La conocí en el expreso a las tierras altas. “El coche restaurante se encuentra en cola”, me dijo con una amabilidad no disociada de la dulzura. La mujer, de estatura mediana, hizo un gesto con la palma extendida, para ratificar su información. Traje de chaqueta y pantalón azul marinos, y corbata con rayas diagonales donde iba cosido el anagrama de la compañía. Y sin embargo no parecía uniformada. Había algo en su mirada y en aquella sonrisa abierta tan oferente que no la condenaba a ser una empleada alineada entre el personal de servicio del ferrocarril. Me mostró el compartimento, colocó la cama en posición adecuada, indicó todos los detalles del lavabo y se despidió diciendo que no dudase en llamarla si precisaba cualquier cosa. Supe que su nombre era Victoria Higgins por la pequeña placa que llevaba adosada en la solapa. Le agradecí su atención -creo que no pude evitar un “Oh, muy amable, Victoria, lo tendré en cuenta”- y ella siguió su trabajo de ubicación de los viajeros.
Caía la tarde de invierno y la atmósfera acogedora del tren trataba de escapar a la bruma que se extendía en torno a la estación. La partida fue inmediata. Siempre elijo para los viajes largos el tren; creo que es parte del recorrido vital y no un simple desplazamiento. De ello hago un símbolo, y como tal filosofía lo disfruto. ¿O debería decir que lo que busco y me place en ellos es la soledad? Por supuesto que hay ocasiones en que te ves obligado a charlar, más o menos formalmente, con otros viajeros. Pero no lo busco. Y es fácil apartarte. Me priva el aislamiento mientras siento bajo mis pies la agitación del convoy y que todo mi cuerpo se convierte en dinámica y abandono. ¿Un libro? Naturalmente y en ocasiones dos. Y mi moleskine dual, donde dibujo apuntes del paisaje y anoto ocurrencias.
Llevábamos un buen trecho de viaje cuando llamaron suavemente a la puerta de la cabina. “Disculpe. Le traigo un pequeño aperitivo. Ya sabe que la cena es a las ocho, pero la compañía es muy detallista con sus clientes”, dijo Victoria Higgins. Hablaba con una actitud que rompía el esquema y aquel acercamiento cálido y medido me gustó. Estuve a punto de responderla si no deseaba acompañarme, pero me pareció, además de estúpido, una injerencia en su actividad. Dejó el Carpano rojo sobre la mesita abatible e insistió: “La cena, a las ocho en punto. Y si puede un poco antes, mejor. En este caso los primeros serán más primeros y por lo tanto atendidos con más presteza”, y percibí en ella cierto desparpajo que me desconcertó.
Durante la cena conocí a un arquitecto célebre, pero tan presuntuoso que no me apeteció tomar café después con él. La fortuna quiso que en la barra del bar coincidiera con un empresario de circo que se hacía llamar Majestus y que me contó que había sido domador, antes equilibrista, antes montador, antes chamarilero, antes penado en una oscura prisión de Cerdeña y antes nadie. “¿Antes nadie? ¿Cómo es eso?” le pregunté con cierta avidez. “Porque fue entre rejas donde empezaron a apreciarme y, sobre todo, a reconocerme”, me respondió ufano. “Por lo tanto es imposible que ni usted ni otra persona me oiga hablar mal de mi existencia de penado”. Son las paradojas del viaje en tren. A veces tanto te apetece estar solo como no desdeñas conocer a personajes fantásticos. Porque hay seres fantásticos. ¿Era Victoria Higgins otro de esos seres que se cruzan en tu vida, sobre cuya personalidad no acabas de saber y que en un tiempo justo han rastreado varias capas de tu ser que antes ni tú mismo conocías?
Aquella noche, los viajeros se habían recogido en sus departamentos. La luz de los vagones disminuía -no sé por qué me vino la expresión luz que agoniza, probablemente por mi deformación cinéfila- y la noche se prometía larga y devoradora. Esa sensación siempre me enajena. Un tren es como un hábitat dentro de otros hábitats. Un espacio estanco que tiene sus leyes propias, donde el viajero se entrega a un escenario limitado en el que desaparece de este mundo. Sobre todo cuando reina la oscuridad exterior y quienes están allí dentro se reflejan en las ventanillas. Aquel reflejo propicia el diálogo secreto entre dos imágenes. Yo soy ése, ya me había olvidado, puede darte en pensar mientras te observas más o menos desfigurado. Fumaba en el pasillo mi último Egyptiens antes de retirarme. El tren transcurría por un terreno abrupto y la agitación era intensa. De pronto, ella estaba allí al lado, en el reflejo del cristal. “Lo bonito de mirar el paisaje de noche es que o te lo imaginas o solo alcanzas a ver tu propio paisaje íntimo”, dijo Victoria Higgins riendo contenida y bajo. “¿Me das uno? Apenas fumo pero necesito compartir algo, no sé, un gesto, una risa, una palabra. Algo”. “¿Puedes hacerlo aquí, así mientras trabajas?”, le pregunté por extender aquella presencia. “Hay tolerancia”, respondió, “Siempre que no abandones el servicio. Además, todo el mundo se ha recogido. El tren es nuestro”. Aquella ligereza tan grata no merecía ser traicionada. “¿Qué te parece si damos un golpe de tren, reducimos a los maquinistas y al jefe del convoy y alteramos la ruta?”, le dije. “¿Nos vamos a Siberia, por ejemplo?”, soltó Victoria Higgins. “Por ejemplo”, dije por inercia. No fue el movimiento lateral del tren lo que produjo que aquella mujer rozara mi costado. Y que su mano aferrara mi hombro de forma nada banal. Pensé entonces en el cigarrillo como gesto, en la palabra como puente, en el roce como propuesta. “El vagón bar está al final, señor viajero”, dijo. “Pero a estas horas ya está cerrado. ¿Qué le parece si planeamos la toma del tren en mi cabina?”.
Fue en aquel pequeño cubículo donde descubrí que hay recorridos mucho más intensos que el que se hace en un tren y paisajes más embargantes que aquellos que se contemplan desde la ventanilla. Lo imprevisto es siempre un fenómeno francamente misterioso.