...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

jueves, 12 de septiembre de 2013

interrogatorio


(Fotografía de Michael Ackerman)



Fragmento de conversación escuchado desde mi abandono entre un hombre y la patrona. 

- ¿Sabe quién era?
- No.
- Algún papel tendría.
- Yo no lo pido.
- Nosotros sí se lo pedimos a quienes alquilan habitaciones. Debería cumplir la ley.
- Yo no puedo espantar a quien toma un cuarto y me da de comer.

(El hombre indica a otro hombre que está con ellos: apunte, posible complicidad e incumplimiento de la normativa vigente) 

- Sabrá al menos de dónde procedía...
- No.
- Pero sabrá qué lengua hablaba.
- Creo que la nuestra.
- ¿Cree? ¿Ni siquiera es capaz de aportarme este dato?
- Hablaba poco.
- Observaría algún acento especial.
- No.
- ¿Venía gente a verle?
- Bastantes quehaceres tengo como para andar pendiente de las visitas que pudiera recibir.
- Me lo pone difícil, señora, no me estoy creyendo nada de lo que me responde.

(El hombre vuelve a sugerir al otro hombre adjunto: anote, la patrona se resiste a aportar información de cada pregunta que le hago) 

- Dígame al menos que traía el día que llegó.
- Equipaje.
- Precise algo más, señora.
- Una maleta ni grande ni pequeña, tiene que estar por aquí.
- La buscaremos. ¿Nada más?
- Un abrigo raído.
- Bien, eso es algo. ¿Podría tratarse de un mendigo?
- No lo sé. Tal vez.
- Tenemos fichados a todos los mendigos de la ciudad y sobre este hombre no aparece nada.
- Tal vez no fuera mendigo. No sonreía como un mendigo.
- ¿Y cómo sonríen los pedigüeños, señora?
- Sonríen como falsos, como resignados, tratando de dar pena con esfuerzo.
- Ah, eso está mejor. Esfuércese ahora usted. ¿Cómo era la sonrisa de este hombre o cualquier otro gesto, alegre o triste que expresara?
- Daba confianza, como si fuera de casa, del vecindario, vamos.
- Ya. Se lo voy a preguntar, aunque no confío mucho en lo que me diga. ¿Recuerda si en alguna ocasión le vio especialmente alegre, comunicativo, como con ganas de exteriorizar sentimientos?
- Una vez. Pero fue muy rápido.
- Precise más, mujer.
- Nunca supe por qué, ni tampoco pensé mucho en ello. Ni siquiera estoy segura.
- ¿De qué no está segura?
- Un día oí cerrarse suavemente la puerta de su habitación y escuché pasos de alguien que se desplazaba por el pasillo.
- ¿Alguno de sus inquilinos?
- No. Alguien de fuera.
- ¿Qué tipo de pasos?
- Taconeo de zapatos de mujer.
- Interesante. ¿Puede aportar algo más?
- Poco. Me asomé a una ventana que da al patio interior. Una mujer elegante atravesaba el patio hacia la calle.
- ¿Se volvió?
- No, pero escuché un poco después al hombre canturrear por lo bajo.
- ¿Llevaba algo la mujer?
- No. Bueno, sí.
- A ver, aclárese.
- La mujer llevaba un perrito.




jueves, 5 de septiembre de 2013

extrañeza


(Fotografía de Anders Petersen)



Abrir los ojos fue un acto lento, apenas un gesto. No se reconoció. Ni siquiera se sentía acechado por las preguntas explícitas que otras veces se hacía y tomaban forma racional. Aquellas que al tratar de responder le despertaban del todo. Tampoco recordaba lo que había soñado, ni si se había sentido revuelto, ni percibía que arrastrase inquietud alguna. La apariencia relajada no era habitual en él, y ello le produjo extrañeza. Si había dormido intensamente, si no había huella alguna de la pesadez digestiva que tenía al acostarse, ni se notaba afectado de manera especialmente virulenta por pensar en las cuitas a la que le sometía la vida, ¿por qué no se sentía a sí mismo? Ni siquiera un cierto grado de desmesura al beber por la noche le había dejado marca. Hacía frío, pero no tuvo rechazo al pisar descalzo el suelo. Dudó antes de vestirse. Su cuerpo no acababa de enderezarse sobre el camastro y miró la silla con la ropa. Se sorprendió de los colores y de la hechura de aquel traje colocado de mala manera, propenso a las arrugas. ¿Sería suyo? Se colocó el reloj con cierta dificultad, sin acertar a encontrar en la correa el punto adecuado que le sujetara cómodamente en la muñeca. Fue ante el espejo cuando más se confundió. No entendía cómo la levedad en la que flotaba era compatible con el reflejo de su rostro. Cierto que la luz no ayudaba y de alguna manera desvirtuaba su mirada, pero no se identificó con aquel tipo distorsionado. Trató de calcular si la imagen le ponía veinte o treinta años más y desechó la idea. “Es ridículo que me ponga a computar sobre un tiempo que por fortuna aún no tengo”. Pero se escudriñó con temor los rasgos de la máscara. Se lavó a zarpazos gatunos. Los cuencos de las manos esparcieron impetuosamente el agua gélida que salía quebradiza del grifo. Fue una ablución repetida una y otra vez, mientras buscaba la imagen deseada. Las gotas le escurrían y aquel frescor le hizo sentirse despierto del todo. No hubiera querido estarlo. Las venas de las manos se le marcaban extraordinariamente, bailando sobre una carne flácida. El cuello se había convertido en una papada rugosa y consumida. La barba, absolutamente alba y diezmada, no era siquiera el eco de la tradicional, la que le hacía sentirse orgulloso como un patriarca bíblico en la seducción de la edad madura. La nariz le brillaba y los ojos, fijos y ausentes hasta la exageración, se perdían tras el estremecimiento de unos párpados acartonados y unas cejas boscosas. “No puedo ser este que me mira”, se dijo. “Además me siento más ligero que nunca, eso debe ser buena señal. Siempre hay que escuchar lo que se percibe dentro. Y si cabe, no sentir nada.” Solo dudó cuando al intentar ir más allá de aquel cuarto de pensión de tercera no acertó a encontrar la salida.

Fue un alivio cuando escuchó pasos apresurados de hombres que ascendían por la escalera del inmueble. Luego le pareció reconocer la voz de la patrona: “Suban, el pobre está en la habitación del fondo.” Y al escuchar un sollozo brusco de la mujer se sobresaltó: “No, no sé de nadie que le conociera. Debía de tener muchos años."