...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

miércoles, 29 de mayo de 2013

la audición


(Fotografía de Vivian Maier)


La chica no respondió al saludo del hombre cuando éste se sentó frente a ella en el autobús. La cortesía habitual en él tropezó con la abstracción de la joven. Llevaba puestos unos auriculares y él dedujo que era una más de esta gente moderna que se traslada a todas partes oyendo su música elegida. La chica cerró los ojos. El hombre contempló su ausencia expresiva, apenas quebrada por unas manos que se deslizaban tenues una sobre otra, sin agitación ni brusquedad alguna. En vano esperó un gesto más vivo. Un tamborileo de los dedos, la vocalización imperceptible de los labios, una oscilación rítmica y prudente de los pies. Algo que delatara qué música podía estar escuchando. La chica solo abría lo ojos cuando se producía algún movimiento de viajeros que bajaban o se acomodaban. Luego retornaba a aquella concentración que la aislaba del mundo. En uno de los frenazos del vehículo la joven pareció despertar de su enajenación. Él aprovechó la circunstancia. “Este recorrido depara siempre muchos sustos”, dijo afable. “Sí”, respondió la chica, sin mayor calidez pero con suavidad. Al hombre la parecía que la dulzura de un monosílabo suele hacerlo atractivo pero también equívoco. Aun sabiéndolo no pudo resistirse a la tentación de complacerse en iniciar una conversación. Arriesgándose insistió. “Debe ser bonita la música que escuchas, vas tan concentrada…” La joven le miró con unos ojos claros que traslucían la humedad de una ausencia. “Sí, lo es”, contestó escuetamente. El hombre entendió el mensaje y buscó la manera de corregir. “Bien, disculpa, te dejo que sigas empapándote de ella”, y renunció de este modo a no inmiscuirse más. Entonces observó que la chica se frotaba las yemas de los dedos, como si desmenuzara partículas invisibles. ¿Trataba de aprehender el aire? La mujer se llevó las manos a la altura de las orejas y se quitó los cascos. “Mira, a ti también te gustará”, le dijo mientras se los acercaba al hombre. Él los tomó cuidadosamente y se dispuso a oír lo que emitían. Aún dijo ella: “¿A que no puedes evadirte de lo que sale de ahí dentro?” El hombre cerró los ojos, sintió en su rostro la humedad del viento y que sus labios ardían como si los recorriera una extraña oleada de sal. Por inercia sus dedos se buscaron entre sí, percibiendo el punto de fricción que había visto antes en la joven. Siguió frotándolos en un juego que le enmudecía y le apartaba del viaje, de la gente que le rodeaba y de su propio acompañamiento interior. “¿De qué océano se trata? Solo siento viento, espuma y arena por todas partes”, dijo a la chica en un acceso de vuelta al mundo de los vivos. Y ella: “Solo hay un océano, pero está por todas partes; lejos y cerca, alrededor y muy dentro de nosotros. Nos golpea y nos engulle. Nos mece y nos saca de quicio. Son sus movimientos los que nos vuelven vulnerables”. La chica vio que al hombre también se le mojaba la mirada. Le percibió tan náufrago que temió por su vida. 


lunes, 20 de mayo de 2013

el deán


(Fotografía de Ralph Gibson)


El deán Arcimboldo Pastrani fue interrogado por la pecadora uno de esos días de debilidad del clérigo. “Dime, Archi, ¿es verdad lo que dijo el Señor de que entraremos nosotras en su reino antes que los hacendados?”, le preguntó. Arcimboldo Pastrani, ilustre responsable de la catedral de la ciudad alta, entregado pletóricamente al fervor de la sangre incesante no quiso tomar en consideración su pregunta. Siguió jadeando frenético, removiendo agitadamente las carnes de su constitución obesa, olvidado de toda otra vocación y ministerio que no fuera entregarse en ese momento al logro de la mayor de las eucaristías. La del placer. Asunción se dejaba hacer, conocedora exhaustiva de los puntos débiles del hombre sacro. Aquel ofertorio del deán, empeñado en convertir en sacrificio el cuerpo de la puta, dejando de lado complejos de culpabilidad para los que él tenía en sus manos el poder carismático de exorcizar posteriormente, no había sino comenzado. ¿Cómo iba a interrumpir la ceremonia para la cual se había revestido con todos los atributos que la lascivia había ungido dentro de él? Ella insistió. “Lo dijo, en no sé qué sitio está, pero lo dijo. Y yo quiero saber si tendremos prioridad para entrar al cielo no solo por encima de los hacendados o los comerciantes ricos, sino también sobre los generales, los arzobispos y los policías chungos que suelen venir por aquí”. El respetable deán Pastrani, con la mirada en blanco y  voz entrecortada respondió: “Luego te digo, luego te explico”. Asunción simuló apaciguar su curiosidad y puso en su ficción mayor empeño. Algo que no pasó desapercibido al buen clérigo. Incluso musitó con melosidad en los oídos del cura ciertas palabras obscenas, lo que desató la espiral de pasión del hombre augurando el pronto desenlace. “Dime que llegaremos antes y que seremos perdonadas”, insistió Asunción. “Dime que seremos acogidas y estaremos a la diestra del que manda allá arriba. Asegúramelo o tú te apeas ahora mismo y te quedas en tu purgatorio”, le dijo con una energía que sobreexcitó al padre. Arcimboldo Pastrani se encontraba en un punto en que había perdido la noción del bien y del mal, consagrando aquel instante como una ascensión irreprimible al cielo prometido. La afanosa Asunción comprendió que su quehacer estaba a punto de finalizar pero a la vez trató de chantajearle y sacar de él una respuesta satisfactoria sobre el tema de catequesis que solicitaba. “¿Verdad que haya sido yo lo puta que haya sido seré perdonada en las mismas puertas del paraíso, padre mío?”, clamó con tal entidad que desgarró al clérigo. El deán se estremeció de pies a cabeza, hincó su masa sobre la delicada llanura de la mujer y agitó aquel cuerpo deforme en medio de brutales convulsiones. Inmediatamente exhaló con un coraje verbal incontenible: “Bendita mía, tú desplazarás a Dios”.


viernes, 17 de mayo de 2013

pesa el crepúsculo


(Fotografía de Anders Petersen)



Ha sentido un cansancio general en todo el cuerpo. Será una gripe ordinaria, se ha dicho a sí misma La Guajira, con un tono de excusa tópica. El recurso a lo comúnmente admitido suele justificar cualquier incidencia de la vida. Sirve como exorcismo, para dar margen a que el cuerpo se manifieste más allá o que el malestar se repliegue en retirada. Sudar y quedarte fría, tenía que ocurrir, sigue dándole vueltas. El desayuno le ha entrado de mala gana. Hubiera vuelto a la cama, pero debe trabajar. Ha ventilado la habitación, cargada de miasmas, propios y ajenos. Está harta de esta actividad. ¿Harta? No sabría qué hacer y a estas alturas tiene categoría. Todos se lo reconocen. Vienen a visitarla desde lugares apartados de la región. Distingue entre su clientela a tres o cuatro artistas por sus manos y aspecto desgarbado. A varios curas, a los que su actitud inicial, pusilánime y dubitativa, les delata. A unos pocos hacendados, a los que se ve llegar ya de lejos. Hay también un sector de hombres difíciles de ubicar. Tipos comunes, de esos que te puedes encontrar por la calle habitualmente, piensa La Guajira. Son los más extraños, los que te exigen discreción una y otra vez, como si fueras poco menos que una chivata, cuando ellos no son nadie. También los más cobardes. Tíos que fantasean en sus actitudes y a su vez las reprimen. Hay ocasiones en que rozan lo absurdo, pero ¿acaso no están repletas las conductas de los hombres de gestos incoherentes? 

Ha salido a la terraza y nota que la fragilidad de su cuerpo es zarandeada por una suerte de melancolía. El recuerdo de la otra tarde. Tal vez el crepúsculo fue una señal, medita; un aviso de que la belleza nos acompaña y que la perdemos si no la tomamos de frente. 

Asunción ha entrado de sopetón y la ha pillado expuesta al aire que empieza a soplar desde Levante. “¿Quieres ponerte mala del todo?”, la ha reprochado. Pero la mujer se ha desabotonado con parsimonia la camisa y expone los pechos a una furia invisible que empieza a hacerse notar. “Estás loca, Guajira, ganas tienes de acabar en el hospital”. Ella solo piensa en el crepúsculo que fue. En el hombre que no retuvo. En la decisión que le faltó.


miércoles, 8 de mayo de 2013

el idealista


(Fotografía de Anders Petersen)



