...no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche...

Antón Chéjov, La dama del perrito

sábado, 2 de febrero de 2013

un día cualquiera



(Fotografía de Jorge Molder)



Pruebo a abrir los ojos en la obscuridad. A apartar las mantas en la obscuridad. A ponerme en pie y extender las manos hacia el entorno invisible para no tropezar en la obscuridad. He aguzado la vista sin conseguir ver nada a través de la impenetrable obscuridad. He tenido la extraña y estúpida sensación de que la obscuridad me liberaba: no ver la geometría del espacio ni la limitación de los objetos ni los pasillos por donde desplazarme hace creer que todo ha desaparecido. He sentido el calor que se fugaba de mi cuerpo desnudo en medio de la obscuridad. El frío exterior iba llegando con su obscura impunidad. Ha habido un instante en que el choque de temperaturas sobre la superficie de mi piel me ha sobrecogido. He pulsado con las manos cada zona de mi cuerpo que iba enfriándose desigualmente. Me he vestido a obscuras, palpando los pliegues y las líneas de la ropa para no errar. He subido la persiana ante la obscuridad de fuera. He abierto la ventana y entraba más obscuridad. Qué hacer en medio de la obscuridad. No se puede uno mover sin riesgos en medio de la obscuridad. Los recorridos son titubeantes y cortos. Los movimientos se efectúan tan excesivamente prudentes como inútiles. Hay una cierta placidez protectora que llega desde la obscuridad. Engañosa o efímera, llegas a creer que estás seguro en la obscuridad. Pero acabas sintiéndote cansado rodeado por su inclemencia. Pregunta torpe que suena a traición: ¿Debería volver a la cama? Pero nada sería igual a un momento anterior. El hábitat no es solo el espacio de un jergón. La morada no existe sin el animal que la ocupa. El animal no es el mismo porque ha perdido su sueño, donde veía, y ahora todo se limita a esta maldita obscuridad. Debo estar de pie, me estiro para confirmarlo. Los sentidos ven cuando tú no ves. He cerrado los ojos, acto a través del cual todo es posible. Ha pasado tiempo y el tiempo también es obscuro. Y de pronto el resquicio ¿de una luz?, que aun proveniente de la obscuridad, quiere ser otra cosa, o quieres pensar que es otra cosa. Pero la obscuridad es como el desierto: te proporciona espejismos. Para qué abrir los ojos. Pongo los dedos en los párpados para tener la certeza de que aquella luz no se va a escapar. La luz se confirma. Quiere creer que desafía la obscuridad que todo lo expone, lo tiñe, lo ocupa. Debe haber una esquina de la noche donde se produzca el encuentro. Y luzca la luz.
  

miércoles, 30 de enero de 2013

desaparición


(Fotografía de Anders Petersen)


Hoy hace recuento de sus recuerdos. Un río chiquito. Una arboleda. Una huerta. Un gallinero. El caserón donde se aloja con la familia. Cuatro o cinco ventas más en la cercanía. Una cuesta hacia la ciudad. Un hospital y su murallón. Árboles frutales. Otro río un poco mayor. La presa del río. Los cultivos de maíz. El lúpulo serpenteando los chopos. La carretera, huérfana de vehículos, donde los perros se tienden a echar la siesta. Cada elemento físico lo puede desdoblar en otros. Cada espacio le conduce a un tipo de vivencias. Así, por ejemplo, el río implicaría la senda de ortigas y la fila de niños y jóvenes que van a nadar. La cuesta, la subida semanal a la ciudad para ir al cine. La taberna de la venta expele el olor a tinto pero también el de las tarteras de los obreros. La arboleda, el juego de escondite y el indescifrable enigma que suponían las niñas para los niños. El camino que atraviesa la arboleda tiene a sus pies algunas casas apartadas. En cada una de ellas subsiste un misterio. O una ocultación. ¿O acaso no es lo mismo? Los mayores les decían: "No os acerquéis a tal casa". Luego supo que unas mujeres llegadas de no se sabe dónde recibían allí a hombres de manera secreta. Otra de las casas es de lo más hermética que uno pudiera imaginarse. Las ventanas están siempre con las persianas echadas. No hay corral, ni perros, ni niños. Nadie de la vecindad ha entrado nunca. Viven dos hermanos adultos. Él trabaja en una fábrica cercana. También repara bicicletas. Es apocado. Va siempre vestido con un mono azul. Los domingos bebe de más, pero no molesta. Se muestra afable pero a la vez distante. Nunca habla de sí. A la mujer no la ve nadie. Dicen que baja a lavar al río cuando amanece. La gente de los alrededores la tiene estigmatizada. Los chicos la provocan y la llaman pestes cuando pasan delante de su puerta. Ella les contesta airada desde el interior, sin hacerse ver. El tiempo pasa muy lento por aquel país. Como mucho se mira al calendario para las fiestas, y a veces ni para eso. Las labores se guían por el cielo, como en los tiempos más antiguos. El tiempo transcurre sin que nadie sea su dueño. Más que un regalo los días son una condena. Una tarde de otoño el hermano se presenta en el cuartelillo. Que su hermana no aparece desde la víspera, dice al sargento. “Pero si no sale nunca - responde éste descreído- ¿Has mirado bien por toda la casa?”. "Sí, pero no está, he mirado hasta en el pozo", responde él sumiso. El guardia se vuelve más insolente, incluso sarcástico: “¿No será que se ha ido con alguno? Ya aparecerá.” El hombre se va y no vuelve por allí. No la busca, no la espera, no la añora. Nadie indaga. Una loca menos, dicen los vecinos. También dicen que por la noche hay una luz que no se apaga nunca.


viernes, 25 de enero de 2013

persecución


(Fotografía de Alex Howitt)



Le he visto por la calle. Él no me ha visto. O si me ha visto me ha ignorado. Le he observado. Estuve tentada a llamarle. Me dije: para qué. 

Iba despistado. O era una apariencia, una envoltura defensiva. Caminaba despacio. En ocasiones se paraba ante escaparates que no entendí qué interés podían suscitar en él, que despreciaba los comercios. Le he seguido. Como a veces se detenía de improviso y permanecía absorto, pude cruzar por detrás y situarme en otra posición desde la cual le divisaba con claridad. Su rostro mudó en breve tiempo varias veces. Tan pronto adquiría un gesto sombrío como distendía sus facciones. O bien enarcaba el ángulo de sus ojos y se mostraba grave o bien entreabría su boca con una sonrisa generosa. Pensé que todos aquellos cambios eran producidos por alguien que llegaba. Pero nadie se le acercó. Luego continuó caminando. Siempre fue muy propio de él combinar ritmos pausados con otros más veloces. Pude comprobar que se producía algo en este hombre que antes no era habitual. Su carencia repentina de expresión. Una mudez estatuaria. Un modo de permanecer de pronto reconcentrado, ausente, rígido, con la mirada perdida. 

Admito que me asusté un poco. Incluso pensé que siendo él no era el mismo. Uno puede llevar el mismo nombre, portar las mismas características en un cuerpo que no se altera todos los días, o al menos no lo hace de modo perceptible. Incluso puede conseguir que la gente del entorno acepte su máscara y le reconozcan en ella. Y sin embargo, vivir pequeñas metamorfosis, que ocultan su personalidad o hacen aflorar una nueva. Tuve la sensación de que hablaba solo en voz alta, moviendo atropelladamente los labios. O que se reía, ladeando la cabeza a un lado u otro, asintiendo o negando. Incluso vi que pesaroso se pasaba la mano por la frente, expeliendo agobio. Luego gesticuló ante su sombra con las manos o estiró y encogió el cuerpo alternativamente. 

No pude evitar seguir pendiente de sus pasos. Me arrastraba una mezcla de curiosidad y bochorno ajeno. ¿Tal vez una inconsciente necesidad de protegerle más allá del vacío que nos había dividido? Miré alrededor, en la convicción de que alguien se le aproximaría. Pero él se mezcló con la gente que iba nutriendo el bullicio del mediodía. Por unos momentos creí haberle perdido. Me apresuré. Le percibí nuevamente a cierta distancia. ¿Por qué tenía que darme pena aquella figura patética que deambulaba como un orate? Algo de los viejos tiempos que ha reblandecido el callo formado dentro de una, pensé. ¿El tiempo nos lleva a compadecernos de quienes fueron en algún momento nuestros enemigos? De pronto le vi de espaldas, ante una puerta. Ocupando con su estatura considerable todo el marco. Cuando se movió avanzó desde detrás suya una mujer de cabellos de fuego que, jugueteando,  se abrazó a él. 

