Cuando entré en aquella Casa sabía a qué me arriesgaba. Yo no llegué a ella como dicen que iban otras, obligadas. Ni buscaba pacto alguno con el monstruo para que cesara en su religión de sangre. Yo quería saber qué había allí. Ninguna de las jóvenes que entregaron al insaciable había salido. Nadie podía conocer lo que pasaba dentro. Pero se decía que aquel lugar carecía de estancias y que solo había pasillos que derivaban unos en otros y que no llevaban a parte alguna. También se hablaba de sometimientos al monstruo que acababan en muerte. No sé cómo podían hablar de aquello si jamás hubo testigos. Si desde el exterior no se veía nada. Si nadie retornaba. Pero toda aquella leyenda ejercía una fascinación irreprimible sobre los ciudadanos y también sobre mí. Ya sé que se ha dicho que el héroe del supuesto desenlace fue un hombre y que yo me limité a entregarle un ovillo y colaborar en la aniquilación del habitante de la Casa. Nada fue tal como lo cuentan. Decidí comprobar qué había de verdad o de engaño. Me preguntaba si sería posible encontrar callejuelas sin salida, doncellas doblegadas, jóvenes varones vencidos, un ser fabuloso abominable y abundante sangre derramada. Incluso llegué a temer si no sería yo la llamada para que el destino se cumpliera. Pero cuando llegué hasta el muro y traspasé la puerta, al otro lado todo era blanco.
...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...
Antón Chéjov, La dama del perrito
Antón Chéjov, La dama del perrito
jueves, 30 de agosto de 2012
martes, 28 de agosto de 2012
refugio
(Fotografía de Herbert List)
Había una higuera frondosa, acoplada a un desnivel. Al rozar las ramas abundantes el suelo se formaba lo que al niño le parecía una cueva. Con la propia espesura, varias chapas y tablones y una necesidad interior de aislarse de todos él convirtió aquel espacio en su hábitat secreto. Una tarde lluviosa la niña le acompañó. "¿Por qué te escondes?", le preguntó impertinente. "No me escondo, sólo me escapo", respondió él. "Y ¿vas muy lejos?", insistió la niña. "Todo lo más que puedo -contestó el niño-, un día al desierto, otro al mar, otro a las praderas de los indios, otro a las regiones de hielo". Y ella: "¿Cómo puedes conocer todos esos sitios sin haber salido de aquí?" El niño la miró con cierta superioridad, pero le habló con dulzura. "No es difícil. Tampoco tienes que haber estado con tu cuerpo. Simplemente lo imaginas, lo deseas, haces como que viajas y siempre llegas a alguna parte. Mira, hasta tengo una brújula que me sirve". "¿De qué va a servirte si no te mueves?", le cortó ella. "Me sirve -aseveró el niño-. Si me señala el Norte sé que tengo que ir al Ártico, si el Este a las llanuras de Mongolia, y así puedo elegir cualquier destino. Que no te quepa duda de que si preparas el viaje, lo haces y llegas". Ella guardó silencio. Él advirtió que se acercaba a su mundo. "Me gustaría ir contigo", le dijo. "¿Conmigo? A esos sitios se va solo, porque todo tiene que ser nuevo". "Yo soy nueva también -le replicó atrevida la niña- y podrías considerarme como un territorio". El niño apenas dudó antes de responder: "Pero los territorios están para ser explorados". "Claro", dijo la niña.
domingo, 26 de agosto de 2012
construcción
Las escaleras recorrían toda la casa. Despidiendo un agudo olor ácido a vino ascendían desde la bodega, atravesaban el zaguán, se expandían lentas y seguras por la planta superior, penetraban achicadas en la terraza y subían apenas arrebujadas hasta el palomar donde, de pronto, desaparecían entre el zureo y la agitación de las aves. Sin embargo, cuando amanecía las palomas echaban a volar en bandadas hasta el otro lado de la ribera escarpada del río, se detenían en la casa en ruinas que permanecía allí olvidada, depositaban con tesón peldaño a peldaño de la escalera sobre un ático que había sido observatorio astronómico, y en medio de aquella desolación, ocupando el vacío vertical, una escalera tomaba forma y se desplegaba calladamente en dos direcciones, una se dirigía a una sala que aún mantenía las marcas oscuras de las estanterías de una biblioteca desaparecida y la otra bajaba en caracol hasta lo más profundo del edificio, como si se establecieran dos territorios de extraña relación, como si aquella casa hubiera sido levantada para seres que vivían entregados a espacios y objetivos diferentes, sin ponerse de acuerdo, uno que se desenvolvía entre el conocimiento trasladado de siglo en siglo por los hombres, otro que habitaba el submundo donde se asienta y crece la materia bruta, territorios ambos que solo los personajes insólitos, acaso un visionario, tal vez un orate, habrían habitado sin esperanzas de supervivencia.
