...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

martes, 26 de marzo de 2013

confidencias


(Fotografía de Jorge Molder)



"Debo perderme una vez más por los caminos", me dice cuando entro en su estudio. "Al fin y al cabo, ¿acaso no es sino lo que he hecho siempre? Mi mundo, lo que creía mi mundo, se vuelve contra mí. No me refiero al ambiente exterior, cada vez más ingrato. Ni a las personas que se me aproximaron alguna vez con afecto y se alejaron cuando yo no supe darles respuesta. Alejado de los maestros de mi propio pasado, huérfano de la protección de quienes me dieron la vida, marginado por propia voluntad de cuantas enseñanzas recibí en forma de entes que me incorporaban a mi pesar, aprovechándose de mi inconsciencia o bien llegado el momento con mi anuencia, podría decirse que solo me queda el bagaje de lo vivido". Le encuentro con la taza en la mano, la mirada congelada, sorbiendo el café, restos de espuma en su barba. Sigue pontificando como tiene por costumbre cuando se siente extremadamente alterado. "La gente acepta la cómoda fe. La que sea. Entes imaginarios de todos los mundos, hasta de los más irreales e imposibles, la seguridad tribal, el dinero, el estatus, el amor, los proyectos de futuro. Todo irrelevante y vano”. Cuando habla de este modo me siento en un rincón y le escucho, sin interferir. Sé que se siente acogido por mi presencia, aunque exhiba una dureza que no es sino reflejo de su materia interior. “Eso de los proyectos de futuro es lo más ridículo que venden los últimos epígonos del mercado. Conceptos abstractos que gustan dotarles de formas donde creen encontrar su unidad más íntima. Sin percibir que están en sus manos o, mejor dicho, que siempre son de ellos. Esa práctica debe darles seguridad. La seguridad se ofrece como garante de la orfandad del individuo, aunque siempre implica un coste. Yo nunca logré ratificarme en esa seguridad, ni siquiera cuando me amparaba bajo alguna de sus formas. Me confirmaba sin embargo en la disidencia. Un resquicio por donde escapar era un pequeño trozo del camino que me enseñaba algo de mí”. 

A medida que avanzaba en su soliloquio me he espantado. Sonaba con un elevado tono dramático, como si invocara algún tipo de ruptura que no hubiera deseado anteriormente. Pero no he podido parar la amargura de sus palabras. “Tal vez por eso me dediqué a pintar. No me exigía llegar a parte alguna, ni pensar en unos ciclos que otros mortales se empeñaban en ir asegurando a lo largo de su vida. Pintaba y yo mismo me abstraía de la vida a medida que acababa un lienzo. Pintaba y veía el mundo conforme es, no de acuerdo a como quiere la gente que sea. Eso no me ha dado riqueza ni he sido acogido por los círculos ilustres, a los que maldigo. Porque ellos no quieren encontrar la belleza donde late, ni comprender la inteligencia espontánea de las formas, ni reconocer el carácter caótico que una composición retiene entre sus colores. Los pintores académicos y su corte de rebozados mercachifles solo buscan la transacción. Yo no he querido vender jamás mis obras al precio de un negocio vulgar, por mucho dinero que me ofrecieran, pero donde no existía un interés real por mi trabajo ni por las ideas que yo avanzaba en mis cuadros”. Me he acercado hasta él. Le he cogido su mano tibia: “¿Preparo más café?”. Pero no me ha oído, se ha puesto en pie, ha frotado su camisa donde unos lamparones aún húmedos amenazan con extenderse. “Eso que otros llaman edad yo lo llamo equipaje. Andar el camino ligero de equipaje es una idea que cuesta entender. Tiene resonancias antiguas y lejanas. Tomar lo experimentado como último recurso para sentirme atraído por la mera supervivencia es un desafío. Sublimar mi trabajo no me es suficiente. No son tiempos que nos den respuestas. Y no puedo seguir la ceguera de los hombres. Debo perderme una vez más para preguntarme si mereció la pena todo este recorrido”. Se echa una bufanda por el cuello, tantea los botones del chaquetón. Al pisar la calle ha sentido un escalofrío. No me cabe duda de que volverá tarde y ebrio.

Le esperé en vano. De par de mañana tomé el tren para Bohemia. No le volví a ver vivo.


domingo, 17 de marzo de 2013

suicidio de un pintor


(Fotografía de Anders Petersen)



La víspera de tirarse desde el último piso del edificio singular, Heinrich Weiss, apodado el pintor rojo, por los colores intensos que usaba en sus cuadros, soñó que se arrojaba al vacío. Se lo había confiado a una vieja amiga a la que telefoneó aquella mañana aciaga. La mujer no pudo aclarar nada más. Weiss solo le habló de un sueño y en ningún momento se refirió a que tuviera intención de convertirlo en realidad. Nadie supo si el sueño se impuso a la conciencia. O si alguna droga le hizo desvariar de manera fatal. El psicoanalista Joachim Liendlt, que le había tratado en ocasiones alternas, afirmó que probablemente había madurado durante un tiempo su determinación, y que en su obsesión por buscar el modo de quitarse la vida se le generaron pesadillas. “No, no tomaba últimamente ningún antidepresivo”, manifestó ante el forense que ordenó el levantamiento del cadáver. “No, que yo sepa no debía nada a nadie”, testificó su amigo Petrus, abogado. “En todo caso le debían a él, pero no tanto como para dejarle en la ruina y causarle una sensación de agobio que justificara su impulso destructivo”. Hellen Müller, la camarera del bar Die Meere, que había pasado tres días antes la noche con el artista, confirmó a la justicia que se encontraba muy animado. “Preparaba una exposición retroactiva de su obra. Muchos compradores habían cedido trabajos de Weiss el Rojo, simplemente a cambio de que constase su nombre bajo los cuadros. A la sombra de la creatividad de Weiss se sentían a su vez reconocidos”. El juez ordenó presentarse a la amiga que había recibido la llamada del pintor de par de mañana. “Sí, el sueño que me contó Heinrich era extraño y bastante enrevesado. Me dijo que había soñado que acababa con su vida, pero que desestimaba hacerlo en solitario. Que arrastraba a la muerte con él a otro hombre, al que achacaba de sus males.” El funcionario la interrumpió: “¿Le dio detalles? ¿Le habló de ese hombre?”. La mujer continuó: “Sí, me dijo que se trataba de un hombre anciano, que andaba tropezando contra las paredes. Alguien con el que ya había estado alguna vez y que le reprochaba constantemente conductas. Heinrich me dijo que en el sueño llegó a temer a aquel viejo, que sintió una mezcla de indignación, asco y miedo porque no podía librarse de su oneroso acompañamiento. Llegó a ser conmigo muy cruel, me matizó Heinrich”. 

Una vez tomado testimonio a los conocidos más próximos al desdichado Heinrich Weiss el juez cerró el caso. Firmó el acta donde hizo figurar lo siguiente: “El fallecido ha encontrado la muerte instantánea a causa de la caída sufrida desde una altura considerable, producida de modo voluntario, sin conocerse los motivos que pudieron haberle conducido a tomar esa determinación. No ha dejado carta alguna ni ha hecho declaraciones a amigos y familiares que pudieran arrojar luz sobre el caso ni si cabe la sospecha de que pudiera haber tenido lugar la intervención de otra u otras personas en el suceso. Por lo que procede y ordeno se siga el curso legal en orden a su exhumación. Etcétera”. 

Algunas revistas de arte de corte convencional y la díscola publicación Arbeiter Zeitung hablaron de la muerte y sobre todo de la vida del pintor rojo. Llamado así, aclararon una vez más, por la utilización intensa de ese cromatismo con que impregnaba todos sus trabajos. Al entierro no asistieron ni pocos ni muchos. La mujer que aquella mañana del trágico final de Weiss había recibido la confidencia de su sueño y que resultó ser la galerista Agniezska Ebin, leyó al pie de la tumba un escrito en memoria del fallecido. Destacó un texto que hizo vibrar a los presentes: “Tus colores ardían y toda la mirada acerca de lo que esperabas del mundo y de tu tiempo se fundió en uno solo en tu obra. Allí donde se fragua siempre la vida. Allí donde se preserva el magma de la Tierra. Allí donde nadie puede penetrar salvo los audaces como tú”. 