Me escondí tras una columna del soportal. Me sentí miserable. Me consumí allí mismo.


domingo, 20 de enero de 2013

la muerta

(Fotografía de Vivian Maier)



“¿Creéis que estará bien muerta?”. Las niñas que se habían quedado sin amiguita hablaban quedamente. Sentadas en las escaleras de la antigua casa recordaban el ajetreo de las últimas horas. ¿Acaso hay mejor sitio que unas escaleras para las confidencias? Aquel era el lugar en que los tiempos y los quehaceres se repartían a lo largo del día. Donde las madres charlaban mientras se hacía la comida. O los hermanos mayores besaban a sus novias. Y también donde los vecinos recibían al casero. De ordinario las niñas tenían allí sus conciliábulos al atardecer, como si de una sociedad secreta se tratase. “Lo digo en serio”, insistió la que dudaba. “Deberíamos ir y comprobarlo”, dijo una más osada. “Siempre está acompañada, no va a ser sencillo”, replicó otra. “Mirad, no es difícil, aunque haya gente. Podemos hacer como si vamos a darle un beso y le ponemos la mano a la altura de la nariz o la olemos. O mejor aún, la pinchamos”, planteó la más razonadora. Habían puesto a la niña muerta en la misma habitación en que dormía. La funeraria había extendido una especie de tapiz blanco a lo largo de la pared principal, tapando los muebles. Todo era blanco. El ataúd, las flores, su vestido. “Ya sé que es la costumbre pero, chicas, qué sensación tan falsa da ese tono blanco. “, dijo una de ellas y añadió: “¿Por qué la pureza tiene que ser blanca?”. Estuvo a punto de darles a todas la risa, pero se contuvieron para no ser oídas. “Creo que al que se le ocurrió la idea fue porque echó los colores a suertes”. Nuevo esfuerzo por no romper a carcajadas. “No está bien que hagamos bromas, ya veis que la muerte existe. No era una amenaza de los mayores cuando hacíamos algo malo”, dijo la única niña del grupo que menos hablaba. “¿De qué se habrá muerto?”, pareció que coincidían todas a coro. “Mi hermano me ha dicho que hay muertes que son más misteriosas que otras”, comentó una de ellas. “A mí me parece que morirse siempre es un misterio, porque no se entiende bien que ayer respires y juegues y hoy no”, dijo la que siempre dudaba. “¿Y si se ha muerto de pureza?”, soltó la que apenas intervenía en las conversaciones. Todas se miraron y una habló por las demás: “Ah, entonces creo que nosotras estamos a salvo”.


miércoles, 16 de enero de 2013

señales

(Fotografía de Laure Albin-Guillot)


“La señora que solía venir por aquí dejó ayer esto para usted”, sorprendió el camarero al hombre del gabán. Ambos se miraron con discreta complicidad. Él dio las gracias, tomó el sobre y pidió un vermut seco. Luego leyó. 

“Estimado señor. No me culpe por aquel desplante. No lo fue. Pero admito que me desconcertó. En cierto modo estoy cumpliendo mi promesa de hablarle otro día. Oh, no, tampoco es que vaya a responder ahora a todo lo que usted demandaba de mí tan curiosamente. Pero alabo su atención, su valor y, cómo no, ese amago de indiscreción que me ha llevado a echarle en falta los últimos tiempos. Bien podría yo también decirle: hábleme de sus indecisiones, de todo aquello que le frena para dar pasos que no acaba de dar. Hábleme de su medida del tiempo, o de su nihilismo respecto al tiempo, algo inconcebible entre los humanos que pugnan por situarse cada día en un espacio del que se apropian vanamente y no en el margen como usted da la sensación de vivir de modo permanente. Hábleme de su espera, del sentido que concede a la espera, tal vez errando pues la espera es vacío. Puedo entender que usted vea ahí una fuente inagotable de imaginación. Puedo aceptarle que se recree en sus fantasías, pero al precio de no tocar jamás un fin palpable. ¿Temor a arriesgar y perder? ¿Perder lo que no se decide a poseer? Hábleme de esas maneras que tiene de desarrollar su inventiva; figuraciones y sueños que construyen sus relatos. ¿Es usted así en la vida real? Cuénteme de sus razones, acaso superficiales, para observarme día tras día mientras pasé por el bistró. Dígame si acaso su mirada hacia mí se dejó llevar por instintos más descarnados o por motivaciones recónditas que no alcanzo a ver con claridad. Le escucharé, aunque no se lo pregunte, sobre cualquier manifestación que su mente haya producido a causa de mi repentina ausencia. ¿Debería advertirle de que no me he ido para siempre? Ciertos asuntos pendientes me han obligado a acercarme hasta la costa. Pero este clima es demasiado frío emocionalmente para mí. Sí, cualquier día apareceré de nuevo. No le ocultaré que espero que usted no haya cambiado.” 

El índice y el pulgar patinaron al unísono sobre el papel. A continuación dijo: “Laurent, tráeme otro vermut”


viernes, 11 de enero de 2013

el bibliófilo


(Fotografía de Herbert List)


“¿Qué va a ser de ellos cuando yo falte?”. Era un pensamiento que le estremecía. Él se alejaba cada cierto tiempo y los dejaba solos. Tomaba aviones con frecuencia, atravesaba intrincados valles de cordilleras en ferrocarriles inseguros, embarcaba hacia puertos fluviales perdidos en el conflictivo corazón de otros continentes. Y siempre los llevaba en la mente. “¿Qué será de ellos si me pasa algo?”, pensaba con obsesión atroz. Podría también ocurrir algún suceso mientras él estaba ausente. Pero esta posibilidad no le angustiaba tanto. "Con el azar todo es posible, pero no probable", se decía a sí mismo para desechar el temor. Sin embargo, no sabía por qué, tal vez por la agitación a la que periódicamente se veía sometida su vida, la idea de dejarlos huérfanos le perturbaba. Había noches en que imaginaba la caída del bimotor en el que viajaba o cómo se despeñaba su tren por el abismo brumoso de valles encajonados. Y que él moría. Entonces la ansiedad le poseía y unos fantasmas le llevaban a otros más tenebrosos. Entendía que un accidente casero pudiera castigar o acabar con la vida de sus protegidos. Pero la sospecha fundamentada de dejarlos a la intemperie para siempre, eso no podía asumirlo. Y sin embargo, las posibilidades de que a él le sucediese algo irreparable aumentaban a medida que, en su desmedida vida de aventura, no cesaba en incursiones a través de territorios cada vez más hostiles. 

Una noche soñó que un tal doctor Kien, atrapado en el incendio de su propia casa, le llamaba a gritos desde el fondo de una de las narraciones más soberbias que hubiera leído. "No les abandones, no les dejes tirados", le decía aquella voz que se consumía entre las llamas de la desesperación. Cuando despertó estuvo dándole vueltas: “¿Deberé buscar yo también el camino del sacrificio? ¿Pero cuál? ¿El de ellos, el mío, o acaso el de todos?”. 

A la vuelta del último viaje entró en la mansión, donde aquella infinidad de textos rescatados en sus viajes cohabitaban como hijos pródigos que habían regresado a la casa del padre buscando el amparo. Luego levantó las persianas y dejó entrar la luz del día. Lentamente pasó la mirada por todas las paredes repletas de estanterías. “No tenéis por qué preocuparos. Jamás seréis de otros que no os comprendan”. La interminable sala emitió un crujido, como si expresara un doloroso temor por las palabras pronunciadas por el empedernido bibliófilo.


lunes, 7 de enero de 2013

el coleccionista de locuras

(Fotografía de Herbert List)


Coleccionaba las locuras como quien colecciona cromos. Cuando alguien le inquiría por qué tal afán extravagante, él respondía: “Me hacen ver el mundo más auténtico”. Una vez le propusieron montar una exposición de locuras, para lo cual se interesaron sobre sus procedimientos. “Las meto a todas en tarros. Algunas son esencias exquisitas; otras, francamente nocivas”, se despachó a gusto. “También las pongo un tapón hermético, luego las etiqueto por fecha y por intensidad de sabor; porque las locuras saben, ¿no lo sabía usted? Algunas locuras saben tanto, es decir tienen tanto sabor, que llevan a probar más locuras”. Un periodista se interesó: “¿Acaso se conservan bien las locuras tratadas con ese exceso de celo?”. A lo que nuestro hombre respondió sin dudar: “No solo se preservan en su punto sino que a través de mi sistema se evita que haya una fuga indiscriminada y sin control de las locuras. Porque, ¿sabe usted?, algo muy particular y expuesto en las locuras es que se afinan entre sí y nunca se sabe si unas van a abrir otros tarros de locuras. O qué sueños, o qué deseos, o qué ansiedades”. 

Ya se sabe cómo es la prensa de aparente. Un reportero tiene que imponerse a otro con alguna nueva boutade. “¿Nos quiere decir usted que el riesgo de que las locuras no se circunscriban a sí mismas es latente y que en cualquier momento podemos sufrir las consecuencias de un contagio?”. El coleccionista y protector de especies de locuras se volvió airado hacia el plumilla. “¿Es que usted es nuevo? ¿No ha oído hablar de los desmanes que las locuras pueden provocar en el medio ambiente, de manera análoga a como lo hacen entre sí? Pues eso puede suceder porque se ha ejercido un maltrato sobre las locuras. Se las ha combatido como bestias de la peor condición, mientras la historia y las tierras de los hombres se llenaba de sangre causada por los cuerdos”. Se hizo un silencio desconcertante. Todos los asistentes a la presentación advirtieron cómo fluían a tropel los hematíes a su rostro y de qué modo se tensaban los músculos de su cuello esbelto. 

Otro periodista se atrevió a incidir más sobre el trabajo del hombre. “Algunos le acusan de que usted no es un simple coleccionista, sino que aprovecha su capacidad recolectora de locuras para entrar en el terreno de la manipulación. ¿Tiene que decir algo al respecto?”. Él se había enfriado. “¿Qué quiere que le diga? Me siento en el deber moral de intervenir. Muchas veces las locuras almacenadas se desvirtúan. Hay locuras que adquieren carta de solera, trocándose en reserva añeja, podríamos decir. Estas últimas son sumamente peligrosas. Hay que vigilarlas y administrarlas con prudencia puesto que pueden alterar algunas zonas del organismo, o varias extensiones de éste. Si yo u otros como yo no lo hiciéramos, ¿qué sería de todos ustedes?”. El organizador del acto quiso poner su granito de arena. “Maestro, ¿cree que hay alguna locura en peligro de extinción?”. Y el maestro: “Hasta el momento, y mire que hay miles especies que han desaparecido desde el Mesozoico o antes, y que muchas otras ahora mismo están en trance de hacerlo; pues bien, que se sepa, todas las locuras permanecen íntegras desde que se sabe de la relación de la historia y nacen otras nuevas que, muchas veces, no son sino pequeñas variantes de las eternamente conocidas”. 