viernes, 24 de agosto de 2012
olor a memoria
"Pon la mano en mi boca". Me sobrecogió aquel tono que ordenaba sin apenas hacerse notar. Fui torpe al aproximar mi palma a sus labios, pero ella no dudó. Entreabrió la boca, sentí la leve presión de un círculo húmedo, aspiró el aire que atravesaba los resquicios de mis dedos. "Este olor a espliego", dijo rozando tímidamente mi piel. "Cuando era niña y paseaba por el campo iba tocando cada planta. Frotaba y olía el tomillo, el romero, la salvia, la hierbabuena, el espliego...Me decía entonces: ¿con cuál de esos olores me quedo? Son tan ricos que me quedaré con todos".
Tenía cogida mi mano y la contemplaba como si fuera un paisaje. La olía y la miraba alternativamente, como si en la fragancia que despedían las arrugas se mostraran ante ella los campos de su niñez. "Una vez toqué una ortiga y cogí miedo. Mi padre sopló sobre mis dedos, los humedeció con su saliva y sentenció: la ortiga existe para que distingamos el dolor del placer. ¿Algo así como entender lo que es el mal y lo que es el bien?, le contesté. Algo así, dijo él suspirando. Ahora amo las ortigas porque por ellas empecé a saber lo que es el riesgo y también los límites".
Tenía cogida mi mano y la contemplaba como si fuera un paisaje. La olía y la miraba alternativamente, como si en la fragancia que despedían las arrugas se mostraran ante ella los campos de su niñez. "Una vez toqué una ortiga y cogí miedo. Mi padre sopló sobre mis dedos, los humedeció con su saliva y sentenció: la ortiga existe para que distingamos el dolor del placer. ¿Algo así como entender lo que es el mal y lo que es el bien?, le contesté. Algo así, dijo él suspirando. Ahora amo las ortigas porque por ellas empecé a saber lo que es el riesgo y también los límites".
jueves, 23 de agosto de 2012
ejercicio iniciático
Cuando era estudiante de Arte me encerré una noche en la Galería de la Academia. Corria el rumor carbonario de que en ciertas fechas las estatuas bajaban de sus pedestales y hablaban entre ellas. Aunque nunca lo creí quise experimentar. Aquella prueba, que consideré un ejercicio de iniciación más de mi juventud, me exigía estar solo, aguantar con paciencia todas las horas entre las paredes de la Galería y controlar mis fantasmas.
Elegí el equinoccio de otoño porque había menos visitantes y podía esconderme mejor. Conocía al dedillo cada sala, lo cual facilitaba mi desplazamiento a oscuras. No obstante, la luna exhibía un cuarto creciente excesivo, favoreciendo la visión. Avanzaba lentamente el tiempo y yo llevaba recorrida varias veces aquella exposición hierática de dioses, héroes y monstruos sin que nada se alterase. Hice lo imposible por no quedarme dormido pero al amanecer caí en un sueño rotundo e invencible.
Soñé que me encontraba en una Galería de Arte para testificar si las estatuas tomaban vida al cerrarse el edificio. Y que en la hora más profunda de la noche las grandes moles de dioses, las medianas esculturas de los héroes y las desproporcionadas masas de los monstruos rompían su abigarramiento, cambiaban sus instalaciones, adquirían nuevas posturas, trocaban incluso sus roles y hablaban en lenguas extrañas. A veces se dirigían a mí con benevolencia, otras veces me ignoraban. Recorrían las salas rebajando sus portes altivos, subían amables y divertidas a los pisos superiores, se asomaban muertas de curiosidad a las tribunas y señalaban lúdicamente con el dedo el gran lucernario que cubría la bóveda. Lleno de alborozo yo caminaba tras aquel cortejo de imágenes, como si fuera uno de sus integrantes.