Mientras el contingente de deudos permanecía concentrado en el homenaje a Weiss, un anciano, achacoso y enfermo, se mantuvo a distancia del grupo, apoyándose de manera quebradiza en las lápidas del cementerio civil de la pequeña ciudad.


domingo, 10 de marzo de 2013

el trueque


(Fotografía de Anders Petersen)


Le pagaba en relatos y ella le daba, a cambio, placer. Con aquella actitud abrían un territorio que solamente ellos ocupaban. Lo llevaban en secreto. A veces improvisadamente. No mediaba sino una especie de trueque. La forma de intercambio menos tangible que cupiera imaginar. Ni siquiera podría denominarse transacción, aunque de algún modo lo fuera. Y ese mismo acuerdo les blindaba, tornándoles invisibles a los ojos ajenos. Les protegía. De los lugares lóbregos obtenían luz. Del encuentro casual hacían eternidad. Al principio se sentían guiados por la idea de un mero yo te doy, tú me das. Hasta conocerle a él ella solo había vivido la forma tradicional de lograr dinero de un hombre. No la manera más sucia: sabía de los chantajes que abundaban bajo la institución sacramental del matrimonio. Su oficio, al menos, dejaba las cosas claras desde el principio. Ahora se sentía dividida. No porque no obtuviera el valor usual, que cada vez le interesaba menos. Sino porque no percibía que el hombre le estuviera pagando al narrarle sus relatos. Con él no se sentía mercancía. En aquella fluctuación de concesiones, ¿qué pesaba más? ¿El relato subyugante que entregaba uno o las sutiles artes del amor que ella practicaba sobre el cuerpo de él? Tampoco el cuentista percibía en la actitud de la mujer una condescendencia obligada. Ambos se daban cuenta y lo comentaban. “Lo nuestro es raro, porque tampoco es amor, ¿verdad?”, decía ella. En realidad no preguntaba, sino que establecía conclusiones parciales que le permitieran seguir indagando, intrigada como se sentía con aquella relación extraña, pero sumamente grata. “Si no es amor, puede estar en camino”, respondía el hombre con ironía. “Enséñame a contar”, le pedía la mujer mientras mordisqueba el pecho velloso de su amante. “Enséñame tú a amar”, le replicaba él. Y el hombre seguía narrándole cuentos de matrimonios sospechosamente felices y obviamente infelices, de niños soldados que no querían guerrear, de amantes que huían para poder amarse mejor, de mujeres que se habían dado a la calle por despecho, de obreros de corazón noble que se rebelaban hastiados de sus tribulaciones . ”Cuéntamelo de nuevo", le pedía ella si le había gustado. Y él reiniciaba la fábula, introduciendo variaciones, añadiendo matices y en ocasiones imponiendo finales diferentes, espectaculares, enigmáticos. Sin exigirle por ello compensación. 

Un día él describió a la mujer del placer una historia semejante a la que estaban viviendo. Ella reconoció enseguida el argumento, se vio con claridad en él, comprobó la distancia recorrida en su vida desde que se encontrara con aquel hombre especial. De pronto le interrumpió. “No sigas la historia. Sáltala casi toda. Cuéntame solo el final”. Él calló, puso las manos sobre el rostro de la mujer y cerró sus párpados. La fue enterneciendo lentamente. Ella se deslizó bajo las caricias del hombre. Solo acertó a decir: “Has aprendido bien. No pongas punto final”.


miércoles, 6 de marzo de 2013

la expulsión


(Fotografía de Jorge Molder)


Fue a finales de primavera cuando mi madre echó de casa a mi padre. Aquel día, a la hora de comer, mi padre se levantó de la mesa, se dirigió a la letrina que hay en un rincón del patio y vomitó amplia y sonoramente. Mi madre había parado la comida con un golpe enérgico, muy en línea con las crisis repentinas que solían acecharla. Descargó sobre la mesa con una fuerza inusual la enorme fuente repleta de pimientos asados rojos y verdes, cebollas cocidas y berenjenas aderezadas abundantemente con aceite y vinagre, entre el susto y la sorpresa de todos. Al lado, el asado de cordero esperaba humeante a que el ritual de la fiesta diera cuenta de él. O mejor dicho, a que todos los chicos nos cebáramos en el festín. Pero mi padre sintió la ira de mi madre como un aviso decisivo. Hizo del trastorno de su cuerpo un argumento poderoso e imprevisto, y se ausentó. 

Como todos estábamos acostumbrados tanto a los silencios como a las descargas emocionales de nuestros padres no lo consideramos sino un episodio más de sus rencillas soterradas. Así que en cuanto pasó el fragor inicial, no secundado, como he dicho, por mi padre, seguimos comiendo ávidamente y jugando como si no hubiera pasado nada que no sucediera habitualmente. Nos atropellamos unos a otros, mientras nuestra madre, tensa y con ademanes bruscos, nos servía a cada uno la comida en el plato. Entre risas y apetito, todos los hermanos llenamos la mesa de griterío y empellones, sin dejarnos afectar por las discusiones de los mayores. 

Nuestra madre no comía. Nos recorría a cada uno con su mirada inmóvil, callada, mientras su rostro se mostraba cada vez más lívido. Trenzaba los dedos de ambas manos sin parar, unas veces en posición orante, otras chasqueando los nudillos. Hipnotizada, ausentada de la alegría de los niños, hincaba sus codos robustos sobre el tablero de la mesa como un símbolo de su arraigo en la casa. Pero como aquella era una actitud ya sabida, la respuesta a un agotamiento pasajero por el desfogue colérico que de ordinario duraba poco rato, nosotros no le dimos importancia. Fue cuando bajó del piso superior nuestro padre, embutido en su traje de los domingos, con una maleta en la mano, cuando todos comprendimos inmediatamente que sí, que en aquella ocasión nuestra madre había expulsado a nuestro padre de casa. 

Creo que ella no se lo esperaba. No habían mediado palabra y sin embargo ambos movían sin reserva ficha, y pulsaban una jugada de difícil ganador. No entendimos el juego. Sin embargo ellos actuaban en consecuencia. Y de qué manera. Mi padre fue hacia la puerta, serio y altivo. Interrumpió por un instante su pose para sonreírnos y se refugió nuevamente en su ceño. Aparentemente no dejaba traslucir enojo. Incluso su porte emitía una majestuosidad contenida como si se hallara ante una autoridad poderosa y no ante mi madre. ¿O tal vez no había nada más omnipotente que ella? La tenue pero franca sonrisa que nos dirigió nuestro padre la agradecimos todos, pero a mí me dividió. Por un lado, admiré su decisión contundente. Me agradaba que por fin él viera la situación con claridad. Probablemente yo era el único de todos los hermanos que supo captar su mundo interior vibrante y viajero. Muchos años después me confesó que no podía estar reprimiendo permanentemente sus sueños. Que se sentía agotado por su propia conducta, encauzada siempre a través de desiguales y efímeras apetencias. Que no podía soportar más los límites de sus propias actividades desordenadas. 

Fue un clamor impetuoso el que tuvo que escuchar mi padre a sus espaldas al llegar al zaguán. “Vete de una vez", bramó mi madre. "Que te mantengan tus sueños. Que te enriquezcan tus inventos. Que te den de comer tus bondades para con otros. Que te hagan feliz tus amantes. Ya volverás con la cabeza gacha cuando te apagues “. Nunca regresó mi padre. A partir de aquel día todos crecimos más deprisa.


sábado, 2 de marzo de 2013

el mutilado


(Fotografía de Dieter Appelt)



“Los vivos se apoyan en los vivos. ¿Se ha visto alguna vez que los muertos respalden a los que se quedan en esta orilla?”, solía responder el antiguo fresador Herman Oder a quienes se compadecían de su estado. No obstante, se consideraba a sí mismo un mutilado afortunado. Podía caminar, si bien con lentitud y un movimiento algo exagerado del cuerpo, e incluso exhibir cierta altivez. Piernas acortadas. Bastones de cada mano. Precisión quebradiza en sus pasos. Era como reaprender lo funcional de la vida. No podían otros decir lo mismo. Mancos que deambulaban amargados, llevando colgado del cuello un cajetín con cigarrillos y caramelos de menta. Amputados de medio cuerpo que parecían guiñoles sobre pequeñas plataformas con ruedas, apostados a la entrada de los teatros o de los túneles. Monstruosos bultos que en el buen tiempo eran sacados a pasear por algún familiar, envueltos en una sábana, sobre una carretilla adaptada para la circunstancia. Había un caso extremo -¿acaso alguno de ellos no era sino una desgracia excesiva?- particularmente abominable y de difícil aceptación. El mutilado de rostro,  cuyas facciones se habían borrado  de tal modo  que se juntaban las huellas de unos ojos casi desaparecidos con lo que quedaba de unas orejas o con el residuo de una boca achicada. Desfigurados por los ácidos de las bombas más macabras, eran conocidos como los fantasmas, sufriendo también el rechazo de los demás lisiados. 

Aunque a las autoridades les molestaba cada vez más la imagen que ofrecían por las calles los mutilados, condescendían de mala gana. Les venía muy bien utilizarlos para los discursos como ejemplo de heroicidad en una guerra que se había perdido. El agradecimiento por los servicios prestados se quedaba en una vacua exaltación que nada aportaba a los forzados indigentes. Una guerra ganada habría proporcionado también seguramente este tipo de vidas infaustas, pero percibirían al menos una pensión menos mísera y probablemente unos cuidados que hicieran más digna su existencia. Herman, desde su posición más privilegiada, se creía en la obligación de erigirse en portavoz de las voces que no pronunciaban los demás. Incluso de la queja y la denuncia. No soportaba el lamento y mucho menos la resignación. “Las familias han agradecido más recibir a sus muertos”, decía con tono de imprecación. “Al menos, en medio de esta escasez, ya no tienen cargas que cuidar ni inútiles que alimentar”. Para muchos de sus colegas de la desgracia se había convertido en un profeta, no solo poniendo el dedo en la llaga de la abyección de una guerra, sino advirtiendo sobre la propia humillación que les castigaba con la dureza de las privaciones de los años posteriores . 