El reportero descarado quiso volver a romper la baraja y realizó la pregunta del broche final. “¿Qué locura considera como la más peligrosa de todas? ¿La codicia, la soberbia, la mentira encubierta, el mando…?”.  “Sin dudarlo se lo digo -afirmó el coleccionista de locuras- y  no sé si es la más peligrosa por su intensidad o por su antigüedad: el amor”. “Usted está loco”, le increpó el otro. “No lo niego. Dispongo de la colección más completa de esa especie que pueda imaginar, señor mío.”



viernes, 4 de enero de 2013

en el cine

(Fotografía de Katia Chausheva)



La chica masticaba chicle a su lado. La película no había comenzado y pensó en cambiarse de asiento. Teme tanto los ruidos que la gente hace con la boca. Le retuvo un cierto aroma agradable que se infiltraba por su nariz, le humedecía la boca y se fijaba en el paladar. Y degustó tanto de aquella insalivación que no sabía bien si era propia o le llegaba también con el perfume que la joven emitía al ejercitar las mandíbulas. Estiró su cuerpo hacia atrás para mirar a la mujer de reojo. Era muy morena de piel y el cabello tan absolutamente negro que pensó que si tiraba el chicle o dejaba de respirar tendría la impresión de que no habría nadie a su lado cuando se apagaran las luces. La chica se entregaba al tecleo del móvil, dejándose observar. Él inhaló profundamente y ella debió advertirlo porque le dijo: “¿Te molesta el chicle? En cuanto empiece la película lo tiro”. ¿Cómo aclararle a ella que le molestaban los chasquidos de sus dientes pero le embriagaba con intensidad el olor? ¿Cómo hacerla entender que al aspirar aquel aroma llegaba algo más íntimo de ella, de manera translúcida y limpia? El hombre se asombró entonces de que los efluvios de la boca de la chica le estuvieran proporcionando tanto placer sensitivo. “Si lo vas a tirar, dámelo”, respondió al fin el hombre. “De acuerdo, claro”, respondió ella con desparpajo. Él escuchó que la chica mordía entonces con más ansia la goma. Que al hacerlo abría más la boca, exaltando los movimientos de sus carrillos. Que con aquel apetito emitía una fragancia más intensa. Comenzaron a apagar las luces. La joven se sacó el chicle y lo puso con acierto en los labios salivosos del hombre. “Creo que será mejor así”.



domingo, 30 de diciembre de 2012

el novel


(Fotografía de Martin Stranka)


Las cosas importantes siempre ocurren de madrugada. Un cólico, una idea estimulante, un parto, el tarareo interno de una canción, la muerte. Es un paisaje que aún no tiene luz pero en el que la oscuridad ya no se siente victoriosa. Una zona imprecisa, que coge lo mejor y lo peor del resto de las horas. Fue en uno de esos espacios fronterizos cuando el poeta anónimo extrajo de sus ensoñaciones unos versos que le parecieron luminosos. Trató de retenerlos y con labios débiles los recitó varias veces. Incapaz de sobreponerse al combate con la modorra, dar la luz y escribir en el cuaderno, el poeta en ciernes convirtió sus confusas palabras en un salmodio que fue evaporándose a medida que el sueño le volvía a poseer. 

Pero soñó que declamaba en la tertulia de los renombrados escritores de la ciudad. Entusiasmado por el silencio y la expectación con que era escuchado, el vate primerizo no advirtió que los papeles que debían contener sus poemas aparecían en blanco. Él seguía recitando de memoria, poniendo un énfasis conmovedor, y se crecía a medida que concitaba más y más admiración. Cuando terminó su lectura, el maestro de poetas, un hombre ya en la edad provecta y torpe de movimientos, le dijo: “Joven, me ha cautivado. Su obra es una revelación. En el futuro se dirá que hay un antes y un después de su largo poema. Es preciso publicar inmediatamente ese cuaderno”. 

El poeta novel se despertó justo a tiempo de no ver que el poeta que llevaba dentro entregaba un cuaderno sin textos al maestro de poetas de la ciudad. En el clarear lento del día le pareció ver los pergeños del poema completo. Acto seguido se puso a transcribirlo desde el vacío. Tal es el poder de la madrugada.



jueves, 27 de diciembre de 2012

el asceta


(Fotografía de Ueno Hikoma)



En su enésima crisis de hastío Kuichi Ogawa decidió desaparecer. Le buscaron entre los bosques de bambú de los alrededores, por las riberas de los arroyos, en los viejos molinos abandonados. Registraron con pértigas los pozos en desuso y prospectaron las ciénagas. Preguntaron a los caminantes y a los viajeros de la recién inaugurada línea de ferrocarril. Como quiera que las autoridades locales y los vecinos no tuvieran pista alguna de su paradero, dieron aviso a las autoridades superiores. Estas, desbordadas por casos diversos de desapariciones, corruptelas y delitos de toda clase, cursaron oficialmente el asunto pero poco a poco fue cayendo en una investigación lenta y definitivamente en una demora interminable. Y de la demora pasó al olvido.

Los familiares de Kuichi se dividieron entre los que opinaban que puesto que el hombre ya había vivido otras situaciones difíciles anteriormente no había por qué preocuparse,  que siempre había salido de circunstancias análogas por más graves que fueran, y quienes pensaban que había sucedido un fenómeno extraño, cuya explicación nadie tenía pero que podía remontase a su infancia. Alguien recordó que la abuela solía decir acerca del carácter travieso e inquieto de Kuichi: a este niño le matarán los nervios. Tal comentario jocoso de la anciana venía a tenerse en consideración ahora como justificación de algún desconcertante estado de desequilibrio que Kuichi Ogawa arrastrara ocultamente desde la niñez. 

Vino la guerra y, por lo tanto la movilización. Creció el control férreo del gobierno para garantizar la colaboración sumisa de la población y, tras muchos avatares, miserias y sufrimientos de varios años, la rendición definitiva y el sometimiento al vencedor. Un día, al volver los moradores de la casa Ogawa de sus quehaceres encontraron a Kuichi sentado sobre el tatami, bastante más asténico que cuando desapareció. Daba la impresión de haberse convertido en un asceta. Fue el hermano pequeño, que no había sido movilizado, el que le increpó: “¿Dónde has estado todo este tiempo? Nosotros sufriendo aquí, primero por tu desaparición y luego por la maldita guerra, donde han muerto nuestro padre y nuestros hermanos, y tú apareces ahora como si fueras un monje por encima del bien y del mal”. La madre anciana y las hermanas de Kuichi Ogawa ya se habían sentado alrededor de él, emocionadas y con deseos de abrazarle, pero ni Kuichi alteró su gesto relajado ni el hermano cesó en su conminación. “Dinos algo. Hemos padecido mucho. No puede ser que no nos merezcamos una respuesta. Si te ocurrió una desgracia debemos saberlo. Ahora que casi todos nuestros vecinos han perdido a familiares en el baño de sangre vamos a ser la vergüenza. Aunque nadie pueda hacerte ya nada, todos te señalarán como un desertor oportunista y tramposo.” Kuichi alzó su rostro envejecido, agitó su coleta y le respondió a su hermano con modo calmo pero firme: “Solo deserta el que se deja llevar a la muerte por una causa innoble. No lo tomes como blasfemia. Hemos vivido resignados al destino de siervos y hemos pagado un alto precio. Yo también.” Entonces se levantó, se subió su larga camisa y mostró una cicatriz deforme que le recorría desde la nalga en vertical toda la espalda. Luego se arrodilló e invitó a sus hermanos y a su madre: “Ahora, vamos a recordar a nuestros antepasados. En sus padecimientos, en sus humillaciones e incluso en sus errores”.



lunes, 24 de diciembre de 2012

la indígena


(Fotografía de Graciela Iturbide)



Viene sentada frente a mí. Me ignora. Yo miro su boca. Sería mentira si dijera que veo a una viajera ordinaria, a una mujer común, a una persona habitual. No solo miro, sino que además busco. Cierto que lo hago con delicadeza. Como si no pareciese que la miro. Incluso trato de desviar mi atención contemplando el exterior desde el autobús. Sus proporciones menudas, y no obstante muy medidas, suscitan que me recree. Esas facciones reclamando que se las analice detalladamente. Frente grande, pelo atezado y liso, desperdigado, ojos almendrados y amplios, nariz prudente, cuello esbelto. Su boca encarrila mi mirada. Sus labios no tienen una carnosidad excesiva, pero sí muy marcada. Pienso en los desconocidos arqueros que hayan tensado aquellos labios. El conjunto de su rostro se muestra prieto, nada distendido. Su ceño, una máscara. De cualquier otra mujer hubiéramos creído que se trataba de un rostro enfermo. En ella parece solamente cólera. Pero, ¿acaso es poco mal sentirse dominado por la ira? 

