La caja de hojalata que tenía mi madre era una reliquia. Había contenido dulce de membrillo y alguien se la había traído desde el otro lado de la muga. Me gustaba mirar la ilustración litografiada de la tapa y pasar el dedo sobre el relieve, algo que solo podía hacer cuando mi madre me la mostraba por breves momentos. La tenía semioculta en lo alto de un armario y cuando estaba sola la bajaba y registraba su contenido. Yo a veces la observaba por la puerta entreabierta de su cuarto. La veía revolviendo papeles, alisando pequeñas cintas y contemplando viejas insignias, pero su contenido, más allá de esos gestos, era un misterio para mí. Si yo entraba en ese instante ella la cerraba precipitadamente y, no obstante su ternura habitual, me reprendía con un tono de voz inhabitual. Un día que no había nadie en casa logré alcanzarla. No me decía mucho cuanto había dentro. Pero me llamó la atención el fajo de cartas que no llegué a leer, y ahora me arrepiento, pero en cuyos sobres figuraba la dirección de mi madre como destinataria y donde el remite también era de ella. Me parecía extraño que alguien llegara a escribirse cartas a sí mismo, pero no osé jamás descubrirme. Además, eran de antes de casarse con papá, lo cual añadía más reserva al tema. Mi madre siguió ejecutando el ritual de la caja hasta los últimos días de su vejez.
Cuando murió busqué la caja y no la hallé por ninguna parte. Cierto que yo había vivido fuera cierto tiempo y podía haber ocurrido cualquier cosa, que se la hubiera regalado a alguien o la hubiese tirado. Unos días después del entierro me sorprendió la confidencia de un amigo. Una persona allegada había introducido la caja en el ataúd, sin que nadie lo advirtiera. Nunca la expresión "llevarse el secreto a la tumba" me pareció tan materializada como ajustada a los hechos. A veces he pensado en recurrir a un juez para proceder a desentrañar el secreto. Pero ¿quién soy yo para perturbar los enigmas de mi propia madre?
Más que nada los muertos tienen derecho a sus secretos...Un abrazo
ResponderEliminarSeguro que no. Si ella lo quiso así, hay que preservar siempre su derecho a la intimidad.
ResponderEliminarUna muy entrañable historia. Me conmovió.
Un abrazo
La bellesa i la saviesa estimen els adoradors secrets, deia Wilde.
ResponderEliminarQué historia más enigmática, me gusta. Como también me gustan las cajas aunque no guarden grandes secretos.
ResponderEliminarVera, todos los derechos, estaría bueno si no...(aunque no siempre se los respeta)
ResponderEliminarNeo, ese es el misterio. ¿Fue ella quien lo quiso así? ¿O hubo otra persona que con su acción introdujo otro significado añadido?
ResponderEliminarNo iba descaminado Wilde, Helena, no. Hay que dejarse mimar por la belleza y la sabiduría, que no son los cánones al uso, sino el significado profundo en cada individuo.
ResponderEliminarDebe ser por esa razón por la que los chinos inventaron sus cajas concéntricas, plenas de misterios, Francesca.
ResponderEliminarQué lindo relato, qué bien llevado, me mantuvo intrigada hasta el final...
ResponderEliminarMe gustó mucho
La gracia de la vida es la intriga.
ResponderEliminarQué buena escritura, me ha gustado y tu blog, me quedo!!! Un placer conocerte.
ResponderEliminarBesitos.
Al menos me recreo en ella, Sara O.
ResponderEliminarEste lugar es la "caja llena de secretos", o el tesoro mejor guardado, o no sé...
ResponderEliminarDarío, sé sigiloso, los secretos salen cuando no hay ruido...
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