...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

jueves, 11 de octubre de 2012

el teniente

(Fotografía de Michal Hustaty)

 

El teniente sintió un arañazo en la garganta. La saliva se le solidificó. Levantó con dificultad el brazo derecho enarbolando un revólver. Al dar la orden fatal a la fusilería su voz quebró. Le salió dubitativa y frágil. Carraspeó vergonzosamente y volvió a intentarlo. Pero su emisión volvió a ser extremadamente aguda. El pelotón rió por lo bajo, no sin cierto temor. Por la mente de todos pasó la idea divertida de que les dirigía un castrato. El reo, que a duras penas se mantenía en pie a un metro escaso del paredón, alteró también su gesto claudicante. En vano había esperado la conmutación de la pena. Siquiera un rasgo de compasión que nadie había deseado concederle. Sin embargo, quiso ver en la inusitada parálisis del oficial un signo esperanzado del destino. Los hombres del pelotón, que habían sido elegidos a dedo para la funesta misión, manifestaron cierto alivio. Como si en aquel instante de demora se modificara la pena. A distancia, los oficiales de rango superior se miraron unos a otros, confusos, sin saber qué hacer. Nunca se les había planteado un caso semejante y no tenían previstas otras órdenes de actuación. Por tercera vez, el teniente se colocó en un extremo de la fila de fusileros. Tiró de los bordes de su chaqueta, se ajustó el cinto, sacó pecho y elevó con altivez la cabeza. La pistola relució al traspasar las nubes un rayo de sol viajero. El aguerrido militar inició de nuevo el ritual. Entonó bien el “pelotón, preparados”, avanzó decidido por el “apunten”, mientras los rostros de la plana mayor se relajaban aprobatorios. El "disparen", no obstante perder cierta energía, mantuvo la inflexión. Pero el vocablo “fuego”, que había pronunciado tantas veces, ardió en sus cuerdas vocales. Un implacable silencio se impuso a la consternación general. El capellán, que buscaba su promoción, vio que se le abría un camino. Alzó un crucifijo y clamó ante los presentes: “Es una señal del cielo. El Señor pone a prueba nuestra piedad. No quiere que se sacrifique a uno de sus hijos en la pira, por muy abominable que haya sido, como no deseó que pereciera Isaac”. El nombre del profeta se rompió en pedazos cuando el teniente volvió a expectorar la última parte de la orden. Resonó estruendosa la carga. El oficial contó después a sus mandos que cuando procedió al tiro de gracia escuchó decir al condenado con un hilo de voz: “Qué cerca he estado de salvarme”. El teniente vivió el resto de su vida invadido por una crisis de fe. Por supuesto, más militar que religiosa. Sin importarle si en el acuartelamiento era conocido desde entonces como el castrato.





14 comentarios:

  1. No debe ser nada fácil comandar un pelotón de muerte, aunque se esté haciendo justicia.
    Un beso grande

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  2. Esa fe del capellán...
    Estupendo relato

    saludos

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    1. Esa fe mundana y de interés del capellán, sí. Como toda fe religiosa, tan espuria. Muchas gracias.

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  3. Excelente, realmente has logrado conmover al lector apelando a muy buenos recursos.
    =)

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    1. A mi me da tanta pena el teniente...El reo ya estaba condenado de antemano.

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  4. La voz ejecutora del destino se quiebra y en esos quiebros aparece siempre la inútil esperanza de escapar a él.

    Un abrazo.

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    1. Por supuesto, la esperanza es el hilo que nos hace pensar que estamos a punto de...algo que mejora. Pero tan quebradizo ese pensamiento, o deseo, o simple referencia de seguir viviendo.

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  5. Uf!! Buen relato, me gustó mucho.
    Un beso

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  6. Un buen relato que deja un sabor amargo a medida que se va desarrollando.
    Conmovedor cuando habla el condenado.
    un abrazo.

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    1. Bueno, se puede mirar también, Mariola, desde el punto de vista de la tragedia del casi castrato. O se dobla ese punto amargo o eliminas la sensación. La vida es muy surrealista en sus expresiones. Quien más o quien menos lo irá comprobando.

      Un abrazo.

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  7. Hay en el fondo del cuento, un humor ácido:un teniente,que tradicionalmente es una voz de mando, sin quiebres, ni melindres en la voz, sucunbiendo sus cuerdas vocales, a la hora de la orden de ejecución, en una especie de chillido afeminado. UN abrazo. Carlos

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    1. O cómo la quiebra de un sujeto está a punto de causar la quiebra de todo lo demás. Hasta la Iglesia, hábil y ducha en jugar a varias bandas, está por causar la defección respecto al poder de las armas. Pro al final se reinstaura, como siempre, el orden.

      Gracias y un abrazo, Carlos A.

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