No centra su mirada en nadie. Sé que me desprecia y, a su vez, que no le importa que la observe. Quiero pensar que no es un desprecio irreversible, sino un mensaje que dice: no estoy, no recibo; pero que sepas que puedo estar. Un desplazamiento en autobús no da sino para repasar los quehaceres pendientes, calcular los tiempos, adivinar qué dejaremos para otro día. Pero a mí me gusta imaginar que un viaje de una hora puede ser más largo y abrir otros viajes. “No la he visto otros días. ¿No es usted de aquí?”, la pregunto con desenfado. "No, soy de Coyoacán, no vengo mucho por esta parte”, y en su respuesta hay al menos dos datos, que en realidad es uno, que tal vez no sea sino cero, lo que no cuenta. Se entrega al paisaje de las casas bajas de la avenida interminable. La curva de su boca es menos rígida. Son dos curvas en realidad, pero en aquella armonía la línea fronteriza se me antoja imprecisa. Al no estar tan contraída yo la miro más, la sigo palmo a palmo, con sus altibajos y sus desniveles. “¿Usted vive en Coyoacán también?”, me sorprende la mujer. “Oh, no, yo vivo en Las Lomas; vine a ver a un amigo. Ayer enterraron a su padre”, le respondo. Y ella: “Vaya. La gente se sigue muriendo. Vaya”. Y este segundo vaya no sé si significa lo mismo que el primero: qué mala suerte la de ese hombre, porque la muerte sigue, y no los libra, todo eso. O bien: qué mala suerte que usted no viva en Coyoacán porque yo vivo allí y allí todo está más cerca y vernos es menos difícil y…¡Basta! Me digo a mi mismo basta porque puesto a soñar no hay quien me supere. “¿Sabe? -y tiendo un puente- Es fácil que en breve tenga que volver, la madre de mi amigo está también próxima a la fatalidad”. Ella fija por una vez su mirada en la mía. “Vaya - vuelve a decir- Qué mala suerte es morirse”. Y permanece callada un rato. Luego: “¿Se ha dado cuenta que morirse es siempre una excusa?”. Me siento agitado y solo sé decir: “¿Usted cree?”. La mujer matiza: “Naturalmente. Una dispensa para abandonar el aburrimiento banal y una coartada para los que siguen vivos”. En sus ojos de indígena se contempla el paisaje que vamos dejando atrás. En su boca antigua se adivina una fertilidad que resulta difícil soslayar.


jueves, 20 de diciembre de 2012

último café en Alexanderplatz


(Fotografía de Martin Stranka)



La última vez que le vi fue en Alexanderplatz. Se presentó en el café con retraso, algo inhabitual en él. Manchas rojas y azules en la pechera y las mangas de la camisa. También en los zapatos. Parecía abatido, descuidado. No se trataba del premeditado aire bohemio que algunos de su oficio habían exhibido como seña de identidad. Me saludó severo pero con afecto. Luego pidió un capuchino, depositó un cartapacio de bocetos en el banco y permaneció callado. Imaginé que aquel estado podía ser causado por su trabajo, cuya orientación venía cambiando confusamente desde hace tiempo. Puede que también por las acusaciones tendenciosas que algunos críticos mediocres habían vertido sobre él, juzgándole de manera gazmoña y moralista, sin considerar la nueva expresión de su obra. Acaso hubiera padecido un desamor. Mi amigo siempre había sido un apasionado de los sentimientos. Lo demostraba en el empleo de los colores, pero también en las conversaciones ordinarias, si bien no era hombre de gastar demasiadas palabras. También se manifestaba cálido en los afectos. Se entregaba con sinceridad pero recogiendo a cambio desgaste. Incapaz de llevar a buen puerto los compromisos las mujeres le acababan dejando por imposible. “¿Trabajas mucho?”, dije por animarle. “Sí, pero ya no es por encargo. No me interesa. Es por desquite”, contestó mirando los círculos espumosos del café cargado. “¿Qué estás pintando ahora?”, le pregunté. “Monstruos”, respondió escueto. “¿Y eso? Siempre te había gustado hacer retratos de gente pudiente. Y además te pagaban bien”, insistí. “Por eso pinto ahora monstruos. Son esa misma gente pero de otra manera. Son los que han estado siempre y otros que llegan en manada”. Comprendí de pronto por qué los tonos rojos, los azules y los negros eran tan intensos en sus obras. Y cómo había huido de los matices intermedios. No he podido cerrar desde aquel día la herida.



lunes, 17 de diciembre de 2012

los íncubos


(Fotografía de Martin Stranka)



Insomne. Así transcurría su noche. Aprovechó el martirio para hacer de él una agenda. Repasó los quehaceres para el día siguiente. El gimnasio, el desayuno con colegas, la mañana de hospital. Luego la comida también compartida para preparar una Semana de previsión de la salud mental. Por la tarde, su consulta privada recargada con los pacientes especiales. Todo lo cotidiano, sin estímulos, planificado por inercia. “¿Por qué tengo que repasar lo que ya es un reflejo de lo monótono y habitual?”, se preguntaba en esas horas oscuras en que no conciliaba el sueño. No quería dar la luz, en parte por ver si se quedaba dormida, en parte porque prefería no buscar más motivos de tensión. 

El insomnio llevaba camino de ser largo. De pronto cayó en la cuenta de que tenía que verse también al atardecer con una vieja amiga, no frecuentada últimamente, pero que padecía una crisis de ansiedad porque el matrimonio le agobiaba. “Hoy todo son crisis de ansiedad”, se encontró de pronto reflexionando. “Como si la gente no durmiera nada”. Se puso a pensar en los típicos consejos que le daría, lo había hecho ya tantas veces y con tantos pacientes…Esa consideración y el insomnio que no le abandonaba le condujeron inevitablemente a pensar en el último hombre que le había interesado, pero repudió de inmediato la idea y alejó las imágenes para no perturbarse. “Me he dicho mil veces que no debo pensar en amores por la noche, que es insano… y también incoloro e insípido”, añadió provocando su propia hilaridad. 

La conciencia de la vigilia forzada le volvió a colocar en guardia y malhumorada. Podía haber tomado un relajante, pero ella, que era partidaria de aplicar los ansiolíticos más densos a sus pacientes evitaba incluso los más suaves para sí misma. Hubo unos instantes de duermevela en que ya se veía atrapada definitivamente por el sueño, pero un ruido la despejó. Aguzó el oído, dio la luz, miró alrededor; todo en orden. “Maldito ruido, maldito desvelo”, bramó ya en voz alta. “No cené tanto como para que me pase esto”, siguió pensando, buscando la explicación que al menos le proporcionara un equilibrio. Sintió un cosquilleo atroz y desasosegante que le atravesaba en sentido axial todo el cuerpo. Estiró sus extremidades, se rascó por todas partes, cambió de postura varias veces. El insomnio no se manifestaba solo como carencia de sueño. Se trataba ya de una creciente incomodidad, de una molestia arraigada, de una hiriente desazón. “Me levantaré y haré algo”, se consoló en medio del agotamiento latente. Pero al ir a tirarse de la cama una extrema pesadez sujetó su cuerpo y lo hundió de nuevo en el colchón. “No, una parálisis no, ahora no”, se escuchó a sí misma con lamento. Entonces se abandonó a una confusa fuerza que le obligaba a mantenerse postrada. Le pareció que la cama crecía en dimensiones y una improvisada alucinación le hizo creer que se alejaba de los objetos que había alrededor. Se vio empapada en sudor y en lo más profundo sintió que algo le desgarraba y se imponía a su conciencia. “Si por lo menos me quedara dormida”, anheló angustiada. 

Fue entonces cuando un batallón de imágenes cayó con desmesura sobre su pensamiento obnubilado. Aún tuvo una pizca de humor agrio para pensar: “Van a ser los íncubos. Pero eso es cosa de leyendas y supersticiones, ¿no?”. Presintió la proximidad de unas sonrisas sardónicas, de oscuras voces que se desplomaban como alaridos sobre su sien, y que unas manos sujetaban sus hombros, el torso, la pelvis. Se despertó en plena agitación, sin saber si iba o venía, si era ella o si la habían convertido en otro ser monstruoso. Miró el reloj.


jueves, 13 de diciembre de 2012

invisibilidad

(Fotografía de Lucien Clergue)


“Otro día”. Se despertaba a veces por la noche y volvía a leer aquellas dos palabras. No tendría necesidad de hacerlo, porque las había interiorizado. Se acoplaban más allá de los rincones más preservados de su memoria. Pero le gustaba enderezar el papel arrugado, tocarlo, sentir la sensación que había percibido siempre al apretar en su puño una reliquia. Como si con aquel ejercicio proyectase un puente con la mujer secreta. Imaginaba un olor, presentía un tacto ajeno, fantaseaba sobre la breve caligrafía. Luego repetía una y otra vez el mantra. Su interpretación le estaba vedada. “¿Acaso tiene explicación una letanía?”, se decía entre dos sueños. Y a través de aquel extraño acto de fe turbia, primitivo y supersticioso, irracional y acuciante, o acaso siendo todo lo mismo, insistía en buscar una razón lógica al mensaje. Y no cejaba en sus propias preguntas. Y no se resistía a responderse a su libre elección, porque la ilusión que una pasión improvisada genera en un hombre es inversamente proporcional a las posibilidades que se le deparan. Noche tras noche anhelaba el nuevo día. Día tras día, se precipitaba hacia la noche con el frenesí de un adolescente que no renuncia a sus expectativas. No dejaba de acudir al café que la mujer del perrito había frecuentado. Como transcurrieran varias semanas sin que la mujer apareciera y puesto que su paciencia iba desproveyéndose del fervor de la utopía, decidió preguntar al camarero más veterano. “¿No se ha enterado?”, le respondió el viejo empleado, que prosiguió: “Nuestra antigua clienta ha desaparecido. ¿No sabe usted lo que pasa con las mujeres que desatan el amor?”. El eterno adolescente palideció y no supo sino contestar: “No, ¿qué?”. “Que se vuelven invisibles”, dijo el camarero sirviéndole una copita de calvados.