“Los hombres amamos a las putas”, dijo el hombre con voz templada. “Sí, os amamos aunque vosotras penséis otra cosa”, insistió. La Guajira asintió calladamente. Ella estaba allí para escuchar lo que fuese. De ordinario no estaba acostumbrada a oír nada especial. Solo obscenidades torpes y jadeos atropellados. Y aguantar, a ser posible a la mayor brevedad, movimientos mecánicos de cuerpos pesados y sudorosos. Las reglas marcaban que cada una de ellas debía conceder amablemente y dejar lo más satisfecho posible al cliente. El hombre temió el silencio de La Guajira. “¿No quieres que hable?”, dijo. “Di lo que quieras; total todo va por el mismo precio”, respondió tajante la puta. Luego se arrepintió del tono empleado. En cierto modo le gustaba que apareciera por allí un hombre que hablase con ella. Si todo aquello era una ceremonia contractual, ¿por qué no hacerla más entretenida y menos rígida?, pensó. Cambió el punto. “¿Por qué nos amáis?”, dijo a lo tonto pretendiendo tender un puente a la conversación. Pero no le dejó hablar. “Me cuesta creerlo. La mayoría de los que vienen por aquí solo muestran exigencias y que seamos para ellos una máquina de fantasías. Tú no tienes ni idea de a qué vienen por aquí los hombres”, y volvió a darle la sensación de haber utilizado con aquel idealista un estilo brusco. Pero no podía evitarlo. Ella no estaba allí para ser amada sino para cubrir el cupo diario. “Además, no me has visto antes nunca. Anda, cumple y déjate de historias”. Pero el hombre no se movió. Se había apoyado sobre el codo en aquella cama que más bien era una masa informe y antigua. Chirriaban los muelles y el cuerpo se hundía con desagrado. De pronto recuperó la iniciativa. “¿No os dais cuenta? Los hombres vienen a vosotras necesitados. Aman en vosotras a la madre perdida, a la esposa inexistente, a la novia que no alcanzan. A lo que no poseen ya o a lo que tienen pero no son capaces de mantener. Ellos llegan cargados de amor.” La Guajira le miró perpleja y saltó. “Sí, claro, y al pisar el umbral de la casa cambian. Ahora dirás que nosotras somos las diosas que vosotros perseguís. A las que tenéis que rendir culto para a cambio ser purificados, ¿verdad?” A cada intervención de la mujer se sucedía un silencio. Y a cada silencio, el hombre se distanciaba del acto para el que había pagado. “Se te pasa el plazo”, dijo ella. “Cumple o te echarán”. El cliente se puso en pie. “¿Aún tengo tiempo?”, preguntó. Ella afirmó con un gesto. “Ven, salgamos a la terraza”, propuso el hombre. “Mira que eres raro. Como quieras”, replicó La Guajira. Salieron y era la hora del atardecer. “¿Te gusta la puesta de sol?”, preguntó el cliente a la puta. Entonces ella olvidó por un instante la casa, la habitación fea, la cama desvencijada. Borró la imagen de sí misma para la ocasión. Ignoró olores del cuarto cerrado, la presión de otros músculos que trataban de tomar posesión de su cuerpo, la humedad de la piel de los machos, la dispersión precipitada de su líquido.  El hombre puso su mano en el talle de la chica. “¿Cómo algo que pasa tan veloz puede ser tan intenso?”, dijo mirando el crepúsculo. Entonces ella entendió que aquel hombre amase a las putas. 

La Guajira no le volvió a ver más. Recordarlo siempre tuvo algo de lamento. Pero su presencia efímera la reconfortó.



domingo, 28 de abril de 2013

insondable naturaleza


(Fotografía de Herbert List)



Lo había olvidado. No sabía cómo había llegado a aquella situación pero se sentía desbordado por una amarga sensación de fracaso. Cuando se exponía a una circunstancia propicia no era capaz de corresponder. Llegó a no atreverse a salir de casa para no sentirse acomplejado. “Si evito el riesgo, evitaré el espanto”, se decía a sí mismo. No se trataba de algo meramente emocional, puesto que los ardores del deseo le acuciaban como de costumbre. Ni siquiera sentía mermada su capacidad eréctil o el interés y la atracción que otra mujer le proporcionaba en situaciones estimulantes. Era tan sencillo como humillante. El hombre se había olvidado de amar. Ignoraba cómo debía responder a los mensajes que otra persona le enviaba o de qué manera debía comportarse. ¿Cuándo dar el paso adecuado? ¿De qué manera tomar la iniciativa? ¿Qué hacer si era provocado y seducido? ¿Podré darme a la simpatía que me llegue desde otra naturaleza abierta? ¿Seré atendido si permanezco aparentemente pasivo y me dejo llevar? No obstante la atracción por otro cuerpo o sentirse cautivado por la personalidad de la mujer que se le aproximase, ¿cómo dirigir hacia ella la rica red del contacto que tantas veces había tendido con éxito? Eran preguntas frecuentes que se hacía en su recogimiento doméstico e incluso también en ese instante decisivo en que la casualidad activaba un encuentro directo. Pero que él no sabía responder. 

Consultó a antiguas amantes. Unas no le tomaron en serio y otras se limitaron a darle consejos de una frialdad escasamente correctora. No obstante, hubo algunas que se sintieron tentadas por la curiosidad y hasta hicieron de la situación un desafío cuando no se lo tomaron como una afrenta personal. “Mira, estoy dispuesta a olvidar a mi actual pareja por una noche con tal de echarte una mano”, le dijo una antigua amiga que siempre se había comportado con él muy maternal. “No estoy en mi mejor momento”, se justificó aquella dependienta que le había iniciado en muchos de los mejores saberes. “El último desamor me ha dejado sin fe en los hombres, pero no puedo permitir que termines en la catástrofe”. Sin embargo, y pese a la buena voluntad de aquellas mujeres que habían salvaguardado una pizca de fidelidad comprensiva con él, cuando acudían a su piso todo se limitaba a tomar café, a recordar viejos tiempos o, como en el caso de aquella amiga de la que estuvo enamorado con gran entusiasmo y a quien tanto le había gustado leer poesía a dúo con él, improvisar una recitación en tono meloso cuando no de arrullo, que tampoco dio resultado alguno. Si ellas ponían la mano sobre su piel o aproximaban el cuerpo al suyo, el hombre se quedaba mirándolas, abobado, poniendo caras de angustia que consecuentemente conducía de inmediato al disgusto y a la rendición de las mujeres. Ellas comprobaban que causaban efecto físico sobre las propiedades elementales del hombre, pero éste era incapaz de manifestarse y se batía de modo abstraído en retirada. 

El caso es que el hombre que había olvidado amar fue cada vez menos visto en los círculos de amistades. Dejó de acudir a los ambientes ordinarios, de asistir a conciertos, tras los que era frecuente que saliera alguna iniciativa amorosa, y sobre todo no volvió a pisar la librería de costumbre, donde las mujeres más intelectuales que se sentían atraídas por él le buscaban con disimulo. “A éstas es a las que menos debe exponerme. No soportaría que mi problema tuviera una lectura metafísica”, pensó con cierto sarcasmo nervioso. 

Fue aquella tarde otoñal cuando le pareció percibir una pizca de cambio en su vida. La nueva inquilina de planta le había solicitado si podría quedarse con el joven bulldog, pues tenía que hacer una visita familiar y no podía llevarlo consigo. “Volveré al anochecer. Pumby es muy dócil, no te dará problemas. Además, le gustan mucho que le hablen y sobre todo que no regateen caricias con él”. El hombre se sintió tomado por un acceso terapéutico. “No te preocupes”, dijo a la vecina. “Le trataré como a una reina”.





domingo, 21 de abril de 2013

amor propio

(Fotografía de Jorge Molder)



Veo a hurtadillas a mi padre hacerse el nudo de la corbata ante el espejo. Él no me ve a mí. 

Observo que sus dedos afilados y extraordinariamente huesudos no vacilan. No tiene el aplomo de antes, pero se defiende. De pronto ha dudado y se ha detenido tratando de dar con el nudo apropiado. “¿Estás ahí?”, dice. He demorado a propósito la respuesta y él, tenaz y hasta cierto punto orgulloso, se ha puesto de nuevo a intentar el nudo americano. Así lo llamaban, supongo que cosa de modas que llegaban desde otro continente del que se copiaba poco más que el estilo y la hechura de una chaqueta y un nudo de corbata. Lo de mi padre es amor propio. No solo una actitud de perseverancia, sino también su expresión favorita cuando yo era niño y no cumplía sus expectativas. “Hay que tener amor propio”, solía decirme con un tono severo. O bien esta otra variante: “Este chico no tiene amor propio”, dirigiéndose a otras personas, lo cual causaba en mí una vergüenza desalentadora. Me costaba entender el significado de aquella sentencia. ¿Se podía hablar de amor riñendo? ¿Qué extraña cosa era aquella de la que yo carecía? ¿De qué sacaba él que yo no me quería? 

A veces mi padre decía también: “No tienes interés, vas a ser un desastre”. Las palabras me confundían: interés, rédito, tanto por ciento. Aquel berenjenal de palabras que sonaban y se escribían igual y sin embargo podían expresar sentidos diferentes, cuando no opuestos. Siempre me entorpeció aquel modo que tenía de enseñarme las cosas con extremado rigor. Sus conclusiones las traducía en leyes. No digo que no careciera de razón. La vida duele tanto como enseña. Y él sabía bastante de padecimientos. Al verle ahora haciéndose un lío en su intento de elaborar el nudo, me asalta un ánimo vengativo. Casi estoy a punto de soltarle: “Compóntelas tú solo, tienes suficiente amor propio para lograrlo”. Pero ni incido en ese pensamiento insano ni mucho menos le replico. Hace muecas ante su imagen y compruebo que la piel caída, flotando entre el cuello de su camisa, traduce una marca de senectud irreparable. Mantiene con dificultad el equilibrio. Incluso asoma en él un gesto de desagrado y de impotencia. “¿Estás por ahí? No me sale el nudo, mira a ver si tú puedes”, vuelve a importunar con inflexión exigente. 