Herman el fresador no se andaba con tapujos. Muchos le consultaban, acuciados entre la miseria y la desesperación. “Voy a pedir que me tiren al tren”, le decían unos. “O ya he hablado con mis hermanos acerca de si están dispuestos a ahogarme en el río”, le hacían otros la confidencia. Él los entendía, pero se resistía a animarles a dar el paso. Consideraba que si la gente se suicidaba constituiría un triunfo más del Estado que les había conducido a aquel oprobio. La policía sabía de aquellas consultas al improvisado líder de los tullidos. Muchos ya habían desaparecido pero la racha de suicidios había disminuido considerablemente desde que se acercaran a él. Era como si de pronto aquella legión de desecho humano quisiera vivir. De mostrarse hasta entonces amargados, huidizos y violentos en ademanes y en palabras, incapaces de concebir una sonrisa franca, en poco tiempo manifestaban una mayor locuacidad, cierta bondad inédita y hasta un punto de concupiscencia que por sí misma daba idea de que recuperaban ganas de vivir. Se sentían capitaneados por un hombre cuya esperanza parecía consistir en no perder la esperanza. Algo ilusorio tras tantas desdichas en sus cuerpos y en su entorno. 

Una mañana, el fresador tullido no fue visto por las avenidas ni por las callejuelas que solía transitar para encontrarse con los mutilados. Al cabo de dos días corrió la voz de que su cadáver había aparecido con heridas recientes flotando en uno de los canales que recorren la parte oeste de la ciudad. No salió nada en los periódicos porque estos prestaron mayor atención a dos líderes políticos, un hombre y una mujer, que también habían sido hallados asesinados en las aguas del río principal. La ingente horda de los minusválidos desfiló ante la casa de Herman el fresador casi paralelamente a la que tuvo lugar ante los revolucionarios muertos. Fue una lenta y zarrapastrosa procesión de la indigencia y de la mutilación. También de la dignidad y del clamor antibélico. Sabían que aquel día habían perdido a tres líderes. Pero sobre todo sentían el suyo propio como solo quienes han sido engañados en los frentes de batalla pueden comprender.




martes, 26 de febrero de 2013

inconclusa


(Fotografía de Jorge Molder)



“Ya sé que no tiene usted por qué creer a un desconocido, y mucho menos quererlo”. Así empezó la carta. “Creer y querer son dos verbos a cual más disputados. Como si entrañaran dificultad en conjugarse. Son dos verbos que probablemente engañan a primera vista. Todos nos apuntamos a creer y a querer por inercia. Ciertamente eso sucede de modo más enfático cuando se es joven. A cierta edad te atreves menos a pronunciar con contundencia un yo creo o un yo quiero…Pero ambos términos nos persiguen. ¿Beberán de la misma fuente?, me pregunto con frecuencia. ¿Se puede querer sin conceder un mínimo de credibilidad a la persona? ¿Se puede creer en ella sin sentir, de algún modo, interiormente, un acercamiento? Las palabras no existen en una naturaleza abstracta. Se interiorizan para expresar nuestro instinto profundo. Y lo que llevamos dentro es, probablemente, otra cosa. Sentimientos, apetencias, atracción. ¿Más palabras?, me diría usted. Ya ve, tengo la impresión de que es su ausencia la que las convoca. Esta especie de desazón que me va embargando al no saber nada de usted. Saber. Otro verbo crucial en nuestras vidas. Con todas sus direcciones y sus sentidos, con todas sus intenciones y límites. He preguntado algunos días por la mujer del perrito al camarero del café; lo he hecho discretamente. El último día no tuvo reparos: qué más quisiera uno que darle satisfacción, señor. Eso me dijo. El último día fue ayer. Sentarme en ese lugar era antes algo ocasional. Ahora soy un asiduo. A veces tengo la sensación de que todo el mundo está pendiente de mí que, no obstante, mantengo las formas. No soy un adolescente para mostrar nerviosismo. Además, puedo asegurarla que no pierdo el tiempo. Repaso la prensa, avanzo en alguna de mis últimas lecturas, tomo notas de mis propias ocurrencias. Hoy he querido dar un paso más. Escribirle esta carta. Sin saber bien qué decir, sin estar seguro de que pueda ser enviada, puesto que desconozco una dirección. Pero queriendo que usted entienda las acechanzas que van rodeándome. Que a estas alturas me inquiete una presencia no real, pero deseada, tiene algo de espectro que intenta apoderarse de mí, ¿no? Usted me diría ahora mismo: desear, he ahí otro verbo con su matiz, que a veces es un saco roto y otras una sugerencia muy precisa. Deseamos para cubrir carencias y acaso deseamos para destrozar las pertenencias. Oh, no quería decir esto. Llega un momento en que las experiencias vividas en el pasado se mezclan y perturban. No voy a borrar, no obstante, lo dicho. Que sepa usted que detrás de mi apariencia también hay un margen de confusión y de debilidad. Reconocerlo, ¿no es una manera de brindarle una aproximación? Tal vez usted prefiera ignorarme al hacerle estas confidencias. Correré el riesgo. Pero hágame saber…” 

Llegado a este punto dudó si seguir o romper la carta. Pidió un calvados para paliar su desconcierto. Estaba escribiendo a un fantasma.


jueves, 21 de febrero de 2013

monólogo


(Fotografía de Saul Leiter)


Qué sabe nadie de nuestro sufrimiento. No saben pero bien lo causan. Echan tanta leña al fuego. Por qué tenemos que vivir conforme a sus reglas. El chico merecía que le dejara la bici en condiciones. No es como los otros. Se le nota en la mirada, en la actitud. No me ve como el pobre hombre que dicen los demás que soy. Si este chico estuviera aquí todo el año probablemente sería de la misma ralea. No sé. Es difícil saber si uno es como es por su propia naturaleza o por el influjo de los demás. Me pregunto si se acordará de mí cuando se vaya. Si me cae bien no es por su familia. Ni su familia ni las demás del barrio son justas conmigo. Pusilánime: eso es lo que me llaman. El chaval no. Él es tan diferente. Está siempre pendiente de mis palabras. Observa los trabajos que hago. El otro día me dijo que podía enseñarle a arreglar bicicletas. Le contesté que este oficio no lleva a ninguna parte. Él no se mete en mi vida. Me habla de la ciudad de donde viene a pasar todos los veranos. Una ciudad del sur de la que yo no había oído hablar mucho. Allí son otros aires. Puede que haya de todo, pero tanta hipocresía como aquí lo dudo. Cuánto oprobio, disimulado con parabienes falsos y acompañado de sonrisas y chanzas, hemos tenido que aguantar. Qué saben ellos de lo que mi hermana y yo hemos padecido. Ser diferentes no estuvo bien visto nunca. Tener que aparentar y vivir una vida en secreto es duro. No se hacen idea. Ser consecuentes con nuestro fuero íntimo ha sido también nuestra condena. ¿Se podrá llegar a vivir alguna vez como uno quiera? Tanto ocultar nuestras creencias sobre la vida y sobre los sentimientos pesa demasiado. Esta tensión entre preservar nuestra intimidad y tener que mostrar por ahí otra cara desquicia. A mí se me da mejor; a ella no. Cuesta dejar a salvo la creencia más profunda: la de la atracción, la del deseo. Nuestra supervivencia hubiera sido más cómoda si no hubiera ocurrido lo del hijo. Desde que mi hermana tuvo el niño y a continuación dejó de tenerlo todo ha sido tormento. El niño que ambos deseamos pero que era imposible reconocer. Qué saben todas las familias de por aquí. Ella no pudo con la presión. Se aisló para protegerse de los demás pero no pudo hacerlo de sí misma. Luego las habladurías. Es fácil llamar loco a alguien. No te adaptas a lo estipulado y estás loco. Se admiten las rarezas si cumples sus preceptos. Si no lo haces, los otros dan por hecho que has traspasado el margen de la cordura. Como si ellos pudieran hablar en voz alta. Pueden porque mandan, no porque les asista la razón. Dicen que ha desaparecido. Mi hermana dejó de estar hace mucho tiempo. Su mente la secuestró. Su alma la devoró en la oscuridad. Para la autoridad y los vecinos es ausencia. Que lo sigan creyendo.


domingo, 17 de febrero de 2013

la bicicleta


(Fotografía de Cartier-Bresson)



El chico ha ido a que Rufino le arregle el piñón de su bicicleta. Tanto subir y bajar la cuesta y en una de esas no se matado de milagro. Desde que desapareció su hermana encuentra a Rufino más hablador y, acaso, menos triste. “Te pondré uno nuevo”, le dice Rufino, y añade: “No es una bici de competición precisamente pero lo importante es que tú te lo creas”. El chico está eufórico y se queda allí; quiere ver las manos de artista de un mecánico de bicicletas. “Porque tú eres un artista, ¿verdad, Rufino?” le da palique a éste. “Mi padre dice que todo el que hace algo con la mente o con las manos es un artista. A ti te va más esto que la fábrica, ¿a que sí?” Rufino asiente. Luego, con las manos ennegrecidas de grasa, entra al trapo: “Cree a tu padre, sabe lo que dice. Hay gente que es artista sin abrir la boca y no decir ni pío. Y cuando habla sus palabras son tan exactas como un engranaje, mismo como esta cadena que te va a dejar pedalear de primera. Luego hay otras personas que tienen manos especiales, muy hábiles. Tienes el caso del alfarero que hay a la salida del pueblo. Y el no va más son aquellos que suman cabeza y brazos, pero de estos quedan pocos por aquí. Son los que más piden desde el extranjero”. “Yo creo que tú eres de estos, Rufino, y no te has ido”, le replica el chico. “No pude irme antes y no puedo irme ya ahora. Mi hermana puede aparecer en cualquier momento”, responde el hombre con una cadencia lenta, casi apagada. Y él: “Los guardias creen que no volverá, y la gente dice más, dice que acaso no estaba…” Le corta el mecánico: “¿Tan loca?”. “Eh, que no lo digo yo, lo dicen por ahí, ya sabes qué lengua tan venenosa tiene la gente”, se sonroja el chaval. Rufino se explaya: “Ya sé que tú no eras de los que se metían con ella. No te preocupes. El vecindario no sabe de qué habla. ¿Quién conoce lo que pasa realmente en cada familia? ¿Las expresiones que se exteriorizan? ¿Las cosas raras que todo el mundo hace? ¿Las apariencias? Conozco a algunos de la zona que han hecho verdaderas barbaridades y no solo nadie se mete con ellos sino que van de modélicos, y se les reconoce, y hasta tienen cargos. Pero precisamente por esto, porque han caído bien a los de arriba nadie dice ni mu de ellos.” El chico calla y se queda abstraído; rompe el silencio: “Pero eso no está bien, no sé, nunca he sabido porqué la vecindad la cogió con vosotros”. “Muy fácil”, dice el arreglador de bicicletas, “los pobres somos siempre la diana de los falsos, de los mediocres, de quienes se creen que son alguien en la escala social y no pasan de ser sino meapilas y correveidiles de los que tienen la fuerza”. Rufino se calló de pronto. “Perdona, probablemente no entiendas bien lo que te digo, pero alguna vez tenías que oírlo.” 

