(Fotografía de Tina Modotti)
Tanta luz cenital nos abduce. Las demás mujeres ríen y se gastan bromas unas a otras. Hablan de un toro que han matado al otro lado del río, entre varias. La que baja corriendo por la cuesta trae un trofeo. Las risas se multiplican, yo me apeno. Nunca me ha gustado que maten a un animal y menos a uno de esa envergadura. No es que el tamaño me impresione más por sí mismo, tampoco me gusta que se aplaste a un ratón. Pero no sé qué tiene un toro ni desde cuándo lo admiro que saber de su caída me produce náuseas. Una de las mujeres dice que era un semental viejo, inservible. Eso dice del toro muerto. Yo la replico: "¿Y mientras sirvió?" Las demás corean con carcajadas mi salida. "Eres una ingenua, se nota que no eres de aquí." Eso me dicen, mientras desmenuzan los atributos del animal. La cebada está muy alta, demasiado madura. Desde esta parte del llano, si estás echada, no alcanzas a ver las casas blancas ni la fábrica de harinas. Me entretengo acariciando las espigas, pellizcando los granos en sus vainas, haciéndolos saltar. No corre aire y muchas nos protegemos con sombreros que hace el artesano de la aldea próxima. Otras con pañuelos estampados. Aquí todo es de la tierra. Las briznas de rastrojos que se meten en el pelo, las manos ásperas de las mujeres, los sudores, el agua fresca que se sube desde el pozo que hicieron a la sombra del cerro. Hasta el sol pertenece a la tierra. Allí arriba lo que hay es un dibujo cegador que se expande y que a la vez extravía sus contornos. Solo color inamovible. Su fuerza, sin embargo, está aquí, agitándose entre nosotras y el suelo. Siendo la hora del descanso casi ninguna duerme. Quien más o quien menos charla, provoca a otras, algunas se tiran pequeños terrones resecos, juegan a pelearse con complicidad. "Te acostumbrarás a esto", me dicen al verme pensativa. "A las costumbres, al trabajo, al desasosiego, a las bromas. Aquí no nos molestan ni los hombres", me asegura una de las más avejentadas. Iba a preguntarle por qué no había ningún hombre por esta zona, pero yo no hacía sino pensar en el toro. Me puse de pie, anduve en dirección a la parte alta. Pronto se me acercó una de las segadoras más jóvenes. "Sé lo que piensas", dijo divertida pero no burlona. "Cuando te cuenten la historia del pintor que apareció por aquí entenderás muchas cosas." Me sentí excitada por la novedad. Me planté ante la chica. "Dímelo tú. Qué pasó, quién era, a qué vino a este lugar tan ardiente." Ella, entonces, me adelantó y subió la loma a zancadas. El azul de sus pantalones me deslumbraba y la camisa, zarandeada a medida que aceleraba su carrera, parecía despegarse de su cuerpo. "Espera", le grité. Cuando llegamos al nivel en que el páramo formaba una remontada, la mies tapaba prácticamente la visión del paisaje, apenas unos metros. La luz extrema junto con el fulgor de su rostro por la fatiga me desconcertó. Me vi en su juventud y no vi más allá. Toda aquella luminosidad áurea se iba volviendo poco a poco morada. "¿Ves allá abajo?", dijo. El terreno comenzaba a rebajarse y agucé la mirada. "Solo árboles, muy lejanos, encinas o acaso nogales, no sé", dije. "No, más a la derecha", y sujetó mi cuello y lo ladeó en la dirección avisada. Quién sabe de dónde provenía aquella brisa estremecedora. Respondí mecánicamente. "Sí, allí..."
"Vamos señorita, no se quede de esa manera", escuchó Adelina Aguinaga la voz de la patrona a su espalda. "Es muy peligrosa una insolación a estas horas." Adelina despertó rígida y le pareció que el cuadro se había alterado de pronto. Buscó con la vista enmarañada entre las figuras de las mujeres. Se sintió confusa. La cabeza le ardía, tan pesada. Era como si el cuadro se fuera apagando lentamente.