(Fotografía de Herbert List)
Nunca llegaron. En las noches de creciente avanzado y luna llena subían a lo alto de la tapia. Se apoyaban en alguno de los árboles más próximos, echándose una mano entre ellos. Luego iban en fila india en busca del objetivo curioso, también tenebroso. No se sabe de quién partió la idea. Manteniéndose en un equilibrio arrojado que solo la inconsciencia proporciona, avanzaban. Era el grupo de los más amigos. La panda íntima, reducida pero abigarrada, donde se podían compartir los secretos más rigurosos. También los más arriesgados. En aquella altura, entre la vieja cuesta y el hospital, los chicos se sentían dueños de su alma. Un alma colectiva, donde todos se disolvían, no dejando por ello de ser sino creciendo más bien en la experiencia que solo la camaradería imprime hondamente. También era la oportunidad de las ocurrencias, que ellos llamaban aventuras. Tenían que llegar a la meta, porque uno de ellos sabía que los que no están estaban allí. Fue una noche medio luminosa del estío. “¿Creéis que hoy habrá alguno?”, preguntó el que vivía fuera e iba a pasar los veranos a aquella tierra. “Mi padre, que trabaja allí, me ha dicho que ayer había dos”, le contestó otro del clan. “Oye, yo he oído que a veces los entierran vivos”, opinó uno más. Sintieron el espanto. No solo por el comentario sino al escuchar un ulular penetrante que les paró en seco. “No es más que un mochuelo”, dijo el más avezado, o acaso el más expresivo. A medida que se acercaban a aquel pobre local apartado demoraban su marcha. Sobre la puerta, la luz reticente y tibia de una bombilla hacía de centinela del abandono. Ellos sabían que los cuerpos que se dejaban allí eran cuerpos que no reclamaba nadie. "¿No tienen a nadie o es que nadie les quiere?", preguntó el más caritativo. Una nube cubrió la luna. La oscuridad repentina les estremeció. “Viene alguien, hay que irse”, dijo el más enérgico de los chicos. “Hay dos, hay dos, no podemos rajarnos ahora estando tan cerca”, insistió el más informado. Vieron el destello del charol de los guardias. Cundieron los nervios y la atracción retorcida por el misterio de los muertos cedió al terror que produce el piquete armado de los vivos. No estaban para más sustos. Saltaron justo en el momento en que la bombilla, demasiado débil, estalló. Fueron contando que desde dentro una mano apagó bruscamente la luz.
La adrenalina que produce el contacto con lo desconocido
ResponderEliminarMe ha encantado ese final
Y esa referencia al miedo en si mismo.
El miedo a lo vivo o el miedo a lo muerto...
Quien estaba tras esa mano...
Un placer leer tus textos
Gracias
Besos
(preciosa esa foto)
Mucha adrenalina suscita el riesgo, desde luego. Sobre las clases de miedo, ¿qué decir? Por mucho que se tema a la invención es más tenebrosa el terror de los hombres.
EliminarMano misteriosa, sí. Gracias, Leni.
Ambos miedos a veces se mezclan. Y casi siempre ganan los muertos cuando debería ser al revés. :) Buen relato!
ResponderEliminarPor supuesto que el miedo humano ha generado miedos secundarios o en cadena. Escuchar ruido en la escalera a ciertas horas o una llamada cuando alguien se sabe buscado, por ejemplo, es terrible. Conozco mucha gente del pasado que padeció miedos concatenados, digamos.
EliminarLa mano...
ResponderEliminar...verse y no verse
EliminarTu última frase es muy gallega, como de cuento de Cunqueiro. Andar diciendo que fue lo que no fue porque las historias que se cuenten se incrementan necesariamente para ser algo más que una simple historia sucedida (y no inventada o medio inventada o entre neblina). Yo, que también fui niño, y que también temí lo que ansiaba encontrar algunas veces, me reconozco entre los personajes del relato. Cuando tenía poco más de cinco años solía jugar al escondite en la funeraria del padre de Dario Fortes. Todos buscábamos ansiosos el escondernos en el interior de los ataúdes sin temor ni desconcierto. Pocos años después caí de bruces en uno de los nichos que estaban adecentando en el antiguo camposanto de la iglesia del pueblo llenándoseme la boca de tierra húmeda y polvo de cadáver. En ninguna de las dos situaciones tuve miedo. Treinta años más tarde vi tirarse a un tipo desde el balcón de un quinto piso. Desde entonces tengo un terror atroz a sentirme sólo en este mundo.
ResponderEliminarPaso de ser reiterativo, blanche. Ya sabes más que bien que leerte, para mí, es siempre un salto hacia el vacío.
Un saludo.
Miguel, muy bien matizada tu versión de lectura. Me haces compartir tu punto de vista. Desde luego tu experiencia real de la caída en el cementerio fue insuperable. Y no obstante no tuviste miedo. Eso me hace creer que la imaginación infantil puede incubar más temores que los propios acontecimientos. También me haces pensar en que una parte de nuestra experiencia de infancia no fue son el capítulo de juegos, aventuras y acción. Sino la narración que poníamos en marcha. Aquellas noches en corro contándonos historias unos a otros. Era fascinante.
EliminarLos terrores posteriores...capítulo aparte. Das en la diana del problema esencial del suicida: la soledad sentida y palpada (no obstante su vía enfermiza para llegar a quitarse la vida)
Buenas noches.
Que lastima que ahora los miedos no sean inocentes .
ResponderEliminarMe gusto recordar juegos de antaño y constatar , como en El señor de las moscas ; que las piñas o se comen o se pudren.
Gracias , un gusto.Salut.
Nanis. Medito muchas veces sobre ello. Ahora que somos adultos y muy adultos desarrollamos más miedos que en la infancia, aunque disimulemos. Si te soy sincero yo los reduzco a uno: miedo al hombre (genérico), a su barbarie, su violencia, personal o institucionalizada, su afán depredador.
EliminarSalut.