Él había ido solo a que le arreglaran el piñón, y está contento porque Rufino haya terminado la tarea. “Ya la tienes. Ah, y no me debes nada. Me has pagado sobradamente al escucharme. Y alguien que escucha atentamente como tú es de fiar”. El chico salió contento. “Dos pájaros de un tiro”, pensó. “La bici en forma y la humanidad de Rufino.” Ni el mecánico ni él volvieron a mencionar a su hermana desaparecida. Aquel día, al bajar la cuesta, le paró la guardia: “¿Vienes del taller del hermano de la loca, ¿eh? Ten cuidado, no vaya a ser que esté tan pirado como ella. Tal vez no lo sepas, pero Rufino tiene ideas muy raras; no hay que hacerle caso”. Al ponerse a pedalear de nuevo, el chico sintió hervir su sangre. No había ganado una bicicleta casi nueva únicamente, sino la complicidad de alguien que era un artista de las manos y sobre todo de la cabeza. Alguien a quien la gente no quería comprender. O no podía entender.


jueves, 14 de febrero de 2013

silábica


(Fotografía de Saul Leiter)




Al principio resulta tan lejano su rumor. Emerge como la corriente menuda y fina de una fontana. Allí bebo, allí veo por primera vez su rostro. Su asonancia fluye como un aura en torno a mi silueta. Prevé la distancia y aguarda. Aún no distingo con claridad cómo acecha. Opiácea sensación. Prurito que se instala lentamente sobre mi piel. Fruto silvestre que crece sobre mis pasos ingenuos. Tibia y húmeda eclosión de mis raíces. Agarrotado crecimiento que cierra el perímetro de mis ansias. Vértigo amargo en cuya espiral me enredo. Las  primeras heridas desnudan mis entrañas. Extrema ductilidad que me aparta inexplicablemente del mundo. Brindas por mi disolución apenas alzas tu copa invisible. Me ofreces renacer como la floresta que me rodea. Sinuosa constricción de todos mis órganos. Perversa voluntad que va ocupando cada hueco que he dejado al descubierto. Me rindes atrapándome en tu amable reverberación. Unísona llamada que se desplaza bárbara sobre cada defensa que voy abandonando. Yo, que no creo en los nombres, agudizo los sentidos ante tus arcanas sílabas. No me resisto a tu sonido frágil que, al impactar sobre mis vísceras, se vuelve oneroso. Empiezo a advertir tu faz. Extiendo las manos y casi descubro tus facciones. Con trazos ágiles de carboncillo difuminas mi perfil. Es tarde para que yo emprenda la retirada. Ay, impía sustancia que me salpicas. Blasfemo goteo que se derrama por cada fisura que ha abierto la fiebre. Dime, dime dónde habitas cuando no te manifiestas. Áspid mórbido que engulles mi boca hasta ahogar las palabras. Epílogo de mi límite que te extiendes a través de mis grietas. Me derribas sobre una nube y allí, sometido, exiges que deletree tu nombre: las-ci-via.



domingo, 10 de febrero de 2013

la partida


(Foto de álbum familiar)


Hablaban poco y en voz baja. Sabían que incluso el murmullo era un riesgo. Respiraban como seres acuáticos, tragando quedamente la saliva, sin expectorar ni su miedo ni su rabia. Dispersados por los rincones de la choza, aguzaban el oído. El día y la noche recorrían sus sombras, arropándoles. Agazapados sobre sí mismos, saboreaban la hiel de la resistencia ya inútil que les tornaba incorpóreos. De aquella situación inhóspita emergía una vez más el antiguo clamor de los desesperados. Sus manos se agarrotaban sobre el arma. Solo el más asténico del grupo había dejado imprudentemente a un lado su fusil para manejar un arma más letal. Con trazos firmes y silenciosos de carboncillo iba dibujando a cada uno de sus compañeros. “¿Por qué haces eso ahora? ¿No ves que nos pueden cazar de un momento a otro?”, susurró el más tosco. No respondió. Querrían contarse historias de sus vidas, pero la vigilia tensa no les permitía el mínimo despiste. Hubieran deseado reír con humoradas de sus respectivos pasados, si bien debían contener cualquier pensamiento hilarante. Al fin y al cabo ya se lo habían dicho todo a lo largo de aquella convivencia forzosa que les había descabalgado de la vida ordinaria. Solo los ojos les comunicaban. Los ojos, que hacían de su agudeza cómplice una mirada única. Colores y geometrías diferentes, miradas generosas o torvas, la oscuridad y la tensión del ámbito hacían que todos los ojos confluyeran como un solo ojo vigía. Sus miradas se coordinaban con todos los sentidos, reduciendo al mínimo los movimientos, simplificando los cuerpos. Solo algunos leves gestos con las manos. Apenas ciertos estremecimientos reprimidos. Tanta reducción de lo vivo no era encogimiento ni rendición. Aquella invisibilidad de los cuatro se configuraba como una fortaleza. Cualquier sonido exterior les excitaba más. Un ruido no localizado les predisponía ante lo inesperado. Todos sabían a qué atenerse. Tenían claro que en algún momento de su vida sonó una llamada. Las llamadas no se eligen, se imponen. Y hay que apostar, incluso sabiendo que se puede perder. Habían compartido anteriormente circunstancias análogas, en otros lugares, en otros tiempos que también les habían conducido al fracaso. Desde aquel cubil veían que la historia era una mala madre. Que las presuntas tareas de salvación que a veces emprenden los hombres no habían jugado a su favor. 

Sonó una detonación cercana. Luego, tras un silencio histérico, se multiplicó la descarga. Se astillaron las maderas del piso, saltaron las fallebas, quebraron los marcos de las ventanas y la caída de la encaladura de las paredes dejó al descubierto un ladrillo rojizo mordido. Es densa y negra la sangre que ahoga los cuerpos. Cuando los invasores dieron el alto el fuego recogieron el cuaderno del dibujante de la partida. “Mira en qué se entretenían estos perdedores”, dijo el que parecía el más culto del comando asaltante. “¿Serán sus cómplices?”, comentó otro al mirar los dibujos. Cada página del cuaderno representaba a uno de los cuatro hombres haciendo el amor con una mujer. Como si el último fogonazo de la partida fuera el recuerdo de lo mejor de su vida perdida.



martes, 5 de febrero de 2013

borrado

(Fotografía de Jorge Molder)



Al girar la mano vio con asombro que se habían borrado las lineas de su palma. “Tiene que ser solo un epílogo del sueño”, pensó entre dos luces. 

A veces al despertar hay un tiempo breve en que titubeamos y nos embarga la sensación de estar todavía al otro lado. En que nos cuesta ubicarnos en la conciencia. Se frotó los ojos, abrió el grifo del lavabo y expuso sus manos al agua gélida. “La circulación se activará”, se animó. Pero ni rastro de las rayas, ni huella de los pliegues más acusados ya por la edad. Acercó las manos a la lámpara y lo que se le mostró fue una superficie pulida, con una palidez que le espantó y cuya textura sintió rígida. "Si no fuera por el tamaño de mis manos pensaría que estoy naciendo de nuevo", se increpó. Siempre se había mostrado orgulloso de la arqueada diagonal que le garantizaba una existencia longeva y no menos contento había sentido por el trazo que le hablaba de fortuna. Aquella fe en los signos de sus palmas no había nacido de un día para otro, ni del tiempo en que necesitó probar creencias y explorar sendas esotéricas. Había sido su abuela la que de niño le fue enseñando. “Esta raya significa suerte con el dinero. Esta otra dice que vas a amar mucho y que las mujeres se te van a entregar. Esta de aquí que te van a reconocer como un artista con mucha imaginación. Y esta tan marcada que vas a ser eterno”. Poco a poco fue comprobando que cuanto le había pronosticado su abuela se iba realizando a lo largo de su vida. 