Todavía me golpea su carácter. Aún me produce rechazo su actitud ordenante. Miro su cuerpo flaco y cada vez más inconsistente. Contemplo una sombra que oscurece parte de su cuerpo. Intuyo una debilidad a la que no se rinde. De pronto me veo reflejado en él. Sé que acabaré haciendo el nudo de su corbata. Conviene que no se me olvide.


miércoles, 17 de abril de 2013

apagamiento


(Fotografía de Saul Leiter)


Acostados uno al lado del otro, no pueden moverse. No saben ellos mismos si considerarse circunstancia o límite. Obra el silencio como una existencia apagada. No se trata del reposo callado, ni de ese estado al cual el placer conduce de modo natural porque después de él todo se ha detenido. Se sienten insoportables el uno respecto al otro, pero no pueden moverse. La habitación cerrada les ahoga. Ha pasado bastante tiempo y sudan. Es el sudor del vacío. Una extraña sudoración no generada por actividad externa alguna. La fricción de una tirantez al borde.  Si se aproximaran de nuevo sus cuerpos patinarían. Él hace un intento y al alzar su mano para alcanzar la piel de la mujer parece que fuera a comenzar a dirigir a una orquesta invisible. Rendición. Su mano se paraliza en el aire y los dedos van recogiéndose lentamente, uno detrás de otro hasta desaparecer en el hueco de la palma. Ha ido cayendo la tarde y es ese instante en que la habitación regatea luz y va disolviendo presencias. Han sucumbido al tedio. Ella dice: “Ya no soy tu reposo”. Él no quiere responder con un desatino y calla. Entonces la mujer se gira y le da la espalda. Por instinto el hombre se mueve en la misma dirección. No hay nada más duro que contemplar por inercia la espalda en silencio de una mujer. Ver un cuerpo que se distancia por momentos, que desaparece a la vista, que se enfría. El hombre piensa: “¿Será esta la última vez?”. Los dos cuerpos saben que no solo el deseo les ha abandonado. Las dos compañías son absorbidas por una soledad que les desespera. Ella no percibe ya que aún tiene al hombre detrás. A él apenas le dice algo aquella espalda que antes tanto deseó. Desprovistos de un reconocimiento mutuo sería impropio entrar en recuerdos. Sonaría ofensivo pronunciar una palabra. Los mejores momentos vividos han quedado aplazados. Los dos pactan por reflejo el abandono. Ambos están desabrigados. Los dos están muertos.




lunes, 8 de abril de 2013

el testigo


(Fotografía de Henri Cartier-Bresson)



Una vez había leído en una novela que el miedo tenía mil rostros. El que le había tocado llevar a él, pegado a su piel, olía a tinta espesa y fresca y sonaba a la cadencia de un cilindro que giraba y giraba ruidosamente, engullendo hojas de papel vírgenes y vomitándolas conspirativas. En la soledad de aquella habitación alquilada se consideraba un virtuoso editor que imprimía para abrir las mentes ajenas. Virtuoso en el sentido de su honradez y consecuencia más que en la faceta de maestro de la técnica. Si en la primera acepción no tenía dudas y se alimentaba a sí mismo con una buena dosis de mística, en la segunda sus carencias eran grandes, pero no obstante las cubría con tesón e imaginación. Sus recursos eran escasos pero introducía siempre elementos gráficos dibujados para la circunstancia, diseñaba sus propios tipos de letra y procuraba que un modesto panfleto constituyera un periódico atractivo para los destinatarios. Ese mundo le absorbía y él ocupaba el espacio del riesgo con una entrega fuera de lo común, derivando desasosiegos, alimentándose de su propia obra. El enemigo acechaba siempre. Era consciente de la posibilidad de ser descubierto en cualquier momento, de arruinar su vida y la de su familia, de arrastrar en su infortunio a otros hombres que ceñían las mismas inquietudes que él. Vivía sus horas en guardia. Cuando salía a la calle se desplazaba con una tensión controlada que le llevaba a dar rodeos, simular vida ociosa y ocupar espacios públicos libres de sospecha. Sin ser un intelectual de la revuelta se permitía opinar y modificar los textos que recibía de los conspiradores. Los libelos que salían de sus manos surgían también de su alma. No solo de su pensamiento en construcción, sino de un empuje en que las palabras arriesgaban ser reconocidas y se crecían en una hipérbole sin fin. Ahí se cerraba el arco de la fe que él había aceptado. 

Al despertar una mañana se percató de que el amanecer no traía los ruidos acostumbrados ni los movimientos rutinarios del vecindario. Esa sensación repentina del vacío de la ciudad alrededor suyo le estremeció. Sentía el cuerpo pesado y que los líquidos que lo recorrían se secaban en su curso. Aguzó el oído al máximo antes de tomar una decisión. Indudablemente unos pasos cuidadosos pero abundantes tomaban la escalera. Se creyó perdido. Hiciera lo que hiciera no disponía ni de tiempo ni de modo de destruir el material. De pronto el revuelo tomó forma más estridente. Al fin sonó el timbre de la puerta. Dudó en abrir. Tragó saliva, respiró en profundidad, dirigió la vista al mimeógrafo y al papeleo impreso acumulado, a punto de inundar los tajos de la ciudad. “Os amo”, dijo en voz baja conteniendo la emoción. Abrió la puerta. Dos individuos con solapas altas le mostraron de mala manera una insignia. “Le necesitamos”, le dijeron. Él no pudo pronunciar palabra alguna. “Perdone si le hemos despertado, pero es necesario que venga con nosotros como testigo. Estamos efectuando un registro en un piso de arriba”. Los acompañó. Sintió un golpe de alegría interna con tal intensidad que le hizo quebrar. "Todavía dormido, ¿eh?", quiso ser gracioso uno de los esbirros. Luego solo habló una embriagante voz interior. Con tono de cuento moral le decía: “El azar te devuelve en forma de suerte el amor que has puesto en tus criaturas”. 



 Para Julio B., que comprenderá el relato, por los miedos compartidos.


miércoles, 3 de abril de 2013

la superviviente


(Fotografía de Willy Ronis)


“Siempre has tenido una belleza salvaje”, le pareció escuchar a sus espaldas. Pero detrás de ella no había nadie. Maya cruzó entonces la mirada con su retrato en la sombra. Se veía a sí misma, tal como era unos años antes, en aquel lienzo que, no obstante el abandono del estudio, apenas mantenía una ligera capa de polvo. Como si se le hubiera mantenido cuidado de modo continuo. No era un lienzo al uso, y pocos la hubieran reconocido en él. Ya en la época en que posó para Heinrich fue objeto de las primeras experimentaciones de éste, que rompían con las enseñanzas recibidas y le llevaban a madurar a contracorriente. “Vas a ser mi mejor tendencia”, le decía irónicamente su pintor. “Pero yo no soy solo tu tendencia, también soy tu propio acto, tu doble recreación”, le respondía Maya con mimos cómplices que obligaban a Heinrich a abandonar los pinceles. 

Fue una época alocada y pletórica. El país se hallaba convulso, pero como una respuesta, o acaso un acompañamiento, a la agitación social la expresión artística se desbordaba. Todo el mundo quería ir más allá de las academias, romper con las literaturas de costumbres, diseñar la nueva arquitectura sobre modelos imaginativos. Maya siempre pensó que haber estado junto a Heinrich había supuesto para él la compensación emocional que no hallaba en la convulsión de la vida externa. “¿Llegaremos a alguna parte, Maya?”, solía preguntar a la mujer los días más turbios. “El país no sé, pero nosotros seguro que sí”, respondía ella con aplomo, y añadía: “Y si tenemos que marcharnos nos vamos. Un pintor y su modelo pueden reiniciar el trabajo en cualquier parte”. Ni el país fue a mejor ni ellos pudieron hacer eterno su vínculo. Acaso hubieran persistido mal que bien, no obstante Heinrich transcurría por ciclos de desasosiego difíciles de llevar para ella. Pero aquel otro hombre llegado de manera pasajera desde el Este se cruzó con su ímpetu y sus palabras, alterando para siempre las vidas del pintor y la modelo. 

Maya contempla ahora el entorno de aquel espacioso estudio y recuerda con pesadumbre. Los cuadros terminados que no se han vendido jamás parecen apoyarse castigados en la pared. Hay algunas obras inconclusas, muchos bocetos, demasiadas imágenes dispersas. Maya siente perplejidad al ver su rostro y su torso en infinidad de apuntes y trabajos a medio realizar. Sacude la suciedad de una silla y se sienta. ¿Cómo hacerse cargo de todo aquel material que ha perdido el alma de los vivos? Fuma y envuelve en las volutas de humo su melancolía. Ella es ahora la superviviente.


martes, 26 de marzo de 2013

confidencias


(Fotografía de Jorge Molder)



"Debo perderme una vez más por los caminos", me dice cuando entro en su estudio. "Al fin y al cabo, ¿acaso no es sino lo que he hecho siempre? Mi mundo, lo que creía mi mundo, se vuelve contra mí. No me refiero al ambiente exterior, cada vez más ingrato. Ni a las personas que se me aproximaron alguna vez con afecto y se alejaron cuando yo no supe darles respuesta. Alejado de los maestros de mi propio pasado, huérfano de la protección de quienes me dieron la vida, marginado por propia voluntad de cuantas enseñanzas recibí en forma de entes que me incorporaban a mi pesar, aprovechándose de mi inconsciencia o bien llegado el momento con mi anuencia, podría decirse que solo me queda el bagaje de lo vivido". Le encuentro con la taza en la mano, la mirada congelada, sorbiendo el café, restos de espuma en su barba. Sigue pontificando como tiene por costumbre cuando se siente extremadamente alterado. "La gente acepta la cómoda fe. La que sea. Entes imaginarios de todos los mundos, hasta de los más irreales e imposibles, la seguridad tribal, el dinero, el estatus, el amor, los proyectos de futuro. Todo irrelevante y vano”. Cuando habla de este modo me siento en un rincón y le escucho, sin interferir. Sé que se siente acogido por mi presencia, aunque exhiba una dureza que no es sino reflejo de su materia interior. “Eso de los proyectos de futuro es lo más ridículo que venden los últimos epígonos del mercado. Conceptos abstractos que gustan dotarles de formas donde creen encontrar su unidad más íntima. Sin percibir que están en sus manos o, mejor dicho, que siempre son de ellos. Esa práctica debe darles seguridad. La seguridad se ofrece como garante de la orfandad del individuo, aunque siempre implica un coste. Yo nunca logré ratificarme en esa seguridad, ni siquiera cuando me amparaba bajo alguna de sus formas. Me confirmaba sin embargo en la disidencia. Un resquicio por donde escapar era un pequeño trozo del camino que me enseñaba algo de mí”. 