Me despertaron a empellones entre los ujieres del museo y la policía. Estaba solo, hecho un ovillo bajo la escalera principal. Todos los pedestales de las salas lucían el cerco polvoriento de unos pies ausentes. Al día siguiente la prensa habló, atónita, de un abandono en masa.
Elegí el equinoccio de otoño porque había menos visitantes y podía esconderme mejor. Conocía al dedillo cada sala, lo cual facilitaba mi desplazamiento a oscuras. No obstante, la luna exhibía un cuarto creciente excesivo, favoreciendo la visión. Avanzaba lentamente el tiempo y yo llevaba recorrida varias veces aquella exposición hierática de dioses, héroes y monstruos sin que nada se alterase. Hice lo imposible por no quedarme dormido pero al amanecer caí en un sueño rotundo e invencible.
Soñé que me encontraba en una Galería de Arte para testificar si las estatuas tomaban vida al cerrarse el edificio. Y que en la hora más profunda de la noche las grandes moles de dioses, las medianas esculturas de los héroes y las desproporcionadas masas de los monstruos rompían su abigarramiento, cambiaban sus instalaciones, adquirían nuevas posturas, trocaban incluso sus roles y hablaban en lenguas extrañas. A veces se dirigían a mí con benevolencia, otras veces me ignoraban. Recorrían las salas rebajando sus portes altivos, subían amables y divertidas a los pisos superiores, se asomaban muertas de curiosidad a las tribunas y señalaban lúdicamente con el dedo el gran lucernario que cubría la bóveda. Lleno de alborozo yo caminaba tras aquel cortejo de imágenes, como si fuera uno de sus integrantes.
Me despertaron a empellones entre los ujieres del museo y la policía. Estaba solo, hecho un ovillo bajo la escalera principal. Todos los pedestales de las salas lucían el cerco polvoriento de unos pies ausentes. Al día siguiente la prensa habló, atónita, de un abandono en masa.
martes, 21 de agosto de 2012
la caja
La caja de hojalata que tenía mi madre era una reliquia. Había contenido dulce de membrillo y alguien se la había traído desde el otro lado de la muga. Me gustaba mirar la ilustración litografiada de la tapa y pasar el dedo sobre el relieve, algo que solo podía hacer cuando mi madre me la mostraba por breves momentos. La tenía semioculta en lo alto de un armario y cuando estaba sola la bajaba y registraba su contenido. Yo a veces la observaba por la puerta entreabierta de su cuarto. La veía revolviendo papeles, alisando pequeñas cintas y contemplando viejas insignias, pero su contenido, más allá de esos gestos, era un misterio para mí. Si yo entraba en ese instante ella la cerraba precipitadamente y, no obstante su ternura habitual, me reprendía con un tono de voz inhabitual. Un día que no había nadie en casa logré alcanzarla. No me decía mucho cuanto había dentro. Pero me llamó la atención el fajo de cartas que no llegué a leer, y ahora me arrepiento, pero en cuyos sobres figuraba la dirección de mi madre como destinataria y donde el remite también era de ella. Me parecía extraño que alguien llegara a escribirse cartas a sí mismo, pero no osé jamás descubrirme. Además, eran de antes de casarse con papá, lo cual añadía más reserva al tema. Mi madre siguió ejecutando el ritual de la caja hasta los últimos días de su vejez.
Cuando murió busqué la caja y no la hallé por ninguna parte. Cierto que yo había vivido fuera cierto tiempo y podía haber ocurrido cualquier cosa, que se la hubiera regalado a alguien o la hubiese tirado. Unos días después del entierro me sorprendió la confidencia de un amigo. Una persona allegada había introducido la caja en el ataúd, sin que nadie lo advirtiera. Nunca la expresión "llevarse el secreto a la tumba" me pareció tan materializada como ajustada a los hechos. A veces he pensado en recurrir a un juez para proceder a desentrañar el secreto. Pero ¿quién soy yo para perturbar los enigmas de mi propia madre?