Sus manos eran su libro sagrado. Todo estaba, pues, escrito en aquellas líneas que, formando triángulos y trapecios, ganaban en lenguaje y en maleabilidad. Pero todo operaba también desde ellas. La agilidad, la calidez, la pericia. Temió entonces que con aquel borrado misterioso mermara su habilidad para la talla, en la que era un renombrado escultor. Y que su creatividad entrara en una parálisis. Sufrió al pensar que, como consecuencia de ello, su fortuna podría cambiar rotundamente. Y por último le invadió una angustia considerable al advertir que podía perder la sensibilidad con la que trataba a sus amantes. ¿Cómo iba a tomar otros cuerpos si sus manos quedaban desprovistas de destreza? ¿De qué manera iba a acariciar si sus dedos perdían calor? La simple idea de que las mujeres apenas percibieran la presión de sus manos hacía batir en retirada la disposición del resto de su cuerpo. Él se sentía extremadamente sensorial en el amor, y en absoluto soportaba la idea de ser considerado zafio. Pero ahora, ¿cómo podría trasladar sus sentimientos si había perdido el mapa que le indicaba la ruta? ¿De qué forma podría estimular y hacer partícipe a otra persona de sus pasiones si le abandonaba el tacto?

Dio un brinco cuando sintió que abrían la puerta de su habitación y escuchó que le decían: "Vas a llegar tarde. ¿Por qué no dejas tus fantasías amorosas para otro rato?".



sábado, 2 de febrero de 2013

un día cualquiera



(Fotografía de Jorge Molder)



Pruebo a abrir los ojos en la obscuridad. A apartar las mantas en la obscuridad. A ponerme en pie y extender las manos hacia el entorno invisible para no tropezar en la obscuridad. He aguzado la vista sin conseguir ver nada a través de la impenetrable obscuridad. He tenido la extraña y estúpida sensación de que la obscuridad me liberaba: no ver la geometría del espacio ni la limitación de los objetos ni los pasillos por donde desplazarme hace creer que todo ha desaparecido. He sentido el calor que se fugaba de mi cuerpo desnudo en medio de la obscuridad. El frío exterior iba llegando con su obscura impunidad. Ha habido un instante en que el choque de temperaturas sobre la superficie de mi piel me ha sobrecogido. He pulsado con las manos cada zona de mi cuerpo que iba enfriándose desigualmente. Me he vestido a obscuras, palpando los pliegues y las líneas de la ropa para no errar. He subido la persiana ante la obscuridad de fuera. He abierto la ventana y entraba más obscuridad. Qué hacer en medio de la obscuridad. No se puede uno mover sin riesgos en medio de la obscuridad. Los recorridos son titubeantes y cortos. Los movimientos se efectúan tan excesivamente prudentes como inútiles. Hay una cierta placidez protectora que llega desde la obscuridad. Engañosa o efímera, llegas a creer que estás seguro en la obscuridad. Pero acabas sintiéndote cansado rodeado por su inclemencia. Pregunta torpe que suena a traición: ¿Debería volver a la cama? Pero nada sería igual a un momento anterior. El hábitat no es solo el espacio de un jergón. La morada no existe sin el animal que la ocupa. El animal no es el mismo porque ha perdido su sueño, donde veía, y ahora todo se limita a esta maldita obscuridad. Debo estar de pie, me estiro para confirmarlo. Los sentidos ven cuando tú no ves. He cerrado los ojos, acto a través del cual todo es posible. Ha pasado tiempo y el tiempo también es obscuro. Y de pronto el resquicio ¿de una luz?, que aun proveniente de la obscuridad, quiere ser otra cosa, o quieres pensar que es otra cosa. Pero la obscuridad es como el desierto: te proporciona espejismos. Para qué abrir los ojos. Pongo los dedos en los párpados para tener la certeza de que aquella luz no se va a escapar. La luz se confirma. Quiere creer que desafía la obscuridad que todo lo expone, lo tiñe, lo ocupa. Debe haber una esquina de la noche donde se produzca el encuentro. Y luzca la luz.
  

miércoles, 30 de enero de 2013

desaparición


(Fotografía de Anders Petersen)


Hoy hace recuento de sus recuerdos. Un río chiquito. Una arboleda. Una huerta. Un gallinero. El caserón donde se aloja con la familia. Cuatro o cinco ventas más en la cercanía. Una cuesta hacia la ciudad. Un hospital y su murallón. Árboles frutales. Otro río un poco mayor. La presa del río. Los cultivos de maíz. El lúpulo serpenteando los chopos. La carretera, huérfana de vehículos, donde los perros se tienden a echar la siesta. Cada elemento físico lo puede desdoblar en otros. Cada espacio le conduce a un tipo de vivencias. Así, por ejemplo, el río implicaría la senda de ortigas y la fila de niños y jóvenes que van a nadar. La cuesta, la subida semanal a la ciudad para ir al cine. La taberna de la venta expele el olor a tinto pero también el de las tarteras de los obreros. La arboleda, el juego de escondite y el indescifrable enigma que suponían las niñas para los niños. El camino que atraviesa la arboleda tiene a sus pies algunas casas apartadas. En cada una de ellas subsiste un misterio. O una ocultación. ¿O acaso no es lo mismo? Los mayores les decían: "No os acerquéis a tal casa". Luego supo que unas mujeres llegadas de no se sabe dónde recibían allí a hombres de manera secreta. Otra de las casas es de lo más hermética que uno pudiera imaginarse. Las ventanas están siempre con las persianas echadas. No hay corral, ni perros, ni niños. Nadie de la vecindad ha entrado nunca. Viven dos hermanos adultos. Él trabaja en una fábrica cercana. También repara bicicletas. Es apocado. Va siempre vestido con un mono azul. Los domingos bebe de más, pero no molesta. Se muestra afable pero a la vez distante. Nunca habla de sí. A la mujer no la ve nadie. Dicen que baja a lavar al río cuando amanece. La gente de los alrededores la tiene estigmatizada. Los chicos la provocan y la llaman pestes cuando pasan delante de su puerta. Ella les contesta airada desde el interior, sin hacerse ver. El tiempo pasa muy lento por aquel país. Como mucho se mira al calendario para las fiestas, y a veces ni para eso. Las labores se guían por el cielo, como en los tiempos más antiguos. El tiempo transcurre sin que nadie sea su dueño. Más que un regalo los días son una condena. Una tarde de otoño el hermano se presenta en el cuartelillo. Que su hermana no aparece desde la víspera, dice al sargento. “Pero si no sale nunca - responde éste descreído- ¿Has mirado bien por toda la casa?”. "Sí, pero no está, he mirado hasta en el pozo", responde él sumiso. El guardia se vuelve más insolente, incluso sarcástico: “¿No será que se ha ido con alguno? Ya aparecerá.” El hombre se va y no vuelve por allí. No la busca, no la espera, no la añora. Nadie indaga. Una loca menos, dicen los vecinos. También dicen que por la noche hay una luz que no se apaga nunca.


viernes, 25 de enero de 2013

persecución


(Fotografía de Alex Howitt)



Le he visto por la calle. Él no me ha visto. O si me ha visto me ha ignorado. Le he observado. Estuve tentada a llamarle. Me dije: para qué. 

Iba despistado. O era una apariencia, una envoltura defensiva. Caminaba despacio. En ocasiones se paraba ante escaparates que no entendí qué interés podían suscitar en él, que despreciaba los comercios. Le he seguido. Como a veces se detenía de improviso y permanecía absorto, pude cruzar por detrás y situarme en otra posición desde la cual le divisaba con claridad. Su rostro mudó en breve tiempo varias veces. Tan pronto adquiría un gesto sombrío como distendía sus facciones. O bien enarcaba el ángulo de sus ojos y se mostraba grave o bien entreabría su boca con una sonrisa generosa. Pensé que todos aquellos cambios eran producidos por alguien que llegaba. Pero nadie se le acercó. Luego continuó caminando. Siempre fue muy propio de él combinar ritmos pausados con otros más veloces. Pude comprobar que se producía algo en este hombre que antes no era habitual. Su carencia repentina de expresión. Una mudez estatuaria. Un modo de permanecer de pronto reconcentrado, ausente, rígido, con la mirada perdida. 

Admito que me asusté un poco. Incluso pensé que siendo él no era el mismo. Uno puede llevar el mismo nombre, portar las mismas características en un cuerpo que no se altera todos los días, o al menos no lo hace de modo perceptible. Incluso puede conseguir que la gente del entorno acepte su máscara y le reconozcan en ella. Y sin embargo, vivir pequeñas metamorfosis, que ocultan su personalidad o hacen aflorar una nueva. Tuve la sensación de que hablaba solo en voz alta, moviendo atropelladamente los labios. O que se reía, ladeando la cabeza a un lado u otro, asintiendo o negando. Incluso vi que pesaroso se pasaba la mano por la frente, expeliendo agobio. Luego gesticuló ante su sombra con las manos o estiró y encogió el cuerpo alternativamente. 

No pude evitar seguir pendiente de sus pasos. Me arrastraba una mezcla de curiosidad y bochorno ajeno. ¿Tal vez una inconsciente necesidad de protegerle más allá del vacío que nos había dividido? Miré alrededor, en la convicción de que alguien se le aproximaría. Pero él se mezcló con la gente que iba nutriendo el bullicio del mediodía. Por unos momentos creí haberle perdido. Me apresuré. Le percibí nuevamente a cierta distancia. ¿Por qué tenía que darme pena aquella figura patética que deambulaba como un orate? Algo de los viejos tiempos que ha reblandecido el callo formado dentro de una, pensé. ¿El tiempo nos lleva a compadecernos de quienes fueron en algún momento nuestros enemigos? De pronto le vi de espaldas, ante una puerta. Ocupando con su estatura considerable todo el marco. Cuando se movió avanzó desde detrás suya una mujer de cabellos de fuego que, jugueteando,  se abrazó a él. 