A medida que avanzaba en su soliloquio me he espantado. Sonaba con un elevado tono dramático, como si invocara algún tipo de ruptura que no hubiera deseado anteriormente. Pero no he podido parar la amargura de sus palabras. “Tal vez por eso me dediqué a pintar. No me exigía llegar a parte alguna, ni pensar en unos ciclos que otros mortales se empeñaban en ir asegurando a lo largo de su vida. Pintaba y yo mismo me abstraía de la vida a medida que acababa un lienzo. Pintaba y veía el mundo conforme es, no de acuerdo a como quiere la gente que sea. Eso no me ha dado riqueza ni he sido acogido por los círculos ilustres, a los que maldigo. Porque ellos no quieren encontrar la belleza donde late, ni comprender la inteligencia espontánea de las formas, ni reconocer el carácter caótico que una composición retiene entre sus colores. Los pintores académicos y su corte de rebozados mercachifles solo buscan la transacción. Yo no he querido vender jamás mis obras al precio de un negocio vulgar, por mucho dinero que me ofrecieran, pero donde no existía un interés real por mi trabajo ni por las ideas que yo avanzaba en mis cuadros”. Me he acercado hasta él. Le he cogido su mano tibia: “¿Preparo más café?”. Pero no me ha oído, se ha puesto en pie, ha frotado su camisa donde unos lamparones aún húmedos amenazan con extenderse. “Eso que otros llaman edad yo lo llamo equipaje. Andar el camino ligero de equipaje es una idea que cuesta entender. Tiene resonancias antiguas y lejanas. Tomar lo experimentado como último recurso para sentirme atraído por la mera supervivencia es un desafío. Sublimar mi trabajo no me es suficiente. No son tiempos que nos den respuestas. Y no puedo seguir la ceguera de los hombres. Debo perderme una vez más para preguntarme si mereció la pena todo este recorrido”. Se echa una bufanda por el cuello, tantea los botones del chaquetón. Al pisar la calle ha sentido un escalofrío. No me cabe duda de que volverá tarde y ebrio.

Le esperé en vano. De par de mañana tomé el tren para Bohemia. No le volví a ver vivo.


domingo, 17 de marzo de 2013

suicidio de un pintor


(Fotografía de Anders Petersen)



La víspera de tirarse desde el último piso del edificio singular, Heinrich Weiss, apodado el pintor rojo, por los colores intensos que usaba en sus cuadros, soñó que se arrojaba al vacío. Se lo había confiado a una vieja amiga a la que telefoneó aquella mañana aciaga. La mujer no pudo aclarar nada más. Weiss solo le habló de un sueño y en ningún momento se refirió a que tuviera intención de convertirlo en realidad. Nadie supo si el sueño se impuso a la conciencia. O si alguna droga le hizo desvariar de manera fatal. El psicoanalista Joachim Liendlt, que le había tratado en ocasiones alternas, afirmó que probablemente había madurado durante un tiempo su determinación, y que en su obsesión por buscar el modo de quitarse la vida se le generaron pesadillas. “No, no tomaba últimamente ningún antidepresivo”, manifestó ante el forense que ordenó el levantamiento del cadáver. “No, que yo sepa no debía nada a nadie”, testificó su amigo Petrus, abogado. “En todo caso le debían a él, pero no tanto como para dejarle en la ruina y causarle una sensación de agobio que justificara su impulso destructivo”. Hellen Müller, la camarera del bar Die Meere, que había pasado tres días antes la noche con el artista, confirmó a la justicia que se encontraba muy animado. “Preparaba una exposición retroactiva de su obra. Muchos compradores habían cedido trabajos de Weiss el Rojo, simplemente a cambio de que constase su nombre bajo los cuadros. A la sombra de la creatividad de Weiss se sentían a su vez reconocidos”. El juez ordenó presentarse a la amiga que había recibido la llamada del pintor de par de mañana. “Sí, el sueño que me contó Heinrich era extraño y bastante enrevesado. Me dijo que había soñado que acababa con su vida, pero que desestimaba hacerlo en solitario. Que arrastraba a la muerte con él a otro hombre, al que achacaba de sus males.” El funcionario la interrumpió: “¿Le dio detalles? ¿Le habló de ese hombre?”. La mujer continuó: “Sí, me dijo que se trataba de un hombre anciano, que andaba tropezando contra las paredes. Alguien con el que ya había estado alguna vez y que le reprochaba constantemente conductas. Heinrich me dijo que en el sueño llegó a temer a aquel viejo, que sintió una mezcla de indignación, asco y miedo porque no podía librarse de su oneroso acompañamiento. Llegó a ser conmigo muy cruel, me matizó Heinrich”. 

Una vez tomado testimonio a los conocidos más próximos al desdichado Heinrich Weiss el juez cerró el caso. Firmó el acta donde hizo figurar lo siguiente: “El fallecido ha encontrado la muerte instantánea a causa de la caída sufrida desde una altura considerable, producida de modo voluntario, sin conocerse los motivos que pudieron haberle conducido a tomar esa determinación. No ha dejado carta alguna ni ha hecho declaraciones a amigos y familiares que pudieran arrojar luz sobre el caso ni si cabe la sospecha de que pudiera haber tenido lugar la intervención de otra u otras personas en el suceso. Por lo que procede y ordeno se siga el curso legal en orden a su exhumación. Etcétera”. 

Algunas revistas de arte de corte convencional y la díscola publicación Arbeiter Zeitung hablaron de la muerte y sobre todo de la vida del pintor rojo. Llamado así, aclararon una vez más, por la utilización intensa de ese cromatismo con que impregnaba todos sus trabajos. Al entierro no asistieron ni pocos ni muchos. La mujer que aquella mañana del trágico final de Weiss había recibido la confidencia de su sueño y que resultó ser la galerista Agniezska Ebin, leyó al pie de la tumba un escrito en memoria del fallecido. Destacó un texto que hizo vibrar a los presentes: “Tus colores ardían y toda la mirada acerca de lo que esperabas del mundo y de tu tiempo se fundió en uno solo en tu obra. Allí donde se fragua siempre la vida. Allí donde se preserva el magma de la Tierra. Allí donde nadie puede penetrar salvo los audaces como tú”. 

Mientras el contingente de deudos permanecía concentrado en el homenaje a Weiss, un anciano, achacoso y enfermo, se mantuvo a distancia del grupo, apoyándose de manera quebradiza en las lápidas del cementerio civil de la pequeña ciudad.


domingo, 10 de marzo de 2013

el trueque


(Fotografía de Anders Petersen)


Le pagaba en relatos y ella le daba, a cambio, placer. Con aquella actitud abrían un territorio que solamente ellos ocupaban. Lo llevaban en secreto. A veces improvisadamente. No mediaba sino una especie de trueque. La forma de intercambio menos tangible que cupiera imaginar. Ni siquiera podría denominarse transacción, aunque de algún modo lo fuera. Y ese mismo acuerdo les blindaba, tornándoles invisibles a los ojos ajenos. Les protegía. De los lugares lóbregos obtenían luz. Del encuentro casual hacían eternidad. Al principio se sentían guiados por la idea de un mero yo te doy, tú me das. Hasta conocerle a él ella solo había vivido la forma tradicional de lograr dinero de un hombre. No la manera más sucia: sabía de los chantajes que abundaban bajo la institución sacramental del matrimonio. Su oficio, al menos, dejaba las cosas claras desde el principio. Ahora se sentía dividida. No porque no obtuviera el valor usual, que cada vez le interesaba menos. Sino porque no percibía que el hombre le estuviera pagando al narrarle sus relatos. Con él no se sentía mercancía. En aquella fluctuación de concesiones, ¿qué pesaba más? ¿El relato subyugante que entregaba uno o las sutiles artes del amor que ella practicaba sobre el cuerpo de él? Tampoco el cuentista percibía en la actitud de la mujer una condescendencia obligada. Ambos se daban cuenta y lo comentaban. “Lo nuestro es raro, porque tampoco es amor, ¿verdad?”, decía ella. En realidad no preguntaba, sino que establecía conclusiones parciales que le permitieran seguir indagando, intrigada como se sentía con aquella relación extraña, pero sumamente grata. “Si no es amor, puede estar en camino”, respondía el hombre con ironía. “Enséñame a contar”, le pedía la mujer mientras mordisqueba el pecho velloso de su amante. “Enséñame tú a amar”, le replicaba él. Y el hombre seguía narrándole cuentos de matrimonios sospechosamente felices y obviamente infelices, de niños soldados que no querían guerrear, de amantes que huían para poder amarse mejor, de mujeres que se habían dado a la calle por despecho, de obreros de corazón noble que se rebelaban hastiados de sus tribulaciones . ”Cuéntamelo de nuevo", le pedía ella si le había gustado. Y él reiniciaba la fábula, introduciendo variaciones, añadiendo matices y en ocasiones imponiendo finales diferentes, espectaculares, enigmáticos. Sin exigirle por ello compensación. 

