(Fotografía de Herbert List)
Los aguaceros le ponían en celo. En cuanto olía el aroma a tierra fértil que traía el viento se estremecía. Subía presurosa a la azotea y observaba la concentración parduzca y desafiante de las nubes. Luego recogía la ropa tendida, sacaba las macetas y permanecía expectante. En cada abigarramiento bizarro de las nubes le latía más agitadamente el corazón. A las primeras gotas echaba la cabeza hacia atrás, desperdigaba la exuberancia de sus cabellos, abría la boca y pronunciaba unas palabras extrañas que solo escuchaba el cielo. “Hágase en mí”, murmuraba mística. Luego se apoyaba con indolencia en el muro, pasiva y frágil, entregada al avance del chaparrón furioso. El agua disponía alevosamente de su cuerpo. De la uniformidad amorfa modelada por su vestimenta surgía otra mujer cuyas formas se afinaban muy definidamente. Asomaba un cuello grácil y unos hombros proporcionados, ni atléticos ni carnosos, se desplegaban con la belleza cósmica que solo posee lo oculto. Al despojarse del largo sayal, la lluvia, como mano de un artífice divino, iba cincelando cada palmo del torso, del vientre, de las caderas. Ella cerraba los ojos advirtiendo el delicado efecto de la licuación, distendía las extremidades y lo que al principio no eran más que leves caricias sobre la piel se convertía en un desgarro incesante que convulsionaba todo su cuerpo. La mujer apartada del mundo no podía huir de la naturaleza que la reclamaba. En la sacudida recitaba plegarias confusas, emitía jaculatorias excesivas y aquella locuacidad casi demente enmudecía de pronto para dar paso al gesto descontrolado. Toda ella se sintió contorsión. Toda ella se vio sometida a un juego alterno de encogimiento y dispersión donde perdía su materialidad habitual. En aquel punto indefinido entre el cielo y la tierra probó el instante atemporal de la gloria. Ese vértice refulgente en el que ni dios ni el demonio se muestran, porque ninguno de los dos son la verdadera fuerza superior. “Hermana Andrea”, oyó que la llamaban desde abajo con insistencia y alarma. Se recogió la hermosa melena, ocultándola como pudo, cubrió con presura su cuerpo empapado y corrió escaleras abajo preñada de luz.
Buenísimo!
ResponderEliminarUn saludo
Eva, me alegro te guste. Saludo.
EliminarEl agua dispone alevosamente de nuestros cuerpos...
ResponderEliminarA veces hasta qué estremo, eh.
EliminarEl tiempo de la tormenta es el mismo que has marcado en el relato que se lee a la velocidad de la luz, como un rayo, como esa luz que lleva al final en su interior para bajar a lo divino?
ResponderEliminarQue bien llevada esa contraposición, alucinante.
Dos tormentas, ¿paralelas? ¿transversales? ¿secantes? Hay muchos seres dentro de cada uno. Gracias por ese leer.
EliminarLamento no tener el don de transformar en palabras la admiración. Sólo puiedo decir: excelente.
ResponderEliminarUn beso grande
James, ¿te parece cicatera tu opinión? A mi me estimula.
EliminarExcelente, no alcanza
EliminarSiempre tuve esa fantasía...bien por la monja vuluptuosa! :)
ResponderEliminarSi no fuera por la naturaleza generosa la vida de los seres humanos sería tan apagada...(viva esa monja, sí)
EliminarTus relatos siempre me sorprenden. Este está cargado de bellas imágenes. Poético.
ResponderEliminarUn abrazo.
Celebro que las imágenes sorprendan. Un abrazo.
EliminarLo relatas tremendamente bien. Recomiendo "Interior de un convento", de Walerian Borowczyk. Película no apta para creyentes de enfermedad incurable.
ResponderEliminarUn cordial y utopazziano saludo.
He oído citar esa película, pero jamás la vi, a ver si la localizo. Quién sabe si a algún creyente de enfermedad incurable no le devuelve la fe en sí mismo, en su naturaleza, en la visión inmensa de la vida.
Eliminaroh ! wonderful.
ResponderEliminarRobert: how wonderful life is forever. And fantasy is part of it. Thanks.
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