Me escondí tras una columna del soportal. Me sentí miserable. Me consumí allí mismo.


domingo, 20 de enero de 2013

la muerta

(Fotografía de Vivian Maier)



“¿Creéis que estará bien muerta?”. Las niñas que se habían quedado sin amiguita hablaban quedamente. Sentadas en las escaleras de la antigua casa recordaban el ajetreo de las últimas horas. ¿Acaso hay mejor sitio que unas escaleras para las confidencias? Aquel era el lugar en que los tiempos y los quehaceres se repartían a lo largo del día. Donde las madres charlaban mientras se hacía la comida. O los hermanos mayores besaban a sus novias. Y también donde los vecinos recibían al casero. De ordinario las niñas tenían allí sus conciliábulos al atardecer, como si de una sociedad secreta se tratase. “Lo digo en serio”, insistió la que dudaba. “Deberíamos ir y comprobarlo”, dijo una más osada. “Siempre está acompañada, no va a ser sencillo”, replicó otra. “Mirad, no es difícil, aunque haya gente. Podemos hacer como si vamos a darle un beso y le ponemos la mano a la altura de la nariz o la olemos. O mejor aún, la pinchamos”, planteó la más razonadora. Habían puesto a la niña muerta en la misma habitación en que dormía. La funeraria había extendido una especie de tapiz blanco a lo largo de la pared principal, tapando los muebles. Todo era blanco. El ataúd, las flores, su vestido. “Ya sé que es la costumbre pero, chicas, qué sensación tan falsa da ese tono blanco. “, dijo una de ellas y añadió: “¿Por qué la pureza tiene que ser blanca?”. Estuvo a punto de darles a todas la risa, pero se contuvieron para no ser oídas. “Creo que al que se le ocurrió la idea fue porque echó los colores a suertes”. Nuevo esfuerzo por no romper a carcajadas. “No está bien que hagamos bromas, ya veis que la muerte existe. No era una amenaza de los mayores cuando hacíamos algo malo”, dijo la única niña del grupo que menos hablaba. “¿De qué se habrá muerto?”, pareció que coincidían todas a coro. “Mi hermano me ha dicho que hay muertes que son más misteriosas que otras”, comentó una de ellas. “A mí me parece que morirse siempre es un misterio, porque no se entiende bien que ayer respires y juegues y hoy no”, dijo la que siempre dudaba. “¿Y si se ha muerto de pureza?”, soltó la que apenas intervenía en las conversaciones. Todas se miraron y una habló por las demás: “Ah, entonces creo que nosotras estamos a salvo”.


miércoles, 16 de enero de 2013

señales

(Fotografía de Laure Albin-Guillot)


“La señora que solía venir por aquí dejó ayer esto para usted”, sorprendió el camarero al hombre del gabán. Ambos se miraron con discreta complicidad. Él dio las gracias, tomó el sobre y pidió un vermut seco. Luego leyó. 

“Estimado señor. No me culpe por aquel desplante. No lo fue. Pero admito que me desconcertó. En cierto modo estoy cumpliendo mi promesa de hablarle otro día. Oh, no, tampoco es que vaya a responder ahora a todo lo que usted demandaba de mí tan curiosamente. Pero alabo su atención, su valor y, cómo no, ese amago de indiscreción que me ha llevado a echarle en falta los últimos tiempos. Bien podría yo también decirle: hábleme de sus indecisiones, de todo aquello que le frena para dar pasos que no acaba de dar. Hábleme de su medida del tiempo, o de su nihilismo respecto al tiempo, algo inconcebible entre los humanos que pugnan por situarse cada día en un espacio del que se apropian vanamente y no en el margen como usted da la sensación de vivir de modo permanente. Hábleme de su espera, del sentido que concede a la espera, tal vez errando pues la espera es vacío. Puedo entender que usted vea ahí una fuente inagotable de imaginación. Puedo aceptarle que se recree en sus fantasías, pero al precio de no tocar jamás un fin palpable. ¿Temor a arriesgar y perder? ¿Perder lo que no se decide a poseer? Hábleme de esas maneras que tiene de desarrollar su inventiva; figuraciones y sueños que construyen sus relatos. ¿Es usted así en la vida real? Cuénteme de sus razones, acaso superficiales, para observarme día tras día mientras pasé por el bistró. Dígame si acaso su mirada hacia mí se dejó llevar por instintos más descarnados o por motivaciones recónditas que no alcanzo a ver con claridad. Le escucharé, aunque no se lo pregunte, sobre cualquier manifestación que su mente haya producido a causa de mi repentina ausencia. ¿Debería advertirle de que no me he ido para siempre? Ciertos asuntos pendientes me han obligado a acercarme hasta la costa. Pero este clima es demasiado frío emocionalmente para mí. Sí, cualquier día apareceré de nuevo. No le ocultaré que espero que usted no haya cambiado.” 

El índice y el pulgar patinaron al unísono sobre el papel. A continuación dijo: “Laurent, tráeme otro vermut”


viernes, 11 de enero de 2013

el bibliófilo


(Fotografía de Herbert List)


“¿Qué va a ser de ellos cuando yo falte?”. Era un pensamiento que le estremecía. Él se alejaba cada cierto tiempo y los dejaba solos. Tomaba aviones con frecuencia, atravesaba intrincados valles de cordilleras en ferrocarriles inseguros, embarcaba hacia puertos fluviales perdidos en el conflictivo corazón de otros continentes. Y siempre los llevaba en la mente. “¿Qué será de ellos si me pasa algo?”, pensaba con obsesión atroz. Podría también ocurrir algún suceso mientras él estaba ausente. Pero esta posibilidad no le angustiaba tanto. "Con el azar todo es posible, pero no probable", se decía a sí mismo para desechar el temor. Sin embargo, no sabía por qué, tal vez por la agitación a la que periódicamente se veía sometida su vida, la idea de dejarlos huérfanos le perturbaba. Había noches en que imaginaba la caída del bimotor en el que viajaba o cómo se despeñaba su tren por el abismo brumoso de valles encajonados. Y que él moría. Entonces la ansiedad le poseía y unos fantasmas le llevaban a otros más tenebrosos. Entendía que un accidente casero pudiera castigar o acabar con la vida de sus protegidos. Pero la sospecha fundamentada de dejarlos a la intemperie para siempre, eso no podía asumirlo. Y sin embargo, las posibilidades de que a él le sucediese algo irreparable aumentaban a medida que, en su desmedida vida de aventura, no cesaba en incursiones a través de territorios cada vez más hostiles. 

Una noche soñó que un tal doctor Kien, atrapado en el incendio de su propia casa, le llamaba a gritos desde el fondo de una de las narraciones más soberbias que hubiera leído. "No les abandones, no les dejes tirados", le decía aquella voz que se consumía entre las llamas de la desesperación. Cuando despertó estuvo dándole vueltas: “¿Deberé buscar yo también el camino del sacrificio? ¿Pero cuál? ¿El de ellos, el mío, o acaso el de todos?”. 

A la vuelta del último viaje entró en la mansión, donde aquella infinidad de textos rescatados en sus viajes cohabitaban como hijos pródigos que habían regresado a la casa del padre buscando el amparo. Luego levantó las persianas y dejó entrar la luz del día. Lentamente pasó la mirada por todas las paredes repletas de estanterías. “No tenéis por qué preocuparos. Jamás seréis de otros que no os comprendan”. La interminable sala emitió un crujido, como si expresara un doloroso temor por las palabras pronunciadas por el empedernido bibliófilo.


lunes, 7 de enero de 2013

el coleccionista de locuras

(Fotografía de Herbert List)


Coleccionaba las locuras como quien colecciona cromos. Cuando alguien le inquiría por qué tal afán extravagante, él respondía: “Me hacen ver el mundo más auténtico”. Una vez le propusieron montar una exposición de locuras, para lo cual se interesaron sobre sus procedimientos. “Las meto a todas en tarros. Algunas son esencias exquisitas; otras, francamente nocivas”, se despachó a gusto. “También las pongo un tapón hermético, luego las etiqueto por fecha y por intensidad de sabor; porque las locuras saben, ¿no lo sabía usted? Algunas locuras saben tanto, es decir tienen tanto sabor, que llevan a probar más locuras”. Un periodista se interesó: “¿Acaso se conservan bien las locuras tratadas con ese exceso de celo?”. A lo que nuestro hombre respondió sin dudar: “No solo se preservan en su punto sino que a través de mi sistema se evita que haya una fuga indiscriminada y sin control de las locuras. Porque, ¿sabe usted?, algo muy particular y expuesto en las locuras es que se afinan entre sí y nunca se sabe si unas van a abrir otros tarros de locuras. O qué sueños, o qué deseos, o qué ansiedades”. 