Un día él describió a la mujer del placer una historia semejante a la que estaban viviendo. Ella reconoció enseguida el argumento, se vio con claridad en él, comprobó la distancia recorrida en su vida desde que se encontrara con aquel hombre especial. De pronto le interrumpió. “No sigas la historia. Sáltala casi toda. Cuéntame solo el final”. Él calló, puso las manos sobre el rostro de la mujer y cerró sus párpados. La fue enterneciendo lentamente. Ella se deslizó bajo las caricias del hombre. Solo acertó a decir: “Has aprendido bien. No pongas punto final”.


miércoles, 6 de marzo de 2013

la expulsión


(Fotografía de Jorge Molder)


Fue a finales de primavera cuando mi madre echó de casa a mi padre. Aquel día, a la hora de comer, mi padre se levantó de la mesa, se dirigió a la letrina que hay en un rincón del patio y vomitó amplia y sonoramente. Mi madre había parado la comida con un golpe enérgico, muy en línea con las crisis repentinas que solían acecharla. Descargó sobre la mesa con una fuerza inusual la enorme fuente repleta de pimientos asados rojos y verdes, cebollas cocidas y berenjenas aderezadas abundantemente con aceite y vinagre, entre el susto y la sorpresa de todos. Al lado, el asado de cordero esperaba humeante a que el ritual de la fiesta diera cuenta de él. O mejor dicho, a que todos los chicos nos cebáramos en el festín. Pero mi padre sintió la ira de mi madre como un aviso decisivo. Hizo del trastorno de su cuerpo un argumento poderoso e imprevisto, y se ausentó. 

Como todos estábamos acostumbrados tanto a los silencios como a las descargas emocionales de nuestros padres no lo consideramos sino un episodio más de sus rencillas soterradas. Así que en cuanto pasó el fragor inicial, no secundado, como he dicho, por mi padre, seguimos comiendo ávidamente y jugando como si no hubiera pasado nada que no sucediera habitualmente. Nos atropellamos unos a otros, mientras nuestra madre, tensa y con ademanes bruscos, nos servía a cada uno la comida en el plato. Entre risas y apetito, todos los hermanos llenamos la mesa de griterío y empellones, sin dejarnos afectar por las discusiones de los mayores. 

Nuestra madre no comía. Nos recorría a cada uno con su mirada inmóvil, callada, mientras su rostro se mostraba cada vez más lívido. Trenzaba los dedos de ambas manos sin parar, unas veces en posición orante, otras chasqueando los nudillos. Hipnotizada, ausentada de la alegría de los niños, hincaba sus codos robustos sobre el tablero de la mesa como un símbolo de su arraigo en la casa. Pero como aquella era una actitud ya sabida, la respuesta a un agotamiento pasajero por el desfogue colérico que de ordinario duraba poco rato, nosotros no le dimos importancia. Fue cuando bajó del piso superior nuestro padre, embutido en su traje de los domingos, con una maleta en la mano, cuando todos comprendimos inmediatamente que sí, que en aquella ocasión nuestra madre había expulsado a nuestro padre de casa. 

Creo que ella no se lo esperaba. No habían mediado palabra y sin embargo ambos movían sin reserva ficha, y pulsaban una jugada de difícil ganador. No entendimos el juego. Sin embargo ellos actuaban en consecuencia. Y de qué manera. Mi padre fue hacia la puerta, serio y altivo. Interrumpió por un instante su pose para sonreírnos y se refugió nuevamente en su ceño. Aparentemente no dejaba traslucir enojo. Incluso su porte emitía una majestuosidad contenida como si se hallara ante una autoridad poderosa y no ante mi madre. ¿O tal vez no había nada más omnipotente que ella? La tenue pero franca sonrisa que nos dirigió nuestro padre la agradecimos todos, pero a mí me dividió. Por un lado, admiré su decisión contundente. Me agradaba que por fin él viera la situación con claridad. Probablemente yo era el único de todos los hermanos que supo captar su mundo interior vibrante y viajero. Muchos años después me confesó que no podía estar reprimiendo permanentemente sus sueños. Que se sentía agotado por su propia conducta, encauzada siempre a través de desiguales y efímeras apetencias. Que no podía soportar más los límites de sus propias actividades desordenadas. 

Fue un clamor impetuoso el que tuvo que escuchar mi padre a sus espaldas al llegar al zaguán. “Vete de una vez", bramó mi madre. "Que te mantengan tus sueños. Que te enriquezcan tus inventos. Que te den de comer tus bondades para con otros. Que te hagan feliz tus amantes. Ya volverás con la cabeza gacha cuando te apagues “. Nunca regresó mi padre. A partir de aquel día todos crecimos más deprisa.


sábado, 2 de marzo de 2013

el mutilado


(Fotografía de Dieter Appelt)



“Los vivos se apoyan en los vivos. ¿Se ha visto alguna vez que los muertos respalden a los que se quedan en esta orilla?”, solía responder el antiguo fresador Herman Oder a quienes se compadecían de su estado. No obstante, se consideraba a sí mismo un mutilado afortunado. Podía caminar, si bien con lentitud y un movimiento algo exagerado del cuerpo, e incluso exhibir cierta altivez. Piernas acortadas. Bastones de cada mano. Precisión quebradiza en sus pasos. Era como reaprender lo funcional de la vida. No podían otros decir lo mismo. Mancos que deambulaban amargados, llevando colgado del cuello un cajetín con cigarrillos y caramelos de menta. Amputados de medio cuerpo que parecían guiñoles sobre pequeñas plataformas con ruedas, apostados a la entrada de los teatros o de los túneles. Monstruosos bultos que en el buen tiempo eran sacados a pasear por algún familiar, envueltos en una sábana, sobre una carretilla adaptada para la circunstancia. Había un caso extremo -¿acaso alguno de ellos no era sino una desgracia excesiva?- particularmente abominable y de difícil aceptación. El mutilado de rostro,  cuyas facciones se habían borrado  de tal modo  que se juntaban las huellas de unos ojos casi desaparecidos con lo que quedaba de unas orejas o con el residuo de una boca achicada. Desfigurados por los ácidos de las bombas más macabras, eran conocidos como los fantasmas, sufriendo también el rechazo de los demás lisiados. 

Aunque a las autoridades les molestaba cada vez más la imagen que ofrecían por las calles los mutilados, condescendían de mala gana. Les venía muy bien utilizarlos para los discursos como ejemplo de heroicidad en una guerra que se había perdido. El agradecimiento por los servicios prestados se quedaba en una vacua exaltación que nada aportaba a los forzados indigentes. Una guerra ganada habría proporcionado también seguramente este tipo de vidas infaustas, pero percibirían al menos una pensión menos mísera y probablemente unos cuidados que hicieran más digna su existencia. Herman, desde su posición más privilegiada, se creía en la obligación de erigirse en portavoz de las voces que no pronunciaban los demás. Incluso de la queja y la denuncia. No soportaba el lamento y mucho menos la resignación. “Las familias han agradecido más recibir a sus muertos”, decía con tono de imprecación. “Al menos, en medio de esta escasez, ya no tienen cargas que cuidar ni inútiles que alimentar”. Para muchos de sus colegas de la desgracia se había convertido en un profeta, no solo poniendo el dedo en la llaga de la abyección de una guerra, sino advirtiendo sobre la propia humillación que les castigaba con la dureza de las privaciones de los años posteriores . 

Herman el fresador no se andaba con tapujos. Muchos le consultaban, acuciados entre la miseria y la desesperación. “Voy a pedir que me tiren al tren”, le decían unos. “O ya he hablado con mis hermanos acerca de si están dispuestos a ahogarme en el río”, le hacían otros la confidencia. Él los entendía, pero se resistía a animarles a dar el paso. Consideraba que si la gente se suicidaba constituiría un triunfo más del Estado que les había conducido a aquel oprobio. La policía sabía de aquellas consultas al improvisado líder de los tullidos. Muchos ya habían desaparecido pero la racha de suicidios había disminuido considerablemente desde que se acercaran a él. Era como si de pronto aquella legión de desecho humano quisiera vivir. De mostrarse hasta entonces amargados, huidizos y violentos en ademanes y en palabras, incapaces de concebir una sonrisa franca, en poco tiempo manifestaban una mayor locuacidad, cierta bondad inédita y hasta un punto de concupiscencia que por sí misma daba idea de que recuperaban ganas de vivir. Se sentían capitaneados por un hombre cuya esperanza parecía consistir en no perder la esperanza. Algo ilusorio tras tantas desdichas en sus cuerpos y en su entorno. 