lunes, 10 de diciembre de 2012

el sensato


(Fotografía de Herbert List)



“No vayas. Puede que salgas vivo, puede que no”. La abuela sabía de qué hablaba. El nieto dudaba. Entre ambos, tan cómplices siempre, se interponía la tensión. El padre del joven quería trazar desde la autoridad y la sombra el futuro del hijo. Sin escuchar la voz del riesgo y menos la del vacío. Sonaron los clarines desde las emisoras y los periódicos de la nación. El parlamento se alzó en pleno para aplaudir la decisión épica. Entraron en acción al unísono todas las instituciones, se movilizaron los pertrechos, se difundieron los himnos, se contagió en la calle la alegría de la muerte subrepticia. El padre aleccionó a su hijo sobre el gesto que esperaba de él. Salió de casa todo limpio y uniformado. El padre no cejó en manifestar su orgullo. Puso en su bolsillo una buena propina. Apretó fuerte con la única mano, salvada a la otra guerra, el hombro de hombre. El joven sonrió con amplitud. La abuela percibió en esa sonrisa la que se congela para siempre. No lloró, no se expresó con palabras ni consejos ni abrazos. Largó su mirada encendida al hogar que siempre habita en los ojos de un hombre. El autobús oficial dejó tras de sí una nube de polvo y de incertidumbre. Luego el tiempo quedó borrado. Los intereses ocultos de la sociedad fomentaron el ruido. Aunque los compases no unieran a todos los seres por igual. El nieto nunca llegó a comparecer en la compañía asignada. Cuando un emisario de la autoridad se personó en la casa para reclamar su presencia el padre brincó avergonzado y colérico. La abuela ocultó una sonrisa sibilina entre el chisporroteo de las llamas del fogón.



jueves, 6 de diciembre de 2012

el físico


(Fotografía de Herbert List)



Carlo Maria Attonito pensó siempre que sumergirse en el cuerpo de una mujer era como hacerlo en la tierra. Que había que establecer una relación expectante como quien se acerca por primera vez a un territorio. Tratando de percibir sus efluvios, dejándose guiar por los pequeños rumores del suelo. No obstante disponer de considerables nociones de geotermia y geodinámica, campos en los que era un experimentado especialista, le costaba comprender los ritmos de una mujer. “Parece la tierra, pero no lo es”, se decía a sí mismo cuando una situación social propiciaba su acercamiento al otro género. Pero se sentía incapaz de abordar a una mujer siquiera más allá de una conversación anodina o aquella otra que versara sobre el relato de sus trabajos en física terrestre. “¿Qué poseen ellas que no posea el suelo que exploro y las fuerzas que estudio?”, deliraba en ocasiones cegado por el propio enviciamiento profesional. Sus aproximaciones al mundo femenino se convertían enseguida en una visión opaca, carente de receptividad, sorda, castrante. Decidió elegir el camino que le parecía más fácil pero que a su vez se le mostró sinuoso y en absoluto real. Cuando acudió a una especialista en el conocimiento de hombres, eligió a quien le habían dicho que era la mejor de la ciudad. No le importaba el dinero. Él buscaba claves y acudió a la profesional del amor como quien asiste a un cursillo. Pero aquellas sesiones distaban de resultar terapéuticas para él y hasta la misma hetaira, no obstante el caché que oportunamente le era bien cumplimentado, le iba dejando por imposible. “Tampoco tú eres la tierra”, le dijo él un día, abochornado por la falta de avances en su pobre iniciación. La mujer sintió lástima. En cierto modo también se sintió frustrada. Ni el otro la veía como medio de placer ni como consejera ni como mujer común ni como amiga. Nunca había tenido un caso tan difícil de cliente. “¿Si dejas tu oficio de físico?", llegó a plantear al hombre un día. “¿Si te alejas de la tierra y de tus conocimientos, si te abandonas al sueño, si simulas siquiera una sola vez que flotas por otros motivos que no estén motivados por la composición del suelo o por las fuerzas que generan los cambios de la materia del planeta?”. Él se levantó de golpe, como si hubiera recibido una bofetada. Se avergonzó de su desnudez y exclamó: me pides demasiado. Luego salió del piso de la mujer de pago para no volver más. Aunque sintió la herida percibió también el don del sacrificio. Desde entonces amó desde su asumida soledad a cada mujer que se cruzaba diariamente en su camino fantaseando que hacía el amor con la tierra.


lunes, 3 de diciembre de 2012

el papel

(Fotografía de William Klein)



Hábleme de su independencia, señora mía. De esa vida en que nada le ata. En que no sabe de sujeciones, ni de obligaciones, ni de vínculos forzosos. Hábleme de su vida de mujer libre, de mortal que vibra en su eternidad cotidiana. De cómo logró zafarse del laberinto donde tantos otros se pierden hasta perecer en él. Hábleme de su alejamiento de ese mundo que constriñe y que usted supo evitar. Si cuando decidió su soledad lo hizo consciente de que recibía un don. Si cuando se desligó de las viejas familias lo hizo con benevolencia o con crispación. Si al percibir la desesperanza por cuanto había vivido hasta entonces optó definitivamente por construir perspectivas nuevas. Si al olvidar el viejo e impuesto aprendizaje resolvió desandar caminos. Hábleme, se lo ruego, de si acaso al decidir poseer su vida, y no solo sentirla como anhelo y fantasía, tuvo la sensación de que podía convertir el desierto en vergel. Hábleme de si cuantos hombres dejó atrás mudaron su rostro, callaron o alzaron una mano disolviendo un beso áureo o acaso traidor. Dígame si percibió alguna vez que había sembrado agravios, causado desencuentros o afirmado decisiones entre los otros. Hábleme de sus mañanas y de sus anocheceres, de sus paseos y de sus lecturas, de sus contemplaciones y de sus risas. Hábleme de sus elecciones y de sus reservas. Escucharé sus palabras precisas y también seré comedido con sus silencios. Hábleme de sus distancias y muéstreme la senda de sus aproximaciones. Preservaré el aura de su cuerpo y me mostraré atento a lo que emerja de su recoleta profundidad.  Estaré pendiente de lo que usted me sugiera o me plegaré ante su desdén. 

La dama del perrito le miró. Esbozó una sonrisa burlona al terminar de leer el papel. Se levantó, se acercó a su mesa y se lo devolvió, dejándolo calladamente entre la tetera y la taza. En él había escrito a mano: otro día. Luego dirigió sus pasos bulevar Haussmann abajo.


viernes, 30 de noviembre de 2012

aparición


(Fotografía de Herbert List)



“No le haga caso, no es interesante”. Lo escuchó a sus espaldas y por un instante estuvo a punto de responder que se metiera en sus asuntos. Pero calló y siguió mirando la solapa del libro que le había indicado la vendedora. Se volvió al hombre -un individuo pequeño, con un rostro cetrino y poco estimulante- que inoportunamente le daba el consejo: “¿Por qué cree que no es interesante? Podría serlo para mí y, además, ¿acaso lo ha leído usted?”. Los dos hombres se miraron con cierta expectación, como si fueran conscientes de que arriesgaban algo de sí mismos. “No necesito leerlo, lo intuyo. Además, nunca se fíe de una contraportada , las ponen para atrapar al comprador, no al lector” dijo el primer hombre y al otro le pareció una perogrullada, pero inquirió: “¿Usted nunca se deja aconsejar?”. “Nunca”, dijo el pequeño hombre. “¿Cómo decide entonces qué libro leer?” Y el otro: “Lo dejo al azar, un oculto sentido. Lo hojeo, me paro en una página y si la frase que leo se detiene dentro de mí me lo llevo. Si la cita resbala, lo vuelvo a dejar”. La opinión de este hombre extraño que osaba meterse en su vida -no solo en esa parte aparentemente minúscula de su vida que era entrar en una librería, sino en sus gustos, sus criterios o su capacidad de elección- le pareció simple. “Haga usted mismo la prueba - oyó que le decía el hombre de aspecto melancólico según se alejaba- pero procure no quedarse con un libro solo porque se lo vendan”. Entonces él le respondió. “¿Es que usted nunca ha comprado por sugerencia de un vendedor?”. Oyó la voz casi tétrica, difuminándose, de aquel hombre extraño: “Yo me dedico a comprar almas de lectores, señor, no de meros clientes”. Se quedó entonces pensando si vender el alma no sería acaso carecer de ella. Ya desde la puerta, el hombre gris, como si hubiera escuchado sus pensamientos le replicó: “¿Qué vida te queda si no dispones de tu propia alma?”. Nunca había visto tan cerca el rostro de Mefisto.


lunes, 26 de noviembre de 2012

el cuadro


(Fotografía de Jorge Molder)