sábado, 18 de agosto de 2012
coloquio versátil
(Fotografía de Herbert List)
"Los hombres me envenenan y con otras especies no me entiendo". Es la frase favorita de mi amiga más fraterna cuando entra en casa, lo cual conlleva ir directamente a la alacena donde reposa un coñac añejo que solo consume ella. "A mí, ¿dónde me sitúas?", le digo con ironía mientras gesticula con la copa y la botella en un juego a dos manos. "En un estadio intermedio, algo así como el eslabón perdido pero que funciona". Como me siento un tanto utilizado me apetece ir a la contra. "¿No temes que te decepcione? ¿Que unas veces sea animal y otras un humano indigesto?" Mi amiga se sienta, tras andar en círculos por la habitación, crea su ambiente temporal, el justo para que yo me desprovea de posibles argumentos y echa un trago. Habla. "Oh, aceptaría la decepción, simplemente porque vendría de un eslabón perdido o acaso de un ángel bueno". "Pero entre este tipo de criaturas los hay exterminadores, y yo podría ser uno de ellos", le replico. "Bueno, en ese caso tendría que replantear el estatus que te concedí", me dice sin achicarse. "Pero si lo eres, avisa, para que me dé tiempo a hacer la marca sobre el dintel de mi casa y desactivar tu castigo", me responde en plan bíblico, a la vez que pone la copa con su huella de carmín en mis labios.
viernes, 17 de agosto de 2012
vuelta
Aquella mujer se sentía mal cuando un hombre con el que se cruzaba cada mañana hundía la mirada en el vértice ajustado de su entrepierna. Al aproximarse el hombre a ella trataba de mirarla fijamente a los ojos, pero la mujer no le daba tiempo a hacerlo. Tan pronto como percibía el intento ella movía la cabeza con disimulo o incluso con altivez hacia otro lado. No le disgustaba el hombre, pero le parecía que con aquella lascivia tan atrevida rebajaba su don de presencia. Un día decidió tomar la iniciativa y castigarlo dirigiendo la vista hacia la posición de su miembro. El hombre se paró entonces en seco ante un escaparate y al día siguiente ya no apareció en su camino. Esta anécdota solía recordarla la mujer con frecuencia. Y pensar que te querías escabullir, le comentó ella una noche en la cama.
martes, 14 de agosto de 2012
el preguntón
"Soy un hombre muy observador", me dice mientras se me planta delante y habla. "Visto lo extrovertido que se presenta usted unas veces y lo huraño que se nos muestra otras, ¿podría decirme si ama y odia siempre con la misma intensidad?". El hombre permanece expectante, por ver si me dejo traicionar en la perplejidad o el enfado. Puede que en ese momento le esté sonriendo muy levemente, no por condescender sino por el íntimo sarcasmo con que percibo aquella pregunta que me encausa sin piedad. Le replico: "No sé qué decirle, apenas sé discernir mis creencias convencionales de mis convicciones sinceras. Tal vez esa irresponsabilidad que, por otra parte, me enorgullece, es la que hace mi vida más soportable. Acaso usted preferiría de mí un gesto de rendición o de hundimiento por verme obligado a responderle. Se iría satisfecho pensando que me ha puesto en una ubicación ordenada y, según su tradicional criterio, cabal." No parece entenderlo o no quiere aceptarlo. Insiste: "Pero yo no le discuto sus ideas, le cuestiono sus emociones". Le miro a los ojos, me da lástima, me repugna, estoy por despreciarlo. Soy conciso: "Va a quedarse con las ganas. Confórmese con mis palabras, con mi actitud benévola hacia usted, si quiere. Medite sobre ellas o deséchelas. No me pida que le confíe mis tesoros. Hágase cargo de que mis territorios son solo míos". Movió la cabeza en un gesto de despedida, o eso pensaba él, y agradecí quedarme solo.
sábado, 11 de agosto de 2012
bajo los tilos
Ah, las grandes avenidas. He recorrido todas las de la Europa caduca. El Ring y los grandes bulevares parisienses. La Nevski Prospekt y la Unter den Linden berlinesa. Da lo mismo, cite lo que cite las grandes avenidas ya no son lo que eran. Fue saliendo de uno de esos paseos desfigurados y bajando por calles maculadas pero auténticas cuando la vi. Mirada fugaz, direcciones opuestas, destinos desconocidos. Tal vez inciertos. La dama del perro me evocó un Chejov en el que pocos se reconocerían en nuestro tiempo. Del mismo modo que ya no son tan frecuentes los paseos bajo los tilos, los plátanos, los álamos o los abedules. Pero en cada novela en que aparecen esos árboles la dama del perro se hace presente. Una evocación, quién sabe si una huella.
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