Una mañana, el fresador tullido no fue visto por las avenidas ni por las callejuelas que solía transitar para encontrarse con los mutilados. Al cabo de dos días corrió la voz de que su cadáver había aparecido con heridas recientes flotando en uno de los canales que recorren la parte oeste de la ciudad. No salió nada en los periódicos porque estos prestaron mayor atención a dos líderes políticos, un hombre y una mujer, que también habían sido hallados asesinados en las aguas del río principal. La ingente horda de los minusválidos desfiló ante la casa de Herman el fresador casi paralelamente a la que tuvo lugar ante los revolucionarios muertos. Fue una lenta y zarrapastrosa procesión de la indigencia y de la mutilación. También de la dignidad y del clamor antibélico. Sabían que aquel día habían perdido a tres líderes. Pero sobre todo sentían el suyo propio como solo quienes han sido engañados en los frentes de batalla pueden comprender.




martes, 26 de febrero de 2013

inconclusa


(Fotografía de Jorge Molder)



“Ya sé que no tiene usted por qué creer a un desconocido, y mucho menos quererlo”. Así empezó la carta. “Creer y querer son dos verbos a cual más disputados. Como si entrañaran dificultad en conjugarse. Son dos verbos que probablemente engañan a primera vista. Todos nos apuntamos a creer y a querer por inercia. Ciertamente eso sucede de modo más enfático cuando se es joven. A cierta edad te atreves menos a pronunciar con contundencia un yo creo o un yo quiero…Pero ambos términos nos persiguen. ¿Beberán de la misma fuente?, me pregunto con frecuencia. ¿Se puede querer sin conceder un mínimo de credibilidad a la persona? ¿Se puede creer en ella sin sentir, de algún modo, interiormente, un acercamiento? Las palabras no existen en una naturaleza abstracta. Se interiorizan para expresar nuestro instinto profundo. Y lo que llevamos dentro es, probablemente, otra cosa. Sentimientos, apetencias, atracción. ¿Más palabras?, me diría usted. Ya ve, tengo la impresión de que es su ausencia la que las convoca. Esta especie de desazón que me va embargando al no saber nada de usted. Saber. Otro verbo crucial en nuestras vidas. Con todas sus direcciones y sus sentidos, con todas sus intenciones y límites. He preguntado algunos días por la mujer del perrito al camarero del café; lo he hecho discretamente. El último día no tuvo reparos: qué más quisiera uno que darle satisfacción, señor. Eso me dijo. El último día fue ayer. Sentarme en ese lugar era antes algo ocasional. Ahora soy un asiduo. A veces tengo la sensación de que todo el mundo está pendiente de mí que, no obstante, mantengo las formas. No soy un adolescente para mostrar nerviosismo. Además, puedo asegurarla que no pierdo el tiempo. Repaso la prensa, avanzo en alguna de mis últimas lecturas, tomo notas de mis propias ocurrencias. Hoy he querido dar un paso más. Escribirle esta carta. Sin saber bien qué decir, sin estar seguro de que pueda ser enviada, puesto que desconozco una dirección. Pero queriendo que usted entienda las acechanzas que van rodeándome. Que a estas alturas me inquiete una presencia no real, pero deseada, tiene algo de espectro que intenta apoderarse de mí, ¿no? Usted me diría ahora mismo: desear, he ahí otro verbo con su matiz, que a veces es un saco roto y otras una sugerencia muy precisa. Deseamos para cubrir carencias y acaso deseamos para destrozar las pertenencias. Oh, no quería decir esto. Llega un momento en que las experiencias vividas en el pasado se mezclan y perturban. No voy a borrar, no obstante, lo dicho. Que sepa usted que detrás de mi apariencia también hay un margen de confusión y de debilidad. Reconocerlo, ¿no es una manera de brindarle una aproximación? Tal vez usted prefiera ignorarme al hacerle estas confidencias. Correré el riesgo. Pero hágame saber…” 

Llegado a este punto dudó si seguir o romper la carta. Pidió un calvados para paliar su desconcierto. Estaba escribiendo a un fantasma.


jueves, 21 de febrero de 2013

monólogo


(Fotografía de Saul Leiter)


Qué sabe nadie de nuestro sufrimiento. No saben pero bien lo causan. Echan tanta leña al fuego. Por qué tenemos que vivir conforme a sus reglas. El chico merecía que le dejara la bici en condiciones. No es como los otros. Se le nota en la mirada, en la actitud. No me ve como el pobre hombre que dicen los demás que soy. Si este chico estuviera aquí todo el año probablemente sería de la misma ralea. No sé. Es difícil saber si uno es como es por su propia naturaleza o por el influjo de los demás. Me pregunto si se acordará de mí cuando se vaya. Si me cae bien no es por su familia. Ni su familia ni las demás del barrio son justas conmigo. Pusilánime: eso es lo que me llaman. El chaval no. Él es tan diferente. Está siempre pendiente de mis palabras. Observa los trabajos que hago. El otro día me dijo que podía enseñarle a arreglar bicicletas. Le contesté que este oficio no lleva a ninguna parte. Él no se mete en mi vida. Me habla de la ciudad de donde viene a pasar todos los veranos. Una ciudad del sur de la que yo no había oído hablar mucho. Allí son otros aires. Puede que haya de todo, pero tanta hipocresía como aquí lo dudo. Cuánto oprobio, disimulado con parabienes falsos y acompañado de sonrisas y chanzas, hemos tenido que aguantar. Qué saben ellos de lo que mi hermana y yo hemos padecido. Ser diferentes no estuvo bien visto nunca. Tener que aparentar y vivir una vida en secreto es duro. No se hacen idea. Ser consecuentes con nuestro fuero íntimo ha sido también nuestra condena. ¿Se podrá llegar a vivir alguna vez como uno quiera? Tanto ocultar nuestras creencias sobre la vida y sobre los sentimientos pesa demasiado. Esta tensión entre preservar nuestra intimidad y tener que mostrar por ahí otra cara desquicia. A mí se me da mejor; a ella no. Cuesta dejar a salvo la creencia más profunda: la de la atracción, la del deseo. Nuestra supervivencia hubiera sido más cómoda si no hubiera ocurrido lo del hijo. Desde que mi hermana tuvo el niño y a continuación dejó de tenerlo todo ha sido tormento. El niño que ambos deseamos pero que era imposible reconocer. Qué saben todas las familias de por aquí. Ella no pudo con la presión. Se aisló para protegerse de los demás pero no pudo hacerlo de sí misma. Luego las habladurías. Es fácil llamar loco a alguien. No te adaptas a lo estipulado y estás loco. Se admiten las rarezas si cumples sus preceptos. Si no lo haces, los otros dan por hecho que has traspasado el margen de la cordura. Como si ellos pudieran hablar en voz alta. Pueden porque mandan, no porque les asista la razón. Dicen que ha desaparecido. Mi hermana dejó de estar hace mucho tiempo. Su mente la secuestró. Su alma la devoró en la oscuridad. Para la autoridad y los vecinos es ausencia. Que lo sigan creyendo.


domingo, 17 de febrero de 2013

la bicicleta


(Fotografía de Cartier-Bresson)



El chico ha ido a que Rufino le arregle el piñón de su bicicleta. Tanto subir y bajar la cuesta y en una de esas no se matado de milagro. Desde que desapareció su hermana encuentra a Rufino más hablador y, acaso, menos triste. “Te pondré uno nuevo”, le dice Rufino, y añade: “No es una bici de competición precisamente pero lo importante es que tú te lo creas”. El chico está eufórico y se queda allí; quiere ver las manos de artista de un mecánico de bicicletas. “Porque tú eres un artista, ¿verdad, Rufino?” le da palique a éste. “Mi padre dice que todo el que hace algo con la mente o con las manos es un artista. A ti te va más esto que la fábrica, ¿a que sí?” Rufino asiente. Luego, con las manos ennegrecidas de grasa, entra al trapo: “Cree a tu padre, sabe lo que dice. Hay gente que es artista sin abrir la boca y no decir ni pío. Y cuando habla sus palabras son tan exactas como un engranaje, mismo como esta cadena que te va a dejar pedalear de primera. Luego hay otras personas que tienen manos especiales, muy hábiles. Tienes el caso del alfarero que hay a la salida del pueblo. Y el no va más son aquellos que suman cabeza y brazos, pero de estos quedan pocos por aquí. Son los que más piden desde el extranjero”. “Yo creo que tú eres de estos, Rufino, y no te has ido”, le replica el chico. “No pude irme antes y no puedo irme ya ahora. Mi hermana puede aparecer en cualquier momento”, responde el hombre con una cadencia lenta, casi apagada. Y él: “Los guardias creen que no volverá, y la gente dice más, dice que acaso no estaba…” Le corta el mecánico: “¿Tan loca?”. “Eh, que no lo digo yo, lo dicen por ahí, ya sabes qué lengua tan venenosa tiene la gente”, se sonroja el chaval. Rufino se explaya: “Ya sé que tú no eras de los que se metían con ella. No te preocupes. El vecindario no sabe de qué habla. ¿Quién conoce lo que pasa realmente en cada familia? ¿Las expresiones que se exteriorizan? ¿Las cosas raras que todo el mundo hace? ¿Las apariencias? Conozco a algunos de la zona que han hecho verdaderas barbaridades y no solo nadie se mete con ellos sino que van de modélicos, y se les reconoce, y hasta tienen cargos. Pero precisamente por esto, porque han caído bien a los de arriba nadie dice ni mu de ellos.” El chico calla y se queda abstraído; rompe el silencio: “Pero eso no está bien, no sé, nunca he sabido porqué la vecindad la cogió con vosotros”. “Muy fácil”, dice el arreglador de bicicletas, “los pobres somos siempre la diana de los falsos, de los mediocres, de quienes se creen que son alguien en la escala social y no pasan de ser sino meapilas y correveidiles de los que tienen la fuerza”. Rufino se calló de pronto. “Perdona, probablemente no entiendas bien lo que te digo, pero alguna vez tenías que oírlo.” 