No se ponían de acuerdo. Ni habían hablado jamás entre ellos. Pero un día al mes coincidían en el mismo museo, en la misma sala, ante idéntico cuadro. Ella siempre vestía de rojo y llevaba una carpeta de gomas, como las antiguas. Él siempre vestía de negro, como los hombres de antes cuando estaban de duelo. La única diferencia era que unas veces el hombre llegaba primero, otras veces la mujer. Aquel día el cuadro, de considerables dimensiones, faltaba; había sido prestado para una exposición conmemorativa importante. Pero ambos se sentaron en el mismo banco corrido que estaba situado en medio de la sala. La pared ofrecía una soledad que ellos no advertían. “Lo que más me gusta en el relato de este mito es la combinación de colores”, avanzó la mujer de improviso, mirando el cerco notablemente más claro que había dejado el espacio vacío. Y continuó: “Cada personaje se refuerza con un color diferente. Para la pasión pone el ocre, para la traición el violeta, para la esperanza el azul marino, para el futuro el grisáceo”. El hombre le vio gesticular con las manos, como si situara los personajes y el paisaje en las mismas zonas que tantas veces habían contemplado la escena. Redirigió la mirada hacia la pared y se decidió a opinar: “Y ¿has visto cómo trata el pintor los elementos naturales? Ese tono suave pero agudo para el viento, aquellos cromatismos virulentos para la tempestad, esa caída diagonal de los matices mortecinos para la luz del ocaso”. Parecían disfrutar de sus explicaciones. Las que daba uno se compenetraban con las que ofrecía la otra. Era tal el detalle con que habían reconstruido toda la representación mítica que pedían a los visitantes que se detenían delante de ellos, observando el resto de las obras, que por favor se quitaran. “¿Te parece que esta historia expresaría lo mismo de mano de otro pintor?”, preguntó el hombre de negro.“Naturalmente que no, los colores son decisivos -afirmó la mujer de rojo- y deciden los volúmenes, acercan o alejan la disposición de las figuras, disuelven el paisaje o lo convierten en una atmósfera entrañable. Imposible que dos autores lo vean de la misma manera”. Entonces ambos volvieron a dirigir la vista hacia aquel dominio desnudo. Sintieron el roce de sus brazos. “¿Crees que el mito fue como lo cuentan? ¿Que ella era tan pura y que fue realmente devorada por aquel ser depravado?”, prosiguió él. “Me cuesta creer que el amor tenga que ser sacrificio -dijo la mujer- y acaso el pintor se llevó el secreto del mito a la tumba. Faltan colores decisivos”. Él, entonces, miró fijamente a la mujer y ella se dejó mirar. “¿No hay nada que se vea de la misma manera desde dos miradas diferentes?”, inquirió el hombre con cierto tono ingenuo.“Nada -aseveró la mujer- nada sino las ganas de querer mirar”.



viernes, 23 de noviembre de 2012

aquella búsqueda


(Fotografía de Herbert List)


La casa se hallaba rodeada de océano. Cuando la marea se retiraba salía a caminar todas las mañanas por la arena. Buscaba caracolas, conchas de moluscos, guijarros planos, pero solo me interesaban aquellos que tuvieran un agujero. Estaba haciendo un collar con ellos, como los de los hombres primitivos. “Ya tengo ocho pero quiero reunir más”, le decía a Emma. Emma, que es una niña tan pequeña como yo, no perdía oportunidad de sumarse a la búsqueda. “Allí hay una”, avisaba deseosa de descubrir para mí. Pero cuando llegábamos la espuma se retiraba y cerraba el agujero. ”Nos ha engañado - decía compasiva la niña- pero no importa porque hay tantas. Ya veo otra”, y salía disparada, obsesionada por brindarme el hallazgo. Qué espléndido caparazón, con una hendidura amplia en el mejor ángulo para colgar del collar, pensaba yo cuando lo vi. Al sacarlo de la arena la abertura perdía rápidamente su transparencia hasta ocluirse del todo. Emma no podía contener su tristeza: “No quiero ya pasear por la playa. Este trozo de mundo que no se sabe si es agua o es arena debe estar maldito. Además tengo los pies muy fríos y es como si me entrara por ellos la sal que traen las olas”. A Emma le gustaba que le cogiera los pies y echara aliento sobre ellos. Fue al frotarle sus plantas cuando vi cómo taladraban su delicada piel las diminutas brechas que habían perdido las valvas que buscábamos.


martes, 20 de noviembre de 2012

hasta el sueño


(Fotografía de Jorge Molder)


No sé si lo sueño. Si lo estoy soñando de verdad o si sueño que sueño que estoy muerto. O si aunque esté muerto aún sueño porque aún no he muerto del todo. Y hasta esta profundidad del sueño, que me convierte en una demostración de impotencia, en una convocatoria de parálisis donde no cabe reacción posible, llegan voces. Ruido de movimientos, desplazamiento de individuos, más palabras. Todos los que hablan y todos los que callan son conocidos. ¿Cuántos humanos nos han rozado a lo largo de una vida? Reconozco la presencia de los que se han congregado en torno a mi sueño. No les siento como grey. Cada uno ha sido algo de mí, aunque en vida ser algo de uno puede suponer acercamiento o disgregación, fusión o choque. Los contrarios nos construyen, no sé si con la misma decisión e intensidad con que nos deshacen. En el sueño vuelvo a sentirlo todo, escucho de nuevo a todos, y me tienta la añoranza, aunque ya con mucha lasitud. No son las voces inmediatas las que me interesan, sino las que, allá donde ya no pueda oírlas,  se rescatan al olvido. Esas mismas voces hablarán de mí y a su vez hablarán de ellas mismas. Y yo desde el sueño, esperaré. Porque ¿en qué otro espacio puede albergar uno esperanza si no es el sueño? Cuantos han acudido a mi sueño lento y espeso están reuniéndose en torno a una imagen, al ser disuelto de un cuerpo, a una materia que empieza a descomponerse, pero ellos lo que pretenden es en realidad efectuar un conjuro. Ellos desean salvar sus memorias individuales, porque saben que yo soy solo sueño. Si hay algo que caracteriza a la muerte es que vuelve impotentes a todos los que viven. De ahí el refugio en el recuerdo. Oigo de modo tenue que aún me nombran como si fuera yo, que hablan de mí, que se manifiestan sobre el humo que ha quedado flotando de mí en cada uno de ellos. Compañía, vivencias, ilusiones, afectos, enconos, riesgos…Humo. Sueño que sueño o sueño que he vivido. Y entonces ellas aparecen ahí. Musas o destinos, se encarnan sin que nadie sepa cómo han llegado. Sin que nadie advierta cómo se han ido.


domingo, 18 de noviembre de 2012

...y una carta


(Fotografía de Nan Goldin)



Cuando falleció Franz yo no estaba en el país. Su hija me remitió una carta comunicando el óbito. Vi en ese gesto un intento de no perder el vínculo con el último amigo de su padre. El único que había sobrevivido a su carácter y a su manera de vivir la vida, que tantas discordias le había proporcionado. Decía la hija de Franz Heine:


"Mi querido amigo. 

Jamás pensé que tendría que dirigirme a usted en estas circunstancias. Mi padre murió hace dos días. Cansado pero sin dolor, con plena conciencia y, como era propio de él, manifestando máximo control hasta el límite de sus posibilidades. Se aisló y permaneció encerrado en sus pensamientos, como si avanzara de esta manera por el pasillo de salida de la Casa de la Vida. Hablar de su entereza sería exaltarle y conceder un mérito que él nunca hubiera reconocido. Ya sabe cómo le molestaban las zalamerías y cuánto rechazaba la expresión de las vanidades. No hicimos ceremonia especial, lo cual no impidió que en el entierro aparecieran algunas personas allegadas a él en distintas épocas de su existencia. De hecho, se presentaron incluso antiguos amigos con los que había roto y que me mostraron afecto. Por cierto, Hubert, el viejo artista de circo, preguntó por usted y me comunicó sus deseos de verle. 

Sucedió algo durante el acto de sepultura de mi padre que me dejó bastante perpleja. Varias mujeres a las que yo no conocía e incluso parecía que no se hubieran visto nunca entre ellas, se presentaron allí. Cada una con un pequeño ramo de flores. Ninguno de los ramos coincidía. Una llevaba azaleas, otra clavellinas, otra lirios, otra rosas, en fin, para qué le voy a detallar todas las variedades que convirtieron de pronto el cementerio en una jardinería. Era como si cada una de esas mujeres hubiera elegido el regalo (tal parecía) conforme a su gusto u obedeciendo a una consigna secreta que no me alcanza y que sólo mi padre podría haber descifrado. Me preguntará usted: y esas mujeres, ¿cómo eran? ¿Jóvenes, mayores? También formaban un abanico variado; si bien todas eran adultas de cierta edad, sí que las había pertenecientes a distintas décadas. Desiguales eran también su estética, su configuración corporal, su altura, la caracterización de sus caras. No, no creo que todas fueran del país, pues en alguna sus rasgos la confirmaban como inmigrante probablemente. No puede decirse que se pareciera ninguna a la otra, pero hubo algo que me llamó la atención. No se observaron, o no lo hicieron al menos de modo descarado. Tampoco derramaron lágrima alguna cuando los empleados depositaron el féretro en el sepulcro familiar. Más bien se mostraron relajadas y obsequiosas al cederse el paso entre ellas en el momento de colocar los ramilletes. 