Ya se sabe cómo es la prensa de aparente. Un reportero tiene que imponerse a otro con alguna nueva boutade. “¿Nos quiere decir usted que el riesgo de que las locuras no se circunscriban a sí mismas es latente y que en cualquier momento podemos sufrir las consecuencias de un contagio?”. El coleccionista y protector de especies de locuras se volvió airado hacia el plumilla. “¿Es que usted es nuevo? ¿No ha oído hablar de los desmanes que las locuras pueden provocar en el medio ambiente, de manera análoga a como lo hacen entre sí? Pues eso puede suceder porque se ha ejercido un maltrato sobre las locuras. Se las ha combatido como bestias de la peor condición, mientras la historia y las tierras de los hombres se llenaba de sangre causada por los cuerdos”. Se hizo un silencio desconcertante. Todos los asistentes a la presentación advirtieron cómo fluían a tropel los hematíes a su rostro y de qué modo se tensaban los músculos de su cuello esbelto. 

Otro periodista se atrevió a incidir más sobre el trabajo del hombre. “Algunos le acusan de que usted no es un simple coleccionista, sino que aprovecha su capacidad recolectora de locuras para entrar en el terreno de la manipulación. ¿Tiene que decir algo al respecto?”. Él se había enfriado. “¿Qué quiere que le diga? Me siento en el deber moral de intervenir. Muchas veces las locuras almacenadas se desvirtúan. Hay locuras que adquieren carta de solera, trocándose en reserva añeja, podríamos decir. Estas últimas son sumamente peligrosas. Hay que vigilarlas y administrarlas con prudencia puesto que pueden alterar algunas zonas del organismo, o varias extensiones de éste. Si yo u otros como yo no lo hiciéramos, ¿qué sería de todos ustedes?”. El organizador del acto quiso poner su granito de arena. “Maestro, ¿cree que hay alguna locura en peligro de extinción?”. Y el maestro: “Hasta el momento, y mire que hay miles especies que han desaparecido desde el Mesozoico o antes, y que muchas otras ahora mismo están en trance de hacerlo; pues bien, que se sepa, todas las locuras permanecen íntegras desde que se sabe de la relación de la historia y nacen otras nuevas que, muchas veces, no son sino pequeñas variantes de las eternamente conocidas”. 

El reportero descarado quiso volver a romper la baraja y realizó la pregunta del broche final. “¿Qué locura considera como la más peligrosa de todas? ¿La codicia, la soberbia, la mentira encubierta, el mando…?”.  “Sin dudarlo se lo digo -afirmó el coleccionista de locuras- y  no sé si es la más peligrosa por su intensidad o por su antigüedad: el amor”. “Usted está loco”, le increpó el otro. “No lo niego. Dispongo de la colección más completa de esa especie que pueda imaginar, señor mío.”



viernes, 4 de enero de 2013

en el cine

(Fotografía de Katia Chausheva)



La chica masticaba chicle a su lado. La película no había comenzado y pensó en cambiarse de asiento. Teme tanto los ruidos que la gente hace con la boca. Le retuvo un cierto aroma agradable que se infiltraba por su nariz, le humedecía la boca y se fijaba en el paladar. Y degustó tanto de aquella insalivación que no sabía bien si era propia o le llegaba también con el perfume que la joven emitía al ejercitar las mandíbulas. Estiró su cuerpo hacia atrás para mirar a la mujer de reojo. Era muy morena de piel y el cabello tan absolutamente negro que pensó que si tiraba el chicle o dejaba de respirar tendría la impresión de que no habría nadie a su lado cuando se apagaran las luces. La chica se entregaba al tecleo del móvil, dejándose observar. Él inhaló profundamente y ella debió advertirlo porque le dijo: “¿Te molesta el chicle? En cuanto empiece la película lo tiro”. ¿Cómo aclararle a ella que le molestaban los chasquidos de sus dientes pero le embriagaba con intensidad el olor? ¿Cómo hacerla entender que al aspirar aquel aroma llegaba algo más íntimo de ella, de manera translúcida y limpia? El hombre se asombró entonces de que los efluvios de la boca de la chica le estuvieran proporcionando tanto placer sensitivo. “Si lo vas a tirar, dámelo”, respondió al fin el hombre. “De acuerdo, claro”, respondió ella con desparpajo. Él escuchó que la chica mordía entonces con más ansia la goma. Que al hacerlo abría más la boca, exaltando los movimientos de sus carrillos. Que con aquel apetito emitía una fragancia más intensa. Comenzaron a apagar las luces. La joven se sacó el chicle y lo puso con acierto en los labios salivosos del hombre. “Creo que será mejor así”.



domingo, 30 de diciembre de 2012

el novel


(Fotografía de Martin Stranka)


Las cosas importantes siempre ocurren de madrugada. Un cólico, una idea estimulante, un parto, el tarareo interno de una canción, la muerte. Es un paisaje que aún no tiene luz pero en el que la oscuridad ya no se siente victoriosa. Una zona imprecisa, que coge lo mejor y lo peor del resto de las horas. Fue en uno de esos espacios fronterizos cuando el poeta anónimo extrajo de sus ensoñaciones unos versos que le parecieron luminosos. Trató de retenerlos y con labios débiles los recitó varias veces. Incapaz de sobreponerse al combate con la modorra, dar la luz y escribir en el cuaderno, el poeta en ciernes convirtió sus confusas palabras en un salmodio que fue evaporándose a medida que el sueño le volvía a poseer. 

Pero soñó que declamaba en la tertulia de los renombrados escritores de la ciudad. Entusiasmado por el silencio y la expectación con que era escuchado, el vate primerizo no advirtió que los papeles que debían contener sus poemas aparecían en blanco. Él seguía recitando de memoria, poniendo un énfasis conmovedor, y se crecía a medida que concitaba más y más admiración. Cuando terminó su lectura, el maestro de poetas, un hombre ya en la edad provecta y torpe de movimientos, le dijo: “Joven, me ha cautivado. Su obra es una revelación. En el futuro se dirá que hay un antes y un después de su largo poema. Es preciso publicar inmediatamente ese cuaderno”. 

El poeta novel se despertó justo a tiempo de no ver que el poeta que llevaba dentro entregaba un cuaderno sin textos al maestro de poetas de la ciudad. En el clarear lento del día le pareció ver los pergeños del poema completo. Acto seguido se puso a transcribirlo desde el vacío. Tal es el poder de la madrugada.



jueves, 27 de diciembre de 2012

el asceta


(Fotografía de Ueno Hikoma)



En su enésima crisis de hastío Kuichi Ogawa decidió desaparecer. Le buscaron entre los bosques de bambú de los alrededores, por las riberas de los arroyos, en los viejos molinos abandonados. Registraron con pértigas los pozos en desuso y prospectaron las ciénagas. Preguntaron a los caminantes y a los viajeros de la recién inaugurada línea de ferrocarril. Como quiera que las autoridades locales y los vecinos no tuvieran pista alguna de su paradero, dieron aviso a las autoridades superiores. Estas, desbordadas por casos diversos de desapariciones, corruptelas y delitos de toda clase, cursaron oficialmente el asunto pero poco a poco fue cayendo en una investigación lenta y definitivamente en una demora interminable. Y de la demora pasó al olvido.

Los familiares de Kuichi se dividieron entre los que opinaban que puesto que el hombre ya había vivido otras situaciones difíciles anteriormente no había por qué preocuparse,  que siempre había salido de circunstancias análogas por más graves que fueran, y quienes pensaban que había sucedido un fenómeno extraño, cuya explicación nadie tenía pero que podía remontase a su infancia. Alguien recordó que la abuela solía decir acerca del carácter travieso e inquieto de Kuichi: a este niño le matarán los nervios. Tal comentario jocoso de la anciana venía a tenerse en consideración ahora como justificación de algún desconcertante estado de desequilibrio que Kuichi Ogawa arrastrara ocultamente desde la niñez. 

Vino la guerra y, por lo tanto la movilización. Creció el control férreo del gobierno para garantizar la colaboración sumisa de la población y, tras muchos avatares, miserias y sufrimientos de varios años, la rendición definitiva y el sometimiento al vencedor. Un día, al volver los moradores de la casa Ogawa de sus quehaceres encontraron a Kuichi sentado sobre el tatami, bastante más asténico que cuando desapareció. Daba la impresión de haberse convertido en un asceta. Fue el hermano pequeño, que no había sido movilizado, el que le increpó: “¿Dónde has estado todo este tiempo? Nosotros sufriendo aquí, primero por tu desaparición y luego por la maldita guerra, donde han muerto nuestro padre y nuestros hermanos, y tú apareces ahora como si fueras un monje por encima del bien y del mal”. La madre anciana y las hermanas de Kuichi Ogawa ya se habían sentado alrededor de él, emocionadas y con deseos de abrazarle, pero ni Kuichi alteró su gesto relajado ni el hermano cesó en su conminación. “Dinos algo. Hemos padecido mucho. No puede ser que no nos merezcamos una respuesta. Si te ocurrió una desgracia debemos saberlo. Ahora que casi todos nuestros vecinos han perdido a familiares en el baño de sangre vamos a ser la vergüenza. Aunque nadie pueda hacerte ya nada, todos te señalarán como un desertor oportunista y tramposo.” Kuichi alzó su rostro envejecido, agitó su coleta y le respondió a su hermano con modo calmo pero firme: “Solo deserta el que se deja llevar a la muerte por una causa innoble. No lo tomes como blasfemia. Hemos vivido resignados al destino de siervos y hemos pagado un alto precio. Yo también.” Entonces se levantó, se subió su larga camisa y mostró una cicatriz deforme que le recorría desde la nalga en vertical toda la espalda. Luego se arrodilló e invitó a sus hermanos y a su madre: “Ahora, vamos a recordar a nuestros antepasados. En sus padecimientos, en sus humillaciones e incluso en sus errores”.



lunes, 24 de diciembre de 2012

la indígena


(Fotografía de Graciela Iturbide)



Viene sentada frente a mí. Me ignora. Yo miro su boca. Sería mentira si dijera que veo a una viajera ordinaria, a una mujer común, a una persona habitual. No solo miro, sino que además busco. Cierto que lo hago con delicadeza. Como si no pareciese que la miro. Incluso trato de desviar mi atención contemplando el exterior desde el autobús. Sus proporciones menudas, y no obstante muy medidas, suscitan que me recree. Esas facciones reclamando que se las analice detalladamente. Frente grande, pelo atezado y liso, desperdigado, ojos almendrados y amplios, nariz prudente, cuello esbelto. Su boca encarrila mi mirada. Sus labios no tienen una carnosidad excesiva, pero sí muy marcada. Pienso en los desconocidos arqueros que hayan tensado aquellos labios. El conjunto de su rostro se muestra prieto, nada distendido. Su ceño, una máscara. De cualquier otra mujer hubiéramos creído que se trataba de un rostro enfermo. En ella parece solamente cólera. Pero, ¿acaso es poco mal sentirse dominado por la ira? 