Él había ido solo a que le arreglaran el piñón, y está contento porque Rufino haya terminado la tarea. “Ya la tienes. Ah, y no me debes nada. Me has pagado sobradamente al escucharme. Y alguien que escucha atentamente como tú es de fiar”. El chico salió contento. “Dos pájaros de un tiro”, pensó. “La bici en forma y la humanidad de Rufino.” Ni el mecánico ni él volvieron a mencionar a su hermana desaparecida. Aquel día, al bajar la cuesta, le paró la guardia: “¿Vienes del taller del hermano de la loca, ¿eh? Ten cuidado, no vaya a ser que esté tan pirado como ella. Tal vez no lo sepas, pero Rufino tiene ideas muy raras; no hay que hacerle caso”. Al ponerse a pedalear de nuevo, el chico sintió hervir su sangre. No había ganado una bicicleta casi nueva únicamente, sino la complicidad de alguien que era un artista de las manos y sobre todo de la cabeza. Alguien a quien la gente no quería comprender. O no podía entender.


jueves, 14 de febrero de 2013

silábica


(Fotografía de Saul Leiter)




Al principio resulta tan lejano su rumor. Emerge como la corriente menuda y fina de una fontana. Allí bebo, allí veo por primera vez su rostro. Su asonancia fluye como un aura en torno a mi silueta. Prevé la distancia y aguarda. Aún no distingo con claridad cómo acecha. Opiácea sensación. Prurito que se instala lentamente sobre mi piel. Fruto silvestre que crece sobre mis pasos ingenuos. Tibia y húmeda eclosión de mis raíces. Agarrotado crecimiento que cierra el perímetro de mis ansias. Vértigo amargo en cuya espiral me enredo. Las  primeras heridas desnudan mis entrañas. Extrema ductilidad que me aparta inexplicablemente del mundo. Brindas por mi disolución apenas alzas tu copa invisible. Me ofreces renacer como la floresta que me rodea. Sinuosa constricción de todos mis órganos. Perversa voluntad que va ocupando cada hueco que he dejado al descubierto. Me rindes atrapándome en tu amable reverberación. Unísona llamada que se desplaza bárbara sobre cada defensa que voy abandonando. Yo, que no creo en los nombres, agudizo los sentidos ante tus arcanas sílabas. No me resisto a tu sonido frágil que, al impactar sobre mis vísceras, se vuelve oneroso. Empiezo a advertir tu faz. Extiendo las manos y casi descubro tus facciones. Con trazos ágiles de carboncillo difuminas mi perfil. Es tarde para que yo emprenda la retirada. Ay, impía sustancia que me salpicas. Blasfemo goteo que se derrama por cada fisura que ha abierto la fiebre. Dime, dime dónde habitas cuando no te manifiestas. Áspid mórbido que engulles mi boca hasta ahogar las palabras. Epílogo de mi límite que te extiendes a través de mis grietas. Me derribas sobre una nube y allí, sometido, exiges que deletree tu nombre: las-ci-via.



domingo, 10 de febrero de 2013

la partida


(Foto de álbum familiar)


Hablaban poco y en voz baja. Sabían que incluso el murmullo era un riesgo. Respiraban como seres acuáticos, tragando quedamente la saliva, sin expectorar ni su miedo ni su rabia. Dispersados por los rincones de la choza, aguzaban el oído. El día y la noche recorrían sus sombras, arropándoles. Agazapados sobre sí mismos, saboreaban la hiel de la resistencia ya inútil que les tornaba incorpóreos. De aquella situación inhóspita emergía una vez más el antiguo clamor de los desesperados. Sus manos se agarrotaban sobre el arma. Solo el más asténico del grupo había dejado imprudentemente a un lado su fusil para manejar un arma más letal. Con trazos firmes y silenciosos de carboncillo iba dibujando a cada uno de sus compañeros. “¿Por qué haces eso ahora? ¿No ves que nos pueden cazar de un momento a otro?”, susurró el más tosco. No respondió. Querrían contarse historias de sus vidas, pero la vigilia tensa no les permitía el mínimo despiste. Hubieran deseado reír con humoradas de sus respectivos pasados, si bien debían contener cualquier pensamiento hilarante. Al fin y al cabo ya se lo habían dicho todo a lo largo de aquella convivencia forzosa que les había descabalgado de la vida ordinaria. Solo los ojos les comunicaban. Los ojos, que hacían de su agudeza cómplice una mirada única. Colores y geometrías diferentes, miradas generosas o torvas, la oscuridad y la tensión del ámbito hacían que todos los ojos confluyeran como un solo ojo vigía. Sus miradas se coordinaban con todos los sentidos, reduciendo al mínimo los movimientos, simplificando los cuerpos. Solo algunos leves gestos con las manos. Apenas ciertos estremecimientos reprimidos. Tanta reducción de lo vivo no era encogimiento ni rendición. Aquella invisibilidad de los cuatro se configuraba como una fortaleza. Cualquier sonido exterior les excitaba más. Un ruido no localizado les predisponía ante lo inesperado. Todos sabían a qué atenerse. Tenían claro que en algún momento de su vida sonó una llamada. Las llamadas no se eligen, se imponen. Y hay que apostar, incluso sabiendo que se puede perder. Habían compartido anteriormente circunstancias análogas, en otros lugares, en otros tiempos que también les habían conducido al fracaso. Desde aquel cubil veían que la historia era una mala madre. Que las presuntas tareas de salvación que a veces emprenden los hombres no habían jugado a su favor. 

Sonó una detonación cercana. Luego, tras un silencio histérico, se multiplicó la descarga. Se astillaron las maderas del piso, saltaron las fallebas, quebraron los marcos de las ventanas y la caída de la encaladura de las paredes dejó al descubierto un ladrillo rojizo mordido. Es densa y negra la sangre que ahoga los cuerpos. Cuando los invasores dieron el alto el fuego recogieron el cuaderno del dibujante de la partida. “Mira en qué se entretenían estos perdedores”, dijo el que parecía el más culto del comando asaltante. “¿Serán sus cómplices?”, comentó otro al mirar los dibujos. Cada página del cuaderno representaba a uno de los cuatro hombres haciendo el amor con una mujer. Como si el último fogonazo de la partida fuera el recuerdo de lo mejor de su vida perdida.



martes, 5 de febrero de 2013

borrado

(Fotografía de Jorge Molder)



Al girar la mano vio con asombro que se habían borrado las lineas de su palma. “Tiene que ser solo un epílogo del sueño”, pensó entre dos luces. 

A veces al despertar hay un tiempo breve en que titubeamos y nos embarga la sensación de estar todavía al otro lado. En que nos cuesta ubicarnos en la conciencia. Se frotó los ojos, abrió el grifo del lavabo y expuso sus manos al agua gélida. “La circulación se activará”, se animó. Pero ni rastro de las rayas, ni huella de los pliegues más acusados ya por la edad. Acercó las manos a la lámpara y lo que se le mostró fue una superficie pulida, con una palidez que le espantó y cuya textura sintió rígida. "Si no fuera por el tamaño de mis manos pensaría que estoy naciendo de nuevo", se increpó. Siempre se había mostrado orgulloso de la arqueada diagonal que le garantizaba una existencia longeva y no menos contento había sentido por el trazo que le hablaba de fortuna. Aquella fe en los signos de sus palmas no había nacido de un día para otro, ni del tiempo en que necesitó probar creencias y explorar sendas esotéricas. Había sido su abuela la que de niño le fue enseñando. “Esta raya significa suerte con el dinero. Esta otra dice que vas a amar mucho y que las mujeres se te van a entregar. Esta de aquí que te van a reconocer como un artista con mucha imaginación. Y esta tan marcada que vas a ser eterno”. Poco a poco fue comprobando que cuanto le había pronosticado su abuela se iba realizando a lo largo de su vida. 

Sus manos eran su libro sagrado. Todo estaba, pues, escrito en aquellas líneas que, formando triángulos y trapecios, ganaban en lenguaje y en maleabilidad. Pero todo operaba también desde ellas. La agilidad, la calidez, la pericia. Temió entonces que con aquel borrado misterioso mermara su habilidad para la talla, en la que era un renombrado escultor. Y que su creatividad entrara en una parálisis. Sufrió al pensar que, como consecuencia de ello, su fortuna podría cambiar rotundamente. Y por último le invadió una angustia considerable al advertir que podía perder la sensibilidad con la que trataba a sus amantes. ¿Cómo iba a tomar otros cuerpos si sus manos quedaban desprovistas de destreza? ¿De qué manera iba a acariciar si sus dedos perdían calor? La simple idea de que las mujeres apenas percibieran la presión de sus manos hacía batir en retirada la disposición del resto de su cuerpo. Él se sentía extremadamente sensorial en el amor, y en absoluto soportaba la idea de ser considerado zafio. Pero ahora, ¿cómo podría trasladar sus sentimientos si había perdido el mapa que le indicaba la ruta? ¿De qué forma podría estimular y hacer partícipe a otra persona de sus pasiones si le abandonaba el tacto?

Dio un brinco cuando sintió que abrían la puerta de su habitación y escuchó que le decían: "Vas a llegar tarde. ¿Por qué no dejas tus fantasías amorosas para otro rato?".



sábado, 2 de febrero de 2013

un día cualquiera



(Fotografía de Jorge Molder)



Pruebo a abrir los ojos en la obscuridad. A apartar las mantas en la obscuridad. A ponerme en pie y extender las manos hacia el entorno invisible para no tropezar en la obscuridad. He aguzado la vista sin conseguir ver nada a través de la impenetrable obscuridad. He tenido la extraña y estúpida sensación de que la obscuridad me liberaba: no ver la geometría del espacio ni la limitación de los objetos ni los pasillos por donde desplazarme hace creer que todo ha desaparecido. He sentido el calor que se fugaba de mi cuerpo desnudo en medio de la obscuridad. El frío exterior iba llegando con su obscura impunidad. Ha habido un instante en que el choque de temperaturas sobre la superficie de mi piel me ha sobrecogido. He pulsado con las manos cada zona de mi cuerpo que iba enfriándose desigualmente. Me he vestido a obscuras, palpando los pliegues y las líneas de la ropa para no errar. He subido la persiana ante la obscuridad de fuera. He abierto la ventana y entraba más obscuridad. Qué hacer en medio de la obscuridad. No se puede uno mover sin riesgos en medio de la obscuridad. Los recorridos son titubeantes y cortos. Los movimientos se efectúan tan excesivamente prudentes como inútiles. Hay una cierta placidez protectora que llega desde la obscuridad. Engañosa o efímera, llegas a creer que estás seguro en la obscuridad. Pero acabas sintiéndote cansado rodeado por su inclemencia. Pregunta torpe que suena a traición: ¿Debería volver a la cama? Pero nada sería igual a un momento anterior. El hábitat no es solo el espacio de un jergón. La morada no existe sin el animal que la ocupa. El animal no es el mismo porque ha perdido su sueño, donde veía, y ahora todo se limita a esta maldita obscuridad. Debo estar de pie, me estiro para confirmarlo. Los sentidos ven cuando tú no ves. He cerrado los ojos, acto a través del cual todo es posible. Ha pasado tiempo y el tiempo también es obscuro. Y de pronto el resquicio ¿de una luz?, que aun proveniente de la obscuridad, quiere ser otra cosa, o quieres pensar que es otra cosa. Pero la obscuridad es como el desierto: te proporciona espejismos. Para qué abrir los ojos. Pongo los dedos en los párpados para tener la certeza de que aquella luz no se va a escapar. La luz se confirma. Quiere creer que desafía la obscuridad que todo lo expone, lo tiñe, lo ocupa. Debe haber una esquina de la noche donde se produzca el encuentro. Y luzca la luz.
  

