, que había estado toda la noche soñando con su propia muerte, el pavor le despertó calado de sudor hasta los huesos. No era la muerte en sí lo que le zahería en los sueños, pues estaba acostumbrado sobradamente a tenerla de cerca. Conocía no solo los rostros de los difuntos a los que maquillaba y dejaba presentables, sino en muchos casos los procesos de apocamiento de los individuos que se veían abocados al fin. La desazón que recordaba haber padecido mientras soñaba venía dada por las diferentes formas que adquiría el acontecimiento. Podría decirse, incluso, que moría varias veces, envuelto en circunstancias diversas y angustiado como si viviera dentro de otros cuerpos que no eran el suyo propio. Soñó que una enfermedad dolorosa le mataba mientras él echaba toda clase de improperios. Soñó también que era ejecutado por mano armada y entonces sentía un enfado terrible contra toda la humanidad: contra los que le disparaban por ser la causa directa y contra los que no tenían, en apariencia, nada que ver, por su pasividad. Soñó que se desangraba en medio de la calle, y ahí la percepción fue de doble rasero, pues, por una parte, la sentía físicamente dulce, mas no podía quitarse de la cabeza una angustiosa sensación de abandono. Soñó con una caída, no recordaba muy bien si desde un piso o desde un acantilado, porque el ruido de fondo igual podía haber sido producido por el tráfico de la ciudad que por el oleaje del mar; los sueños no siempre precisan el origen de los ruidos. Soñó -y esto le aturdió en exceso- que según nacía del vientre de su madre se iba ahogando y que, creyendo estar a salvo una vez fuera, prorrumpía en lloros hasta asfixiarse en el ejercicio de aquella estridencia. Por último, y aunque no se acordaba con excesiva precisión, creyó tener idea de que moría en brazos de una mujer desconocida. Esta sensación desviaba la angustia de los sueños anteriores. La seguridad de sentir a una mujer a su lado, la compensadora imagen del placer, el ronroneo de los gemidos de ambos, obraban como un exorcismo sobre los espantos soñados anteriormente. Fue en un instante de descuido cuando su cuerpo se convulsionó al sentir un cierto tipo de muerte y cómo ésta traspasaba todos los sentidos hasta apagarlos, mientras le parecía escuchar cada vez más lejana la voz de la mujer que pronunciaba alarmada su nombre. Al despertar el funerario de todas aquellas secuencias oníricas percibió un olor fétido proveniente de su cuerpo. Se palpó todo, respiró profundamente, repasó el calendario para comprobar los trabajos que tenía pendientes aquel día y poco a poco fue desprendiéndose del mal gusto de aquellas pesadillas. Las tareas de la jornada los efectuó con rostro risueño. En algún momento de su cometido llegó a escapársele una sonrisa exagerada que nadie advirtió. Cuando acabó fue a su casa, se aseó a fondo y se puso elegante. Tomó dinero de un cajón y llamó a un taxi. "Lléveme donde Madame Juliette", pidió al conductor. "Usted trata cada día con los muertos", le comentó éste, "pero hay que ver cómo le gusta lo vivo". "Vivir y morir no puede ser solamente soñar", respondió el hombre.