No centra su mirada en nadie. Sé que me desprecia y, a su vez, que no le importa que la observe. Quiero pensar que no es un desprecio irreversible, sino un mensaje que dice: no estoy, no recibo; pero que sepas que puedo estar. Un desplazamiento en autobús no da sino para repasar los quehaceres pendientes, calcular los tiempos, adivinar qué dejaremos para otro día. Pero a mí me gusta imaginar que un viaje de una hora puede ser más largo y abrir otros viajes. “No la he visto otros días. ¿No es usted de aquí?”, la pregunto con desenfado. "No, soy de Coyoacán, no vengo mucho por esta parte”, y en su respuesta hay al menos dos datos, que en realidad es uno, que tal vez no sea sino cero, lo que no cuenta. Se entrega al paisaje de las casas bajas de la avenida interminable. La curva de su boca es menos rígida. Son dos curvas en realidad, pero en aquella armonía la línea fronteriza se me antoja imprecisa. Al no estar tan contraída yo la miro más, la sigo palmo a palmo, con sus altibajos y sus desniveles. “¿Usted vive en Coyoacán también?”, me sorprende la mujer. “Oh, no, yo vivo en Las Lomas; vine a ver a un amigo. Ayer enterraron a su padre”, le respondo. Y ella: “Vaya. La gente se sigue muriendo. Vaya”. Y este segundo vaya no sé si significa lo mismo que el primero: qué mala suerte la de ese hombre, porque la muerte sigue, y no los libra, todo eso. O bien: qué mala suerte que usted no viva en Coyoacán porque yo vivo allí y allí todo está más cerca y vernos es menos difícil y…¡Basta! Me digo a mi mismo basta porque puesto a soñar no hay quien me supere. “¿Sabe? -y tiendo un puente- Es fácil que en breve tenga que volver, la madre de mi amigo está también próxima a la fatalidad”. Ella fija por una vez su mirada en la mía. “Vaya - vuelve a decir- Qué mala suerte es morirse”. Y permanece callada un rato. Luego: “¿Se ha dado cuenta que morirse es siempre una excusa?”. Me siento agitado y solo sé decir: “¿Usted cree?”. La mujer matiza: “Naturalmente. Una dispensa para abandonar el aburrimiento banal y una coartada para los que siguen vivos”. En sus ojos de indígena se contempla el paisaje que vamos dejando atrás. En su boca antigua se adivina una fertilidad que resulta difícil soslayar.


jueves, 20 de diciembre de 2012

último café en Alexanderplatz


(Fotografía de Martin Stranka)



La última vez que le vi fue en Alexanderplatz. Se presentó en el café con retraso, algo inhabitual en él. Manchas rojas y azules en la pechera y las mangas de la camisa. También en los zapatos. Parecía abatido, descuidado. No se trataba del premeditado aire bohemio que algunos de su oficio habían exhibido como seña de identidad. Me saludó severo pero con afecto. Luego pidió un capuchino, depositó un cartapacio de bocetos en el banco y permaneció callado. Imaginé que aquel estado podía ser causado por su trabajo, cuya orientación venía cambiando confusamente desde hace tiempo. Puede que también por las acusaciones tendenciosas que algunos críticos mediocres habían vertido sobre él, juzgándole de manera gazmoña y moralista, sin considerar la nueva expresión de su obra. Acaso hubiera padecido un desamor. Mi amigo siempre había sido un apasionado de los sentimientos. Lo demostraba en el empleo de los colores, pero también en las conversaciones ordinarias, si bien no era hombre de gastar demasiadas palabras. También se manifestaba cálido en los afectos. Se entregaba con sinceridad pero recogiendo a cambio desgaste. Incapaz de llevar a buen puerto los compromisos las mujeres le acababan dejando por imposible. “¿Trabajas mucho?”, dije por animarle. “Sí, pero ya no es por encargo. No me interesa. Es por desquite”, contestó mirando los círculos espumosos del café cargado. “¿Qué estás pintando ahora?”, le pregunté. “Monstruos”, respondió escueto. “¿Y eso? Siempre te había gustado hacer retratos de gente pudiente. Y además te pagaban bien”, insistí. “Por eso pinto ahora monstruos. Son esa misma gente pero de otra manera. Son los que han estado siempre y otros que llegan en manada”. Comprendí de pronto por qué los tonos rojos, los azules y los negros eran tan intensos en sus obras. Y cómo había huido de los matices intermedios. No he podido cerrar desde aquel día la herida.



lunes, 17 de diciembre de 2012

los íncubos


(Fotografía de Martin Stranka)



Insomne. Así transcurría su noche. Aprovechó el martirio para hacer de él una agenda. Repasó los quehaceres para el día siguiente. El gimnasio, el desayuno con colegas, la mañana de hospital. Luego la comida también compartida para preparar una Semana de previsión de la salud mental. Por la tarde, su consulta privada recargada con los pacientes especiales. Todo lo cotidiano, sin estímulos, planificado por inercia. “¿Por qué tengo que repasar lo que ya es un reflejo de lo monótono y habitual?”, se preguntaba en esas horas oscuras en que no conciliaba el sueño. No quería dar la luz, en parte por ver si se quedaba dormida, en parte porque prefería no buscar más motivos de tensión. 

El insomnio llevaba camino de ser largo. De pronto cayó en la cuenta de que tenía que verse también al atardecer con una vieja amiga, no frecuentada últimamente, pero que padecía una crisis de ansiedad porque el matrimonio le agobiaba. “Hoy todo son crisis de ansiedad”, se encontró de pronto reflexionando. “Como si la gente no durmiera nada”. Se puso a pensar en los típicos consejos que le daría, lo había hecho ya tantas veces y con tantos pacientes…Esa consideración y el insomnio que no le abandonaba le condujeron inevitablemente a pensar en el último hombre que le había interesado, pero repudió de inmediato la idea y alejó las imágenes para no perturbarse. “Me he dicho mil veces que no debo pensar en amores por la noche, que es insano… y también incoloro e insípido”, añadió provocando su propia hilaridad. 

La conciencia de la vigilia forzada le volvió a colocar en guardia y malhumorada. Podía haber tomado un relajante, pero ella, que era partidaria de aplicar los ansiolíticos más densos a sus pacientes evitaba incluso los más suaves para sí misma. Hubo unos instantes de duermevela en que ya se veía atrapada definitivamente por el sueño, pero un ruido la despejó. Aguzó el oído, dio la luz, miró alrededor; todo en orden. “Maldito ruido, maldito desvelo”, bramó ya en voz alta. “No cené tanto como para que me pase esto”, siguió pensando, buscando la explicación que al menos le proporcionara un equilibrio. Sintió un cosquilleo atroz y desasosegante que le atravesaba en sentido axial todo el cuerpo. Estiró sus extremidades, se rascó por todas partes, cambió de postura varias veces. El insomnio no se manifestaba solo como carencia de sueño. Se trataba ya de una creciente incomodidad, de una molestia arraigada, de una hiriente desazón. “Me levantaré y haré algo”, se consoló en medio del agotamiento latente. Pero al ir a tirarse de la cama una extrema pesadez sujetó su cuerpo y lo hundió de nuevo en el colchón. “No, una parálisis no, ahora no”, se escuchó a sí misma con lamento. Entonces se abandonó a una confusa fuerza que le obligaba a mantenerse postrada. Le pareció que la cama crecía en dimensiones y una improvisada alucinación le hizo creer que se alejaba de los objetos que había alrededor. Se vio empapada en sudor y en lo más profundo sintió que algo le desgarraba y se imponía a su conciencia. “Si por lo menos me quedara dormida”, anheló angustiada. 

Fue entonces cuando un batallón de imágenes cayó con desmesura sobre su pensamiento obnubilado. Aún tuvo una pizca de humor agrio para pensar: “Van a ser los íncubos. Pero eso es cosa de leyendas y supersticiones, ¿no?”. Presintió la proximidad de unas sonrisas sardónicas, de oscuras voces que se desplomaban como alaridos sobre su sien, y que unas manos sujetaban sus hombros, el torso, la pelvis. Se despertó en plena agitación, sin saber si iba o venía, si era ella o si la habían convertido en otro ser monstruoso. Miró el reloj.