miércoles, 30 de enero de 2013

desaparición


(Fotografía de Anders Petersen)


Hoy hace recuento de sus recuerdos. Un río chiquito. Una arboleda. Una huerta. Un gallinero. El caserón donde se aloja con la familia. Cuatro o cinco ventas más en la cercanía. Una cuesta hacia la ciudad. Un hospital y su murallón. Árboles frutales. Otro río un poco mayor. La presa del río. Los cultivos de maíz. El lúpulo serpenteando los chopos. La carretera, huérfana de vehículos, donde los perros se tienden a echar la siesta. Cada elemento físico lo puede desdoblar en otros. Cada espacio le conduce a un tipo de vivencias. Así, por ejemplo, el río implicaría la senda de ortigas y la fila de niños y jóvenes que van a nadar. La cuesta, la subida semanal a la ciudad para ir al cine. La taberna de la venta expele el olor a tinto pero también el de las tarteras de los obreros. La arboleda, el juego de escondite y el indescifrable enigma que suponían las niñas para los niños. El camino que atraviesa la arboleda tiene a sus pies algunas casas apartadas. En cada una de ellas subsiste un misterio. O una ocultación. ¿O acaso no es lo mismo? Los mayores les decían: "No os acerquéis a tal casa". Luego supo que unas mujeres llegadas de no se sabe dónde recibían allí a hombres de manera secreta. Otra de las casas es de lo más hermética que uno pudiera imaginarse. Las ventanas están siempre con las persianas echadas. No hay corral, ni perros, ni niños. Nadie de la vecindad ha entrado nunca. Viven dos hermanos adultos. Él trabaja en una fábrica cercana. También repara bicicletas. Es apocado. Va siempre vestido con un mono azul. Los domingos bebe de más, pero no molesta. Se muestra afable pero a la vez distante. Nunca habla de sí. A la mujer no la ve nadie. Dicen que baja a lavar al río cuando amanece. La gente de los alrededores la tiene estigmatizada. Los chicos la provocan y la llaman pestes cuando pasan delante de su puerta. Ella les contesta airada desde el interior, sin hacerse ver. El tiempo pasa muy lento por aquel país. Como mucho se mira al calendario para las fiestas, y a veces ni para eso. Las labores se guían por el cielo, como en los tiempos más antiguos. El tiempo transcurre sin que nadie sea su dueño. Más que un regalo los días son una condena. Una tarde de otoño el hermano se presenta en el cuartelillo. Que su hermana no aparece desde la víspera, dice al sargento. “Pero si no sale nunca - responde éste descreído- ¿Has mirado bien por toda la casa?”. "Sí, pero no está, he mirado hasta en el pozo", responde él sumiso. El guardia se vuelve más insolente, incluso sarcástico: “¿No será que se ha ido con alguno? Ya aparecerá.” El hombre se va y no vuelve por allí. No la busca, no la espera, no la añora. Nadie indaga. Una loca menos, dicen los vecinos. También dicen que por la noche hay una luz que no se apaga nunca.


viernes, 25 de enero de 2013

persecución


(Fotografía de Alex Howitt)



Le he visto por la calle. Él no me ha visto. O si me ha visto me ha ignorado. Le he observado. Estuve tentada a llamarle. Me dije: para qué. 

Iba despistado. O era una apariencia, una envoltura defensiva. Caminaba despacio. En ocasiones se paraba ante escaparates que no entendí qué interés podían suscitar en él, que despreciaba los comercios. Le he seguido. Como a veces se detenía de improviso y permanecía absorto, pude cruzar por detrás y situarme en otra posición desde la cual le divisaba con claridad. Su rostro mudó en breve tiempo varias veces. Tan pronto adquiría un gesto sombrío como distendía sus facciones. O bien enarcaba el ángulo de sus ojos y se mostraba grave o bien entreabría su boca con una sonrisa generosa. Pensé que todos aquellos cambios eran producidos por alguien que llegaba. Pero nadie se le acercó. Luego continuó caminando. Siempre fue muy propio de él combinar ritmos pausados con otros más veloces. Pude comprobar que se producía algo en este hombre que antes no era habitual. Su carencia repentina de expresión. Una mudez estatuaria. Un modo de permanecer de pronto reconcentrado, ausente, rígido, con la mirada perdida. 

Admito que me asusté un poco. Incluso pensé que siendo él no era el mismo. Uno puede llevar el mismo nombre, portar las mismas características en un cuerpo que no se altera todos los días, o al menos no lo hace de modo perceptible. Incluso puede conseguir que la gente del entorno acepte su máscara y le reconozcan en ella. Y sin embargo, vivir pequeñas metamorfosis, que ocultan su personalidad o hacen aflorar una nueva. Tuve la sensación de que hablaba solo en voz alta, moviendo atropelladamente los labios. O que se reía, ladeando la cabeza a un lado u otro, asintiendo o negando. Incluso vi que pesaroso se pasaba la mano por la frente, expeliendo agobio. Luego gesticuló ante su sombra con las manos o estiró y encogió el cuerpo alternativamente. 

No pude evitar seguir pendiente de sus pasos. Me arrastraba una mezcla de curiosidad y bochorno ajeno. ¿Tal vez una inconsciente necesidad de protegerle más allá del vacío que nos había dividido? Miré alrededor, en la convicción de que alguien se le aproximaría. Pero él se mezcló con la gente que iba nutriendo el bullicio del mediodía. Por unos momentos creí haberle perdido. Me apresuré. Le percibí nuevamente a cierta distancia. ¿Por qué tenía que darme pena aquella figura patética que deambulaba como un orate? Algo de los viejos tiempos que ha reblandecido el callo formado dentro de una, pensé. ¿El tiempo nos lleva a compadecernos de quienes fueron en algún momento nuestros enemigos? De pronto le vi de espaldas, ante una puerta. Ocupando con su estatura considerable todo el marco. Cuando se movió avanzó desde detrás suya una mujer de cabellos de fuego que, jugueteando,  se abrazó a él. 

Me escondí tras una columna del soportal. Me sentí miserable. Me consumí allí mismo.


domingo, 20 de enero de 2013

la muerta

(Fotografía de Vivian Maier)



“¿Creéis que estará bien muerta?”. Las niñas que se habían quedado sin amiguita hablaban quedamente. Sentadas en las escaleras de la antigua casa recordaban el ajetreo de las últimas horas. ¿Acaso hay mejor sitio que unas escaleras para las confidencias? Aquel era el lugar en que los tiempos y los quehaceres se repartían a lo largo del día. Donde las madres charlaban mientras se hacía la comida. O los hermanos mayores besaban a sus novias. Y también donde los vecinos recibían al casero. De ordinario las niñas tenían allí sus conciliábulos al atardecer, como si de una sociedad secreta se tratase. “Lo digo en serio”, insistió la que dudaba. “Deberíamos ir y comprobarlo”, dijo una más osada. “Siempre está acompañada, no va a ser sencillo”, replicó otra. “Mirad, no es difícil, aunque haya gente. Podemos hacer como si vamos a darle un beso y le ponemos la mano a la altura de la nariz o la olemos. O mejor aún, la pinchamos”, planteó la más razonadora. Habían puesto a la niña muerta en la misma habitación en que dormía. La funeraria había extendido una especie de tapiz blanco a lo largo de la pared principal, tapando los muebles. Todo era blanco. El ataúd, las flores, su vestido. “Ya sé que es la costumbre pero, chicas, qué sensación tan falsa da ese tono blanco. “, dijo una de ellas y añadió: “¿Por qué la pureza tiene que ser blanca?”. Estuvo a punto de darles a todas la risa, pero se contuvieron para no ser oídas. “Creo que al que se le ocurrió la idea fue porque echó los colores a suertes”. Nuevo esfuerzo por no romper a carcajadas. “No está bien que hagamos bromas, ya veis que la muerte existe. No era una amenaza de los mayores cuando hacíamos algo malo”, dijo la única niña del grupo que menos hablaba. “¿De qué se habrá muerto?”, pareció que coincidían todas a coro. “Mi hermano me ha dicho que hay muertes que son más misteriosas que otras”, comentó una de ellas. “A mí me parece que morirse siempre es un misterio, porque no se entiende bien que ayer respires y juegues y hoy no”, dijo la que siempre dudaba. “¿Y si se ha muerto de pureza?”, soltó la que apenas intervenía en las conversaciones. Todas se miraron y una habló por las demás: “Ah, entonces creo que nosotras estamos a salvo”.