Recordé que usted me había hablado en cierta ocasión de lo interesante que era recuperar una tradición perdida sobre el hecho de que algún familiar o amigo hablara ante la tumba de un fallecido. Si recuerdo bien, me parece que usted me dijo algo así como que había que dejar fuera de los actos íntimos a los funcionarios de la muerte, a ese tipo de personajes de castas que solo viven para elogiar el dolor, invocar la resignación y cuyas palabras de consuelo suenan estereotipadas y falsas. Así que improvisé unos comentarios. Fue solo durante ese momento en el que hablé, tragando mucha saliva, eso sí, cuando aquel grupo de mujeres estuvo a punto de quebrar. Todas me miraban expectantes, y comprobé tal brillo emocionado en sus ojos que lograban transmitirme ánimo, no obstante ignorar quiénes eran aquellas personas. Tenía la sensación de que se sentían representadas de alguna forma por mí y por mis palabras. Hablé de la alegría de mi padre para con la vida. De cómo bajo sus frecuentes gestos de contrariedad o simplemente ausentes, siempre palpaba el goce y buscaba la capacidad de sorprenderse. Me apeteció nombrar su firmeza cuando le proponían decisiones en las que moralmente él no podía participar. Incluso creo que enfaticé algo así como: a mi padre le enfurecía la maldad y le desanimaba enormemente la ignorancia ajena. Pero quise concluir restando hierro a esto último. Entonces dije que Franz Heine había sido un hombre que había contenido y probablemente expresado mucho amor.

Cuando terminé de hablar, vinieron hasta mí unas tías lejanas, con las que Franz no se  había entendido bien en los últimos tiempos. Yo había estado pendiente de aquellas mujeres de las flores. Mi intención era dirigirme a ellas, pues en la brevedad de aquella reunión las había sentido como parte de la familia. Las busqué con la mirada, pregunté a uno de los sepultureros pero me informó que ya habían salido. No sé por qué le cuento todo esto. Seguramente usted pensará que lo he soñado, pero le agradecería mucho que si usted dispone de alguna clave para interpretarlo me lo comunique. Permaneceré todavía un tiempo por la casa de mi padre. Se lo digo por si había pensado regresar pronto. Tendría que preguntarle a usted tantas cosas sobre Franz.

Con mis mejores y afectuosos saludos."






jueves, 15 de noviembre de 2012

despedida


(Fotografía de Herbert List)



Se estaba muriendo y pidió que lo dejaran solo. La hija de Franz Heine, que vivía en otra región, había acudido precipitadamente a verle. El padre le había recibido afectuoso y enternecido pero no estaba dispuesto a concesiones pusilánimes. “Déjame solo tú también”, le dijo, y añadió: “Necesito guardar duelo por mí mismo”. Como quiera que la hija se quedara perpleja por las palabras de su padre trató de animarle. “No estás en las últimas, ni pienses en cosas raras”. Pero él insistió con firmeza, sobreponiéndose con vigor a la debilidad que le acuciaba. “No he llegado hasta aquí para irme por las buenas, entregado a la necedad y la ordinariez de los hombres. Toda mi vida la he vivido como me ha placido y quiero que mi muerte sea objeto de mi propio e íntimo ritual. No, olvídate de esa clase de ceremonias como las que le hacen a todo el mundo. A mí me sobran. Sabes que no he sido hombre de iglesia ni de reconocimientos públicos ni he aceptado las instituciones que los poderes han establecido para dominar a otros hombres. Solo anhelo pensarme por última vez en estos momentos”. Y esto lo dijo con voz tan apagada que su hija, superando el asombro, se inquietó. Pero al sentir su respiración aún acompasada, salió respetando la decidida exigencia, más que petición, de su padre. La habitación permaneció en silencio. Franz Heine no habló ya con nadie. Se hizo un ovillo, sintió más frío y desde la oscuridad recordó. Recordó los mejores momentos y rió. Pensó en las peores situaciones vividas y percibió un acceso de bienestar por haber sobrevivido a ellas y estar muriéndose, no como  habían muerto otros de sus amigos o familiares, sino en un hábitat semejante al que nació. En ese instante necesitó expresarse en voz alta aunque solo él mismo fuera capaz de oírse. “Cara a cara contigo, Franz Heine, como jamás habías estado”, se dijo. “Cara a cara con tu último personaje, porque de ésta no te libras. Antes habían muerto ya tantos hombres que habitaron en ti. Habías desechado poco a poco las máscaras, los papeles, las representaciones que te habían encarnado sin que nunca tuvieras claro si se trataba siempre de ti mismo. Pero ahora eso se acaba. Has apurado la hez de la copa que la vida te ofreció generosa. ¿Qué quieres demostrar ahora con esa patraña de guardar duelo sobre tu propia ausencia?” Sus propias palabras emitidas parecían estar generando un personaje nuevo. El Franz Heine moribundo, altivo hasta el momento extremo del desgarro. “¿Sigues ahí, papá”, preguntó, no sin cierto sarcasmo, la hija interfiriendo la soledad de su padre. Pero el último álter ego del supuesto Franz Heine no respondió.



lunes, 12 de noviembre de 2012

los secretos


(Fotografía de Jan Saudek)



“No tendré secretos para ti”, le dijo el niño. “¿Nunca, nunca?”, respondió su amiguita. “Nunca”, confirmó él sin dudar. “Pues yo sí”, pensó la niña; pero se calló. Lo tenía a su merced y aquella declaración de principios sonaba más a desenlace que a comienzo. Era justo el punto en que él dejaba de ser interesante para ella. La niña no cabía de gozo por sentirse elegida para tal revelación. Saber que sería partícipe de cuanto le aconteciera al niño durante toda su vida la convertía en poderosa. “Pero qué aburrido, ¿no?”, se decía a sí misma una y otra vez. Ella quería el mayor repertorio posible de secretos. Que lo que pasara cada día estuviera poblado de misterios. Y que estos plantearan nuevos enigmas. Al fin y al cabo, ¿qué podía esperar de alguien que no preserva nada, que todo lo muestra, que su vida es tan transparente que parece más bien vacía? Le volvía a poner a prueba: “¿De verdad que nunca te guardarás nada?”. Y él, creyéndose fuerte, pensando que respondía como debía hacerlo para gustarle a ella asentía firme: “Nunca”. “¿Y si yo te pidiera que guardaras alguno, por ejemplo los míos?”, le atacó ladinamente. “Los guardaré”, respondió su amigo. “Pero si los guardas, ya estarás teniendo secretos para mí y has dicho que nunca tendrás secretos”, le desarmó la niña. Y él: “Pero serán los tuyos”. “Ah, ¿de verdad crees que una vez que los secretos han salido de mí siguen siendo los mismos?”, le enredó hasta dejarle confuso. Entonces, se abrió la puerta del cuarto oscuro y una voz implacable dijo: “Podéis salir, chicos; ha terminado el castigo. Otro día no quiero nada de secretos”.




sábado, 10 de noviembre de 2012

el hombre pegado a las paredes

(Fotografía de Anders Petersen)



Hacía tiempo que había tomado precauciones. Desde que aquella mañana de otoño una joven hermosa y frágil reventó a sus pies, desplomándose como una hoja herida de una de las torres de la catedral, vivía en una obsesión permanente. Cogió miedo a andar por las aceras. La idea de ser aplastado por un suicida le perseguía. Se imaginaba la situación con amargura y pavor. Veía constantemente que una sombra se asomaba a una ventana, saltaba, describía un arco y se desplomaba con un ruido seco sobre su cabeza. Adoptó la costumbre de caminar pegado a las paredes de los edificios. Sin ceder el paso a otros viandantes, ni siquiera a los ancianos, a los ciegos o a los impedidos. Defendiendo enloquecido el espacio como si se tratara de un espacio solo suyo, como si él fuera el único habitante de la ciudad. Pero tanto o más que esta imagen de su propio aplastamiento le obsesionaba la muerte de la belleza. Prevenir un destino fatal de la belleza no era tan fácil cual proteger su personal integridad física. Como le parecía que diariamente, por donde transitaba, le acompañaba la belleza humana en sus múltiples manifestaciones, no veía manera de aleccionar a cada portador de ese signo. Él encontró la solución negando. Estimaba que no reconociendo lo que existe uno se despreocupa más. Y el sufrimiento, si bien no se elimina totalmente, se palia en buena parte. De tal modo que fue borrando de su mente la percepción de lo bello, anulando la capacidad de disfrute, destruyendo la memoria de sus referencias más armónicas. Habiendo reconocido de manera tan compulsiva la lozanía y la jovialidad de las muchachas, ahora las ignoraba, dirigiendo la vista siempre hacia otra parte. Si se sentaba en un café frente a una mujer, se enfrascaba en el periódico. Si coincidía en el autobús con el rostro de otra, miraba la lejanía del paisaje urbano. Cuando alguna muchacha le preguntaba por una calle, respondía que no era de la ciudad. Al encontrarse con antiguas amigas, las despachaba con urgencia e incluso con maneras desafectas, lo cual le granjeó una fama de huraño que generó aislamiento en su entorno. Perdió también su sentido del goce sobre los palacios, los jardines o en general las obras de arte. Y por último, dejó de sentir la vibración por el paisaje fantástico, por los valles y las montañas, por los páramos y las playas. En su fijación por desconocer aquello que le había alimentado toda su vida, el hombre perdió le orientación. No distinguía una brizna de estética, de tal modo que cuando tomó su caballete y se plantó al borde del acantilado para reflejar la caída del sol sobre el océano los colores y las formas respondieron en otra dirección. Trabajó toda la tarde, con pinceladas bruscas, con acercamientos y lejanías nerviosas del supuesto objeto de su obra, con paradas confusas y arranques violentos que desbordaban los límites del lienzo. Cuando el sol ya se había puesto consideró finalizada su tarea. Pudo ser que no valorara la oscuridad o que el ojo le traicionara. Tal vez su nihilismo había destrozado cualquier conciencia de lo físico. O que los efluvios del vino que había ingerido durante aquellas horas le hicieran perder el equilibrio. Abajo el mar arremetía con un oleaje quejoso mientras que el cuadro permaneció allí, a la intemperie, clavado sobre su estructura, hasta que al día siguiente unos veraneantes lo encontraron. La imagen, compuesta por una masa emborronada de matices grises, rojos y negros, reproducía un rostro huidizo, desesperanzado, turbio. Alguien comentó que se parecía al hombre que andaba pegado a las paredes.




miércoles, 7 de noviembre de 2012

destinos


(Fotografía de Jaromir Funke)



Sucede en 1946 y es de noche. Ella es enfermera y tiene un destino en el norte del país. Él, más joven, casi ha terminado la formación de ingeniero, todavía sin experiencia. Su primer trabajo le lleva hacia una región interior devastada, donde aprenderá todo. Ella sí sabe de su oficio, sobradamente. Se estrenó en los meses del desastre final y en poco tiempo se puso al día sobre la suerte adversa de las almas y los cuerpos humanos. Ambos esperan en la fonda de la estación a que lleguen sus respectivos trenes. El local está repleto pero no hay bullicio. Se amontonan individuos de todas las edades y procedencias, bagajes dispares, rostros fríos y desconfiados. No obstante el rigor tradicional del servicio de ferrocarril las circunstancias han alterado sus ritmos. Las direcciones que van a tomar son de circulación preferente, pero los retrasos se han convertido en algo ordinario. La paciencia, también. La enfermera ha abordado al ingeniero. Le ve apocado, incapaz de soltar su maleta gastada. “Yo voy a la costa. ¿Tú?”, le dice. “Yo a la cuenca. No sabían a quién enviar y me ha tocado a mí”. Ella fuma despacio y las volutas vuelven más vaporosos sus cabellos. La fonda huele a patata asada que una camarera guasona sirve a las mesas. “¿No te da miedo ir tan lejos?”, le pregunta el hombre. “Después de todo lo que he visto solo me dan miedo el hambre y la miseria”, responde tajante la enfermera. Podrían hablar de tantas cosas, pero están cansados. Todo el mundo está fatigado, principalmente por hastío. Es como si supiesen todo de sus vidas, simplemente porque lo sufrido en los últimos años pesa como si sus existencias anteriores se hubieran borrado. La mujer y el hombre se miran; ella más segura, él desconcertado. Un empleado del ferrocarril se presenta y se impone al murmullo. Comunica que un accidente en un lugar próximo ha paralizado la circulación. Que la demora puede ser importante. Horas, acaso algún día. Que estén atentos. Que si no es en un tren serán ubicados en otro. “¿Quieres más café? No es muy bueno pero está caliente”, avanza el joven. Ella mira el cuello raído de la camisa del ingeniero, las muescas de la polilla en su gabán, las ondas del cabello que se desploman sobre las sienes. “Esto va a ir para muchas horas”, le responde. “Seguro que hasta mañana no hay posibilidades de movernos de aquí”. La mujer corrige la caída de aquel oleaje del pelo de él, se lo echa con varios movimientos de su mano hacia atrás. El muchacho siente que la marca de los dedos de la mujer ha quedado impresa en su piel. “¿Qué podemos hacer?”, le pregunta. Una nube de vapor acompañada de un pitido agudo e imponente desgarra los andenes. Procede de la locomotora del tren de reparación que atraviesa la estación a toda velocidad. No se ha oído la respuesta de la mujer, pero se ha levantado y tira del brazo del ingeniero.



lunes, 5 de noviembre de 2012

taconeos


(Fotografía de Saul Leiter)


Los taconazos de la mujer le herían. Casi tanto como el ruido del chicle o la conversación en voz alta a través de un móvil, que es tan frecuente escuchar por la calle. Él, que admitía y admiraba gran parte de las conductas en una mujer, censuraba lo más sencillo, acaso también lo más inocuo. "¿De dónde esta moda de calzar tan extendida que se ha convertido en una seña de identidad de la mujer?", se preguntaba. Aquellas pisadas huecas y estruendosas sobre su cabeza, que le traían resonancias prusianas, le resultaban difíciles de soportar. Había en ellas lejanos ecos que le inquietaban. Sucedía todas las noches a una hora incierta. Le sacaban del sueño y trazaban una geografía a través de las habitaciones que él jugaba a recomponer. Ha entrado en la cocina; se ha detenido en el pasillo; ha pasado al cuarto de estar; ahora el taconeo es más corto, eso es que está en el baño (el sonido de una cisterna escandalosa le confirmaba su buen tino) Por fin ha llegado al dormitorio; dejará caer su calzado en dos actos y se podrá recuperar el sueño. 

Pero el sueño alterado no se recomponía con facilidad. A veces incluso empalmaba su desvelo hasta la hora de levantarse. Asociaba aquel compás martillado que rompía la noche con vivencias de su pasado. Y en aquella memoria su tía se hacía presente. Entonces jugaba a imaginar cómo sería la vecina de arriba. ¿Se parecería a su tía? ¿Haría una vida semejante? ¿Tendría también en alguna parte un sobrino al que mimar? Añoraba entonces a su adorada pero extravagante tía, que hacía partícipe de sus intimidades al niño. “Aquella era una mujer liberada y que sabía lo que quería, ya lo creo”, pensaba retrocediendo mentalmente a los tiempos de silencio y de costumbres reprimidas. La recordaba como si aún habitara con él. Aquellas maneras litúrgicas y pausadas de prepararse para salir a la calle. La elegancia en cada prenda que iba a llevar puesta. Plancharse su vestido mientras permanecía en enaguas. Depilarse el vello. Colocarse cuidadosa y morosamente las medias, bien sujetas por unas ligas que le mancaban los muslos. O ceñirse un corsé que fue evolucionando en modelos a medida que las influencias francesas llegaban a las corseterías. Y aquellos zapatos de tacón alto y fino, que acababan en una puntera aguda, y que a él le parecían una especie de ave exótica. Una fascinación cuyos efectos nunca pudo superar.

Su tía jamás fue un misterio para él. Casi. O al menos en lo que a él le bastaba saber de ella. Para más allá de la puerta ambos habían rubricado un pacto de silencio. Cuando regresaba ya avanzada la noche, a veces prácticamente de madrugada, él dormía. Echaba ahora de menos aquel gesto de poner una moneda bajo la almohada del niño. Incluso lamentaba que le faltara uno de sus besos. “¿Cómo será la vecina nueva?”, mascullaba para sí a través de ese silencio inútil que solo percibe quien no logra conciliar el sueño. Pero no se decidía a subir y conocerla. “Tal vez debería hacerlo un día de estos. Aunque no sea como mi tía”, se escuchaba a sí mismo. "¿Y si lo fuera?", concluía resbaladizo, mientras volvía a caer rendido.




viernes, 2 de noviembre de 2012

negación del espejo

(Fotografía de Herbert List)


Esto es la vejez, no cabe duda. El dolor en las caderas. El andar cansino. Los modales abandonados. La memoria huidiza. El apartamiento de la gente. Las añoranzas que acechan. El desinterés. La ausencia de mujer. Y lo peor de todo, el espectro que se muestra al mirarme al espejo. Ver una imagen en el espejo que debe ser mi imagen, pero en la que no me reconozco. Entonces cierro los ojos. Para no verme pero también para verme. Cierro los ojos para verme como me vi atrás. Afortunadamente dispongo de un repertorio donde elegir. Por décadas, por etapas, por parecidos. ¿Tomo el rostro de hace cuarenta años? ¿El de hace cincuenta? Pongo trajes, gestos, actitudes desenfadadas, una luz rediviva en el rostro, movimientos desenvueltos del cuerpo. Los personajes que he sido se me ofrecen nuevamente. Elije, me dice una voz que es tentadora y a su vez desesperada.

No sé por qué algunos nos llaman patéticos a los viejos. ¿Por querer disfrazarnos de lo que fuimos? Estaría bueno que no tuviéramos derecho a ello. ¿No es más ridículo lo que pretenden los niños y los jóvenes? Emular a los mayores, presentarse como adultos. En definitiva, querer correr antes de tiempo. ¿No se dan cuenta de que tras su pretensión de entrar de pleno en el mundo adulto les espera un cepo? No solo el cepo del tiempo veloz que ya no detiene su efecto jamás; sino que también se abre y se abre desmesuradamente para engullirlos conforme a sus caprichos. Envejecer. Eso es lo que hacen los que vienen detrás, aunque no lo sepan. Lo nuestro es la renuncia. A correr, a aspirar, a llegar a ninguna parte. El modelo de los ancianos no es mirar adelante, sino negar los espejos. Por eso se hace necesario para la supervivencia preservar cuantos iconos de nosotros mismos hemos dejado atrás. He hecho poner luz indirecta sobre el espejo. Un reflejo que ignore unos párpados hinchados, los ojos recluidos, la frente ajada, unas carnes caídas, el pelo albo, la pérdida de la sonrisa. Esto debería ser la vejez, me digo sin admitirlo del todo. Pero no quiero que lo sea. Mientras, me hago un nudo de corbata moderno y me peino simulando una caída del cabello descuidada. Elevo el tórax y zarandeo mis hombros. Mi traje no es nuevo pero voy limpio y la ducha ha apartado el olor que dicen que es tan característico de un viejo. No creo que a ellas les importe que les lleve tantos años. Por supuesto, voy a ocultar cómo me veo ante el espejo. Que se queden con la imagen que hoy he rescatado de